Por Esteban Salazar Chapela (1954)
Oscar Wilde nació el 16 de octubre de 1854. Con motivo de su centenario se celebraron en Londres dos actos de diferentes clases, pero de igual significado devoto: uno oficial, que ha consistido en el descubrimiento de una lápida, por el Consejo del Condado de Londres, en Tite street, número 34, la casa donde Oscar Wilde vivió muchos años y escribió sus más importantes obras; otro ha sido un banquete literario en el hotel Savoy, al cual acudieron muchos escritores, artistas, políticos y hombres de ciencia.
Al mismo tiempo en el Trinity College de Dublin, el colegio donde Oscar Wilde cursó tres años de enseñanza universitaria, se inauguraba una exposición de muchos de sus manuscritos. Ha habido además numerosos artículos en la Prensa de Londres, pero a decir verdad estos artículos no han sido suscitados directamente por el Centenario, sino más bien por el libro titulado Son of Oscar Wilde (hijo de Oscar Wilde),
publicado estos días por el hijo menor del gran artista, Vyvyan Holland.
Se puede decir que este libro de Vyvyan Holland es uno de los más leídos en Inglaterra. Su primera edición se agotó en tres días. Su segunda edición se ha agotado en una semana. Mucho de ese público que ahora adquiere el libro de Holland ignoraba que Oscar Wilde hubiera tenido hijos. Wilde contrajo matrimonio en 1884 a la edad de 29 años, con una bella irlandesa de 24, Constance Mary Lloyd, de familia burguesa muy puritana o victoriana. Este matrimonio fue un matrimonio de amor —por ambas partes.
De él tuvo Oscar Wilde dos hijos: Cyril, nacido al año siguiente del matrimonio y muerto en el frente francés en 1915 y Vyvyan, nacido en 1886. Cuando en 1895 Wilde fue condenado por homosexual a dos años de prisión, Cyril tenía diez años y Vyvyan nueve, edades lo suficientemente mayores para que ambos hijos pudieran siempre recordar a su padre. Después de aquella condena el consejo de familia —de familia de la mujer de Wilde —acordó que Wilde no viera más a sus niños. Esto fue para el gran escritor, que quería mucho a sus hijos, un dolor que le acompañó hasta la muerte.
Desde la cárcel escribía Wilde refiriéndose a ello:
“Me han quitado a mis dos hijos por procedimiento legal. Esto es y será siempre para mí una infinita pena, una angustia. Envidio a los hombres que pasean conmigo en el patio de la prisión. Estoy seguro que sus hijos les esperan, que ansían su vuelta al hogar, que serán cariñosos con ellos…”.
Vyvyan Holland, único superviviente de la catástrofe, recuerda perfectamente la casa de Tite street donde naciera y viviera hasta los nueve años. (Esa casa tenía entonces el número 16, ahora tiene el 34).
Recuerda Vyvyan el despacho de su padre, según se entraba a la derecha, verdadero santuario de la casa, donde sólo se le dejaba entrar en raras ocasiones y siempre acompañado de algún adulto; el comedor, con su decoración blanca y azul pálido; la sala de fumar, decorada en oscuro; la sala de recibir superpoblada de muebles y objetos de arte, como era el gusto barroco de la época; los dormitorios de sus padres en el primer piso, y finalmente, en el segundo piso, las dos habitaciones de los niños —the night-nursery the day-nursery — separadas por un cuarto de baño.
Abajo, en el sótano, estaban los dormitorios de los criados y la cocina. Vyvyan recuerda también perfectamente las frecuentes visitas que su padre les hacia arriba.
“La mayoría de los padres eran en aquellos días demasiado solemnes y pomposos con sus hijos y exigían de éstos una enorme cantidad de muchas veces inmerecido respeto. Mi padre era todo lo contrario. Tenía tanto de niño en sí mismo que estaba encantado de seguir nuestros juegos. Se echaba al suelo y hacía de león, de zorro o de caballo, sin el menor cuidado por sus siempre inmaculados trajes.
Como otros padres el nuestro componía nuestros juguetes. A veces se pasaba más de media tarde reparando un fuerte de madera que había quedado malparado en el curso de varias guerras. Cuando mi padre terminaba una de estas reparaciones llamaba a todos los de la casa para que vieran la maravilla de su obra y lo elogiaran un poquito. También jugaba mucho con nosotros en el comedor. Si se cansaba de jugar nos contaba cuentos de hadas o de aventuras, de los cuales tenía mi padre un depósito inagotable». Igual pintura, o quizás más activa, nos hace Vyvyan de Oscar Wilde en la playa. “Era él un nadador poderoso; le gustaba mucho remar y pescar, y siempre nos llevaba con él si la mar estaba buena”.
Vyvyan alaba de su padre su arte para levantar en la playa grandes castillos de arena, con sus torres, sus almenas, sus túneles… “Cuando mi padre terminaba de construir uno de estos castillos casi siempre sacaba de sus bolsillos varios soldados de plomo para que montasen la guardia”.
Asimismo, recuerda Vyvyan cuando a él y a su hermano Cyril les llamaban para comparecer por un rato en alguna recepción de la casa.
A estas recepciones de Oscar Wilde, entonces (1893. 1894) en la cumbre de su fama, asistían frecuentemente el gran escritor Jhon Rukin, la famosa actriz Ellen Terry, el pintor sir William Richard, el poeta Robert Browning, etc., y muchas veces había algún ilustre extranjero a la sazón en Londres Mark Twain, Sarah Bernhardt…
De pronto, en abril de 1895, el niño es llamado del colegio donde estaba para que regrese a casa
enseguida. Cuando Vyvyan y Cyril llegan a casa no encuentran allí la atmósfera habitual.
Su padre no viene nunca a comer ni a dormir (Oscar Wilde había sido detenido el 5 de abril); su madre llora frecuentemente y se le ve leer ávidamente los periódicos, que luego esconde para que no los vean los niños. Vyvyan cuenta que él y Cyril consiguieron al fin ver los titulares de aquellos diarios, vieron en ellos el nombre de su padre y dedujeron entonces que algo malo había ocurrido o había hecho… Un dato curioso es que Vyvyan no supo hasta muchísimo después –hasta que tuvo 18 años— lo que había hecho su padre y qué le había pasado.
Su hermano Cyril no fue tan afortunado en esto: un periódico abandonado cayó en sus manos y se enteró de todo. Su impresión fue atroz. Atroz y para siempre. Chico de mucho carácter y de mucho orgullo Cyril sintió el escándalo como una bofetada a él, a su madre y a su familia, y desde ese momento concibió un resentimiento inextinguible contra su padre, al mismo tiempo que se propuso ser “muy hombre” y lavar la mancha. Cyril quiso ingresar más adelante en la Marina, pero no le admitieron, sin duda por ser hijo de Oscar Wilde; luego consiguió entrar en el Ejército. En este se distinguió mucho.
Fue siempre un joven muy versado en política internacional. Cuando a fines de junio de 1914 fueron asesinados en Sarajevo el archiduque de Austria y su esposa, Cyril Holland, entonces destacado en la India, vaticinó en una comida de oficiales y jefes la guerra “para dentro de seis semanas”. A todos los reunidos les pareció absurdo el vaticinio y el coronel del regimiento hasta se atrevió a apostar al adivino cinco libras. “Cincuenta”, propuso Cyril.
El coronel aceptó la apuesta y seis semanas después Cyril cobraba (la entonces) importante suma. Que la herida recibida a los diez años no había cicatrizado a los treinta y uno lo prueba una carta de Cyril a uno de sus amigos, escrita precisamente el día antes de que le mataran en el frente: “Ahora estoy lavando (decía Cyril en esa carta) la vergüenza de la familia.”
Hesketh Pearson, el mejor biógrafo de Wilde, comentó esos días cuando le mostraron aquellas líneas: “Ese niño debiera estar orgullosísimo de haber tenido un padre de tanto genio y únicamente debiera estar avergonzado de la sociedad hipócrita que fue tan dura con él”.
Como decíamos, lo mismo Cyril que Vyvyan percibieron enseguida —al regresar del colegio— la situación anormal de la casa. Un mes después cuando su padre fue condenado (mayo de 1895), los dos niños eran enviados rápidamente al continente, custodiados por una institutriz francesa.
Constance quedó todavía unos días en Londres para vender –malbaratar– todo lo de la casa, muebles y libros. Cuando poco después se reunió con sus hijos ella y su hermano Otho comunicaron a los niños la grave noticia: de aquí en adelante ya no se llamarán Wilde sino Holland; deberían ocultar cuidadosamente quien era su padre, no mencionarlo más a nadie, como si no hubiera existido…
“Y nos dijeron (cuenta Vyvyan) que escribiéramos allí nuestro nuevo nombre para que nos fuéramos acostumbrando, y luego debimos firmar con nuestro nuevo nombre ciertos documentos”.
Como Vyvyan se llamaba Vyvyan Oscar le suprimieron el Oscar y como Vyvyan, pura invención de Wilde, era un nombre muy distintivo lo convirtieron a Vivian. (Más adelante, ya hombre hecho y derecho, Vivian volvió a firmar Vyvyan). Poco después los niños eran enviados a una escuela inglesa de Heidelberg, Neuenheim College, donde la disciplina era terrible y los castigos corporales eran insoportables. Cyril, chico muy fuerte físicamente y mayor que Vyvyan, pudo resistir aquel tormento durante los tres años que le quedaban de exilio; Vyvyan de pobre resistencia física, sentimental y sensible, se dio por vencido a los pocos meses.
Entonces su madre lo envió a Mónaco, al Collegio (jesuita) della Visitazione, donde el chico pasa dos largos años, aprende italiano y se convierte al catolicismo. Constance muere ese mismo año (1897), poco después de ser libertado su marido. Cuando ambos niños regresan a Inglaterra, a fines de 1898, caen en las garras victorianas de la familia materna, que odiaba todo cuanto perteneciera a Oscar Wilde, comenzando por sus hijos…
Esa familia le hizo creer a los niños que su padre había muerto (Wilde no moría hasta dos años después, en 1900), al mismo tiempo procuró hurtarlos a las continuas pesquisas de los buenos amigos de Wilde. Pocos meses después Cyril pasó a la Radley School ya con el propósito de seguir la carrera de las armas y Vyvyan pasó a Hodder Place, otro colegio jesuita. En este colegio, un mes después de cumplir los catorce años, Vyvyan es llamado un día por el rector. “Tu padre ha muerto”, le dijo el rector a Vyvyan. “Pero, (contestó Vyvyan estupefacto) yo creía que mi padre había muerto hace tiempo…”
El rector pareció lamentar por un momento haber desmentido la leyenda urdida por la familia, pero enseguida decidió decir la verdad. “No. Ha muerto hace dos días en París. Y ha sido recibido, antes de llegar a su fin, en el seno de la iglesia, de modo que ahora es feliz”. Vyvyan se echó a llorar. En aquellos momentos pugnó por preguntarle al rector qué le había pasado a su padre, qué había hecho su padre, pero le faltó valor para hacer la pregunta. El rector agregó, sin duda deseoso de decir algo amable para el finado y algo consolador para el niño: “Tu padre escribió muy bellos cuentos”. “Lo sé, lo sé”, contestó Vyvyan.
Habían de pasar todavía cuatro años para que Vyvyan tuviera que hacer aquella pregunta. La hizo al fin un día –abruptamente– a una de sus tías. Con franqueza absoluta le informaron entonces de todo. La impresión de Vyvyan fue de
alivio. Él había imaginado siempre una cosa mucho peor –peor para él y para Cyril–.
Él había imaginado siempre que la necesidad de cambiar su nombre y vivir ocultos como habían vivido hasta entonces obedecía a que su padre había sido bígamo, o que el matrimonio de su padre y su madre no había sido válido y que él —él y Cyril— eran, por consiguiente, hijos ilegítimos… Ahora respiraba. No se trataba de eso. Su padre habría pecado de modo bien desagradable, pero él, Vyvyan Holland, era hijo de un matrimonio legal.
Por otra parte, en esa misma sensación de alivio había ya una satisfacción naciente. Vyvyan tenía sensibilidad literaria, ambiciones literarias. Los libros de su padre eran todavía difíciles de encontrar, pero un día en 1905, cuando Vyvyan contaba diecinueve años, halló en la biblioteca de uno de sus compañeros de Cambridge La bajada de la cárcel de Reading. Se llevó la obra a su habitación para leerla. Su impresión fue deslumbradora. Luego leyó Intenciones (donde dos de sus interlocutores, digamos de paso, se llaman Cyril y Vyvyan).
Su impresión fue más deslumbradora todavía. Así comenzó en Vyvyan su devoción literaria por su padre y al mismo tiempo su
satisfacción y su orgullo, muy justificados, de que el autor de aquellos bellísimos cuentos, ensayos y comedias fuera el autor de sus días…
Poco antes de abandonar Cambridge Vyvyan se atrevió, por primera vez en su vida, a decir a un compañero de toda su confianza: “Yo soy hijo de Oscar Wilde, pero mi familia quiere ocultarlo…” El amigo le contestó: “Siempre había sospechado había algo misterioso en tu vida; ahora ya sé qué es. ¿Y qué importa lo que hiciera tu padre? Tu padre es, ante todo, un gran escritor.” Esta última expresión fue una satisfacción extraordinaria para Vyvyan.
Desde entonces procuró Vyvyan Holland trabar amistad con los buenos amigos de Oscar Wilde. Ellos le informaron de la gran personalidad que tenía Wilde, de su maravilloso don de conversador, de su arrebatadora simpatía (no para todos, también es cierto) y de su generosidad sin límites.
El libro Son of Oscar Wilde es el relato de los sufrimientos de un niño que vivió escondido —escondido y siempre atemorizado— por una vergüenza que ignoraba. Es además este libro un homenaje a Oscar Wilde. (“Cruel ironía fue —dice Vyvyan Holland— que Oscar Wilde estuviera elegido por el destino para sufrir por todos los innumerables artistas que antes y después de él tuvieron la misma debilidad”).
Es también este libro un homenaje a la madre del autor, a Constance, la víctima más digna de compasión en la tragedia, con quien ninguno de los biógrafos de Wilde, ni siquiera Hesketh Pearson, fue nunca generoso.
Siempre se ha presentado a Constance como a una simple. “Mi madre no era tonta en ningún sentido —dice Vyvyan Holland—.
Era una mujer de una cultura considerable. Hablaba francés e italiano fluentemente y muchas de sus lecturas las hacía en estas lenguas. Quizá no disfrutara de sentido humorístico, pero también es verdad que no tuvo muchas ocasiones para reír…” Frank Harris, el más inverosímil y desacreditado de los biógrafos de Wilde, incluso llega a decir que Constance no era bella. Basta ver la fotografía de Constance en este libro, sacada probablemente en 1890, para colegir la bellísima mujer que fue.
Londres, octubre, 1954.
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