Por Ulderico Tegani (1934)
—¡Qué dice usted, señor cura!
—El señor cura está hablando demasiado fuerte… ¿no es eso? Pero dice las verdades. Justicia distributiva, mi querido amigo, la que se funda sobre un tacto recíproco.
Ronco Binda sacudió la cabeza.
—¡Tacto involuntario!—replicó—. ¡Tacto forzado! Todos quisieran carecer de él, si pudieran; yo se lo digo a usted.
—Y por eso nadie puede conseguirlo.
—¿Nadie? Usted se olvida de mí, don Mariani. Recuerde que le he prometido. Y mantengo mi promesa, como usted ve. Aquí estoy, tengo la casa, tengo el campo y las remolachas, y la refinería no está lejos. Después vendrá el vapor y…
—Y tendrá que detenerse algún día, querido amigo. Es la ley común. Al fin y al cabo, los hombres tienen que detenerse en el camino de la ambición. Quien sabe dónde hubiera llegado César si no hubiera encontrado el puñal de Bruto, es decir, el límite marcado por su destino de mortal. Hay hombres que llegan a la edad de cien años y que hasta pasan esa edad. Su infancia se pierde con la lejanía y se confunde en la Historia, que ellos, han vivido y que los otros leen en los libros: su vejez, que tiene raíces tan tenaces y tan profundas en el tiempo, parece a todos un milagro. Esos supervivientes tienen una aureola de invulnerabilidad. Se piensa realmente que no podrán morir ya, puesto que han pasado los límites habituales. Pero su día llega. Indefectiblemente, llega la hora inevitable en en que ellos también caen y desaparecen. Créame: la hora llega, y eso es justo. Y sólo la muerte es justa. Pero usted prefiere no pensar en eso; y yo lo comprendo.
Rocco Binda se echó a reír y replicó:
—No; yo prefiero vivir. Y no moriré. La comuna ha alquilado el canal a la Compañía Eléctrica por un espacio de noventa años. De los que hoy están vivos, nadie asistirá al vencimiento del contrato. Nadie, pero yo, sí.
El sacerdote perdió la paciencia y elevó la voz:
—¡Ah, buen hombre! ¿Por qué precisamente nadie, salvo usted? Si usted está presente ese día, otro hombre lo estará también.
—Perfectamente — aprobó Binda—. Y eso demuestra que se puede seguir viviendo.
—Pero nadie sabe de antemano cuando va a morir. Usted mismo, que no quiere morir, ¿está seguro que no sucumbirá esta noche?
***
Un día—y don Mariani no intervino en ese accidente— Rocco Binda fue arrollado por un automóvil. Lo transportaron al hospital, donde lo consideraron perdido.
—¡Ah, el inmortal! ¡Qué negocio! Todo el mundo en la aldea comentó el acontecimiento, y todo el mundo, en persona o mentalmente, estuvo en la cabecera del hombre condenado. Al fin, su hora había acabado bajo las ruedas de un auto, como una vil gallina. Pero el hombre entreabrió un ojo bajo los vendajes, sonrió maliciosamente y dijo:
—¿Están ustedes locos? ¿No comprenden que yo no quiero morir?
Y no murió. Se curó poco a poco, por un prodigio de resistencia física y moral: se levantó y volvió a caminar por las calles de la aldea, con la cabeza bien alta.
Volvió a acompañar los entierros de los que se iban. Y los supervivientes, lo mismo que los individuos de las nuevas generaciones lo señalaban con el dedo, con sorda envidia.
—Ahí va el hombre que no quiere morir… y lo cierto es que sigue viviendo.
Sí, lo señalaban con una envidia sorda, pero al mismo tiempo con una. admiración secreta y justiciera, con una vaga esperanza. ¡Quién puede saber!.. ¿Quién sabe si la vida puede prolongarse indefinidamente? Si bastara con la voluntad… ¿Quién sabe?…
Era ya viejo, muy viejo, aquel obstinado de la vida… Y seguía sonriendo maliciosamente.
Don Mariani también era viejo, tan viejo como Rocco Binda, aunque no declaraba que pretendía ser inmortal. Y los adversarios se sonreían el uno al otro sacudiendo la cabeza sin decirse nada, en una espera que parecía hacerse más solemne a medida que pasaba el tiempo y que las gentes morían.
Pues el tiempo pasaba y las gentes morían; pero Rocco Binda se quedaba.
¿Sería verdad que no iba a morir nunca?
***
Siguieron pasando los años. Y ya todo el mundo aceptaba la inmortalidad de Rocco Binda.
Pero un día, lo encontraron muerto sobre su campo sembrado de remolachas. Había muerto repentinamente. Había muerto con la convicción de que no moriría nunca.
Don Mariani lo acompañó al cementerio, satisfecho de ver cumplidas irremisiblemente las leyes de la vida y de la muerte. Y dijo con una sonrisa melancólica:
—Al fin, ha ido donde tenemos que ir todos.
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