El hombre que no quería morir (I)

Written by Libre Online

23 de julio de 2024

Por Ulderico Tegani (1934)

En el pequeño café del lugar, estaba reunido el grupo habitual de amigos: Carlos Secchi, el alcalde; Palancholli, el Secretario de la Alcaldía; Anselmo Tiraboschi, el bodeguero y capataz de los presidiarios; Gattini, el farmacéutico; Antonio Lappi, el maestro de escuela; don Mariani, el cura; y Rocco Binda, el intendente de los barones Giraldi-Ricci. Buenos muchachos todos, que se reunían por la noche para jugar una partida de cartas y charlar, según la costumbre en toda aldea que se respeta.

No hace falta hacer retrato de cada uno de estos personajes. Ellos no tenían ningún signo característico. Fisonomías vulgares, gestos cualquieras, opiniones mediocres. Sin embargo, aquella noche, se produjo un acontecimiento que hizo época en la historia de aquel lugar.

Le tocaba …Binda barajar las cartas. Él cogió el juego y comenzó su trabajo, canturreando.

—El amigo Binda está contento—observó Anselmo Tiraboschi—. Es una señal de que los negocios van bien.

—Por supuesto que van bien—reconoció el Intendente—. Esta mañana, compré un terreno detrás del ferrocarril.

—¿En cuánto?

Rocco Binda miró a Tiraboschi de manera sospechosa.

—¡Eh! ¡Eh! ¿En cuánto? —contestó—. No me ha costado mucho.

Palanchelli, el secretario- de la Alcaldía, se echó a reír guiñando el ojo.

—iQué desconfiado! —dijo—. Teme que le aumenten los derechos.

—Tal vez—confesó Rocco Binda—. Pero, después de todo, ciertas cosas no permanecen secretas sino hasta cierto punto; y por eso prefiero decirlo. Yo no tengo nada que ocultar. Digo que he comprado un espacio de terreno; diré también que, dentro de tres años, compraré una casa o la construiré. El ferrocarril está cerca, y eso es una ventaja.

—Perdone la indiscreción, amigo mío— interrumpió el Alcalde—. ¿Pero compra usted por su cuenta o por la del barón?

—.¡Por mi cuenta! ¡Por mi cuenta!— declaró enérgicamente el Intendente, poniendo el juego de cartas en medio de la mesa. Es preciso también pensar en el porvenir. Y yo tengo mi plan en mi cabeza, y estoy contento porque he empezado a ejecutarlo con la compra de esta mañana.

El grueso hombre hirsuto se sonó la nariz con estrépito y repuso:

—A más tardar, dentro de cinco años abandonaré mi empleo.

—Lo cual quiere decir que tiene deseos de abandonarlo—insinuó Lappi, el maestro de escuela.

— Y que tiene suficientes ahorros—completó Gattini, farmacéutico y hombre preciso.

—Ustedes son unos taimados—dijo Rocco  Binda sonriendo—. Pues bien… ¿es justo que yo me fatigue inútilmente? El farmacéutico, a fuerza de brebajes y de venenos, acumula su dinero; el bodeguero pone en el banco el fruto de sus negocios de mostrador; el maestro de escuela guarda la plata de su sueldo. ¿Y Rocco Binda va a trabajar siempre para los demás? ¿Rocco Binda será intendente eternamente?

Dio un puñetazo sobre la mesa y exclamó:

—¡No, caramba!

Después, habiéndose calmado, agregó: 

_No se debe ser injusto. Cada uno tiene derecho a vivir mejor. Yo aseguro que dentro de cinco años seré libre y dueño de mis bienes.

—¡Bravo,  Binda!—aprobó  el bodeguero.

— Mientras tanto, labraré mi tierra— continuó el Intendente—. Voy a sembrar remolacha, si quieren saberlo. Tengo el ferrocarril al lado, y el azúcar es un buen negocio. Si no pregúntenle a Tiraboschi, que sabe de eso.

El bodeguero aprobó con un movimiento de cabeza, seriamente, y Rocco Binda prosiguió:

—No transcurrirán dos años sin que yo  compre otro campo con mis ganancias, y extienda mis cultivos. Mis negocios aumentarán, y en diez años, duplicaré mi capital.

—Si todo va bien—interrumpió el Alcalde.

—Naturalmente. Pero supongamos que yo encuentre obstáculos en mi camino y que, en lugar de diez años, necesite veinte. Veinte años para reunir la suma que proveo. Pues bien, al cabo de esos veinte años, puedo comprar máquinas y construir una refinería. ¿Se dan cuenta ustedes? Tengo ya las materias primas, las manufacturo directamente y hago mi azúcar en mi casa…

—Y yo te la compraré-declaró enseguida el bodeguero con convicción.

Rocco Binda le tendió la mano, como para concluir un negocio.

—¡De acuerdo! —. dijo—. Venderé mi azúcar. Y ganaré bastante dinero, con mis queridos amigos, al cabo de diez años de práctica, quizás menos, creo que tendré un millón. . .

—¡Oh, Binda!…

—Sí. Sí. ¿Por qué-no? – Ya-eso- está calculado en mi presupuesto. Y no me parece exagerado. Entonces podré consagrarme más particularmente a la exportación, comprar un barco, después otro y otro más, en cierto número de años. Puede ser que en ocho o diez años me encuentre dirigiendo una compañía naviera. Entonces…

Don Mariani, el cura, que no había abierto la boca, tocó ligeramente al intendente en un codo.

—Perdone, amigo mío—se arriesga a decir—. Perdone una pequeña curiosidad: ¿Qué edad tiene usted?

—Cincuenta años. ¿Por qué?

—Por nada. Lo oigo exponer proyectos y más proyectos…

—¿Quiere usted decir que son castillos en el aire? Tal vez. De todos modos, tengo mi plan en la cabeza. Sin duda, puedo fracasar; pero trataré de triunfar. Aunque necesite cuarenta, sesenta años…

El sacerdote volvió a tocar el codo del intendente y dijo:

—-¡Eh!  ¡Qué manera de ver las cosas! Usted es un hombre original, amigo mío. 

Cuarenta, cincuenta, sesenta años… Ud. dispone del porvenir como si no estuviera obligado a limitarlo. Piense querido amigo, que tenemos que morir…

El intendente se volvió bruscamente:

—¡Morir! ¿Quién? — preguntó.

—¡Qué pregunta! Todos, amigo mío.

—Todos… ¡Vamos! Déjese de bromas, don Mariani.

El cura lo miró, perplejo, casi estupefacto.

—¿Bromas? ¿Qué entiende usted por eso? ¿No está usted convencido de que todos tenemos que morir?

—Le confieso que no.

—¿Cómo? Todo el mundo muere, y todos nosotros moriremos cuando llegue la hora,  mi  querido Binda. Yo, usted, los otros…

Rocco  Binda dio otro puñetazo sobre la mesa.

—¡Los otros! ¡Ah, muy bien! Los otros, sí; pero yo no estoy comprendido entre ellos. Y aunque usted me diga que yo estoy obligado a morir, no lo creo. No lo he creído nunca, ni lo creeré jamás…

Don Mariani sacudió la cabeza y dijo con su voz tranquila:

—Lo siento mucho, querido amigo; pero, desdichadamente, la muerte es inevitable para todos. La muerte es la única cosa que existe, rigurosamente cierta.

Rocco Binda lanzó una carcajada y objetó:

—¡Rigurosamente cierta! ¿Y por qué? ¡Porque nadie ha escapado de la muerte, hasta ahora!

—Precisamente.

—No nos ofusquemos. Se trata, después de todo, de una verdad del pasado. ¿Pero qué sabemos del porvenir? Contésteme, hágame el favor. Usted puede hablarme del pasado y del presente, todo lo que quiera; pero; del porvenir, no puede decirme una palabra. No puede decirme nada.

—Es exacto, pero…

—No hay pero que valga. Yo afirmo que usted no puede desmentirme, que el porvenir es desconocido.

—Es verdad, amigo mío; el porvenir es desconocido, pero nunca ha sucedido que…

—Deténgase. Nadie puede asegurar que lo que no ha sucedido hasta ahora, no puede suceder algún día; nadie puede asegurar que lo que ha sucedido siempre debe seguir sucediendo. Ya veremos. Yo mientras tanto, no quiero morir. Esto es rigurosamente cierto. Y nadie puede decirme que yo, precisamente, tengo que morir.

—No hace falta decirlo. Además… ¿qué sabe usted?

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