Por Rolando Cabrera (1953)
De los hijos de Mariana Grajales y Marcos Maceo, es Antonio, el primogénito quien ha escalado las más altas cimas del encumbramiento agradecido de sus ciudadanos y a quien concede la historia lugar de excepción entre aquellos a los que debe Cuba su libertad del régimen español. Claro está que méritos de sobra tuvo para ellos. Negar su primacía tanto en el combate como en la tregua vigilante sería, más que otra cosa, demostración palpable de clara ignorancia de nuestras luchas y nuestros grandes hombres. Pero justo es reconocer también que sus hermanos no le fueron, a la saga en valor, en entereza, en dedicación total a la causa que abrazaron desde del momento en que los hombres del capitán Rondón pernoctaron en la casa vivienda de la finca que en Majaguabo habitaban los Maceo.
Por esa dedicación a la causa de la independencia merecieron con justicia que alguien al referirse a los hermanos Maceo le llamasen “la tribu heroica”. Y de los hermanos de Antonio, es José, segundogénito, quien más de cerca le anduvo en la talla heroica y de quien más puede escribirse, aunque tan poco se haya escrito en todos estos años.
Y cabe decir aquí, que lo muy poco que se ha hecho para presentar a propios y extraños la figura del general José Maceo ha sido en detrimento de la verdadera personalidad de aquel hombre excepcional de quien se destacan los defectos que, naturalmente tuvo y de quien se olvidan las virtudes que fueron en él, como en todos los hermanos, el patriotismo, el desinterés, la abnegación sin límites, el valor y la modestia a más de la lealtad y el respeto de la jerarquía y a la ley.
Ahora al cumplirse un aniversario más de su muerte gloriosa (129 años) en Loma del Gato, José Maceo continúa siendo para muchos el hombre díscolo, temerario e indisciplinado que nos han pintado sin tratar de comprender el verdadero carácter de aquel a quien Máximo Gómez, tan parco en el elogio, dijera que era “todo verdad” y a quien no regateó Martí los calificativos enaltecedores. Por eso se hace tan preciso difundir su vida, poner de manifiesto lo recio de su personalidad para que conociéndolo más se le dé el puesto que merece, el que él se ganara a fuerza de sacrificios y de lucha.
Tratemos pues, de recordar la vida en línea recta del que mereció el nombre de “León de Oriente” que fue temido y respetado por los generales de España; amado y reverenciado por sus soldados que veían en él, no un jefe sino un compañero. Pero, antes de intentarlo debemos hacer la salvedad para los que desconozcan los episodios que aquí narramos que los hechos de guerra de José Maceo parecen como de epopeya, sucedidos portentosos de gigantes y titanes ajenos a la pobre condición humana.
Por eso, para seguirle, vamos a entrar en la leyenda.
COMPETENCIA ENTRE VALIENTES
Eran días gloriosos para las armas mambisas de la campaña de Guantánamo. En la zona montañosa ardían los cafetales incendiados por la tea invasora. Las llamas consumían la riqueza de la región e iluminaban a la par el espectáculo soberbio de aquellos hombres conducidos por el general Gómez que a los tres años de iniciada la guerra daba lecciones de estrategia a los más avezados generales de España.
Por la región se contaban de campamento en campamento las acciones de algunos de los más valientes entre los capitanes del “Chino Viejo”. Entre ellos descollaban Guillermo Moncada, gigante con alma de niño; Policarpo Pineda, rudo y valiente; Crombet, a quien siendo un león llamaban Flor y los Maceo. De estos aparte de Antonio, que era ya comandante, se hablaba mucho de José y Miguel, cuyas hazañas ponían pánico en las guerrillas enemigas.
Y un día llegó Pineda al campamento de los hijos de Mariana Grajales. Picaba a su amor propio el hecho de que otros le disputasen el cetro de la osadía. Sus primeras palabras fueron más cartel de reto que frases de saludo. “A ver –dijo–¿dónde están esos guapos de quienes se dice que cogen a los españoles por el pescuezo?”
No había terminado de decirlo, cuando estaban frente a él tres cachorros de la tribu legendaria: José, Miguel y Tomás. Y como si se tratase de un paseo por las calles de Santiago, se fueron los cuatro a coger españoles por el pescuezo sin más armas que sus manos.
Después de la nueva “hombrada”, como llamada a estos hechos Máximo Gómez, quedó bien convencido Pineda de que los Maceo eran sus iguales en la temeridad y el desprecio a la muerte y se hicieron asiduos compañeros.
Miguel murió en 1874, en Cascorro, donde José, por su valor, fue ascendido a Teniente Coronel. Pero pese a sus estrellas siguió combatiendo en la primera fila, presto siempre su fusil infalible y listo, igualmente, a enfrentarse con el enemigo sin sacar nunca la cuenta de los efectivos con que contaba éste.
DEFENDIENDO AL HERMANO
Extraña era la procesión que marchaba por la manigua insurrecta. Unos hombres mal vestidos y peor calzados llevaban entre ellos una rústica camilla sobre la que, el pecho sangrante, se encontraba un hombre recio y musculoso. Se trataba nada menos que de Antonio Maceo, herido gravemente en la acción de Baratagua. Varias figuras se destacaban en aquel grupo; una mujer doliente y altiva marchaba junto a la parihuela, María la esposa ejemplar; otra mujer, Mariana, presta a defender con su cuerpo la vida del hijo mayor; y unos pasos más atrás, cubriendo él solo la retaguardia; el ojo avizor, el dedo en el gatillo, José Maceo.
Fueron días inenarrables. Los españoles sabedores de lo preciado del botín no se daban punto de reposo, pues su deseo era regresar a los cuarteles con la cabeza del general mambí. Pero para que no lograsen su empeño estaba allí José. Su hermano le había salvado la vida en el cafetal “La Indiana” durante la campaña de Guantánamo. Ahora era él, quien como genio tutelar, velaba por la salvación de Antonio, imposibilitado sobre la camilla.
Y durante la persecución obsesionante por entre los montes y maniguales fue su rifle portentoso quien diera buena cuenta de los españoles, abriendo claros en las filas de los perseguidores. Fue día tras día, una noche tras otra, jefe de la tropa, centinela, escucha, sanitario, ranchero. De todo hizo junto al lecho de muerte del hermano. Y cuando ya con los españoles pisándole los talones, llegaron a un camino abierto el general Antonio, dejando boquiabiertos a sus propios compañeros, subió a un caballo y se perdió a lo lejos mientras el Rémington de José ventilaba muerte, cubriendo la épica retirada.
QUINCE CONTRA TRESCIENTOS
La guerra terminaba. Tras diez años de continuado luchar la revolución moría de consunción. Pero aún había cubanos que, renuentes a soltar las armas, combatían dispuestos a morir peleando. Y entre ellos naturalmente, estaban los Maceo que seguían dando lecciones de heroísmo.
Y así fue Pinar Redondo. Las fuerzas españolas eran las del batallón de Reus, mandadas por el coronel Gonzalo. Las tropas mambisas eran ¡quince hombres! Pero que importaba si a su frente iba el coronel José Maceo que valía él solo por un batallón. Por ello aquellos quince valientes no se asombraron cuando el jefe les dio la orden de atacar. Era como si un niño se enfrentase a un gigante, como si con una piedra alguien quisiera oponerse a un cañón. Pero era tanta la confianza que a sus soldados inspiraba aquel hombre aureolado por el recuerdo de “La Indiana”, La Galleta, El Jobito, Barajagua y tantas otras acciones más que atacaron como si llevasen en lo hondo de sus pechos la firme convicción de que con tal jefe nunca se podía perder. Y no perdieron. Los quince mambises derrotaron al batallón español. Y no solo eso, sino que dieron muerte al jefe enemigo cuyo cadáver dejó José –siempre caballeroso- al margen del camino para que sus hombres pudieran sepultarlo.
Fue así como en Pinar Redondo cerró José Maceo con broche de oro una lucha en diez años de casi diario batallar.
EL COLOSO TIENE SED
Hervía de nuevo la guerra. Guantánamo, plaza fuerte española, sabía sólo de oídas los hechos de la campaña. Hasta su tranquilidad provinciana no llegaban el tronar de la fusilería, ni el galope de los caballos. Pero alguien prepara una sorpresa. Una tarde colusora se sintieron unos disparos, después el rápido paso de una pequeña fuerza de caballería, media hora más tarde de otra andanada. Y más nada. Los habitantes salieron entonces a la calle en busca de noticias. Lo que supieron les llenó de asombro: una veintena de mambises había penetrado en la ciudad hasta la propia plaza de Isabel II, allí en un café, el jefe de aquellos hombres, un mestizo arrogante de dominadora mirada, había brindado con champán por la independencia de Cuba. Y como despedida había dado dos cintarazos al comerciante español que se negaba a recibir las monedas con que le pagaba la bebida y montando de nuevo a caballo se había perdido con los suyos, calle arriba en busca de la manigua en que era rey y señor.
La hazaña así contada, hizo sonreír incrédulo a más de uno. Pero bastó un nombre para que la diesen por real. El mestizo arrogante, el hombre del champán y los cintarazos era el general José Maceo. Y no quedó más remedio que admitir los hechos mientras el dueño del café se curaba los planazos y el general José reía en su campamento satisfecho de haber realizado su deseo, beber en pleno Guantánamo por la independencia de su patria.
LA CAÍDA DEL LEÓN
Julio de 1896. Culminaba la Invasión, andaba el Titán por tierras pinareñas repitiendo en la cordillera de los Órganos las hazañas de que ya habían sido testigos sus montes orientales. Por estos andaba José. Para pintarle con solo un gesto bastaría repetir las palabras que decía a sus hombres cuando alguno de estos, escogido para formar parte del contingente invasor le abandonaban para unirse al mismo. “Anden, anden a majasear con Antonio”, les decía.
Y mientras, lo que él llamaba “majaseo” se traducía en los nombres de “La Reforma”, Iguará, Mal Tiempo, El Rubí, y tantos otros más, no estaba celoso el León de Oriente. Él también combatía sin descanso. Y seguía repitiendo sus hechos heroicos después de la odisea del desembarco cuando anduvo días y días, solo, hambriento, perdido en la zona baracoense para ir a caer en los brazos de los hombres de Victoriano Garzón.
Pero quedaban ya pocos días a su vida heroica. En Loma del Gato se enfrentó por última vez con las fuerzas españolas. Allí es un lugar que le recordaba los días brillantes de la Guerra Grande, escribió la última página de su historia de guerra. Frente a los cuadros españoles del coronel Vara del Rey mandó a sus hombres al ataque.
Después, impaciente, deseoso siempre de tomar parte personal en el combate montó a caballo, apretó la espada, ensanchó el pecho y como los viejos adalides de épocas pretéritas lanzó al aire su grito de combate: ¡Aquí está José Maceo!
Fue la última carga. Una bala española le destrozó el cráneo y cayó del caballo para no levantarse más. La epopeya había terminado. Ya no habría más ataques fulminantes ni más coger españoles por el pescuezo. Ya no dispararía el rifle portentoso que tantas vidas arrebataría al enemigo; ya no se escucharía más la voz estentórea clamando antes de entrar en el combate: ¡Aquí está José Maceo! El león había lanzado el postrer rugido. José Maceo había muerto.
“YO SOY UN HOMBRE SINCERO”
Así fue de esforzado, de generoso, de valiente, José Maceo. De él se ha dicho que fue brusco, que no era ceremonioso y que su valor tuvo mucho de exhibicionismo. Pero también se ha dicho y por alguien que lo conoció y le amó que José Maceo fue: “puro y fuerte como un diamante; recio y certero como un águila; noble como un león”.
León, águila, diamante. Lo fue efectivamente. Su pureza fue total, no se manchó nunca en discusiones intestinas, ni tuvo miras personales. Él como Antonio, podía decir: “Mi orgullo estriba en no llevar manchas”. Su fortaleza no la menguaron ni el hambre, ni el dolor, ni el destierro, ni la cárcel. Su franqueza lo llevó a tener problemas hasta con su hermano Antonio a quien tanto quería.
LAS HUMANAS PASIONES
El hombre que atacaba al enemigo sin parar miente en su número, el que siendo coronel y general se mezclaba con sus hombres para disparar contra los cuadros españoles como un soldado más, supo también del dolor de la incomprensión de los suyos.
El gobierno revolucionario, desconociendo sus valores le trató con desdén y menosprecio dando el mando de Oriente al general Carrillo, desconocido para los orientales. Felizmente intervino Máximo Gómez que trasladó a Carrillo para su mando natural que era en Las Villas. Pero los hombres que dirigían el gobierno no cejaron en su animadversión contra el León Oriental. Y dispusieron que el mando recayera en Mayía Rodríguez mientras arriba a Oriente Calixto García. La forma en que lo hicieron, nada hábil, encendió la cólera en el pecho del maltratado general. Y poniéndose de lleno en el campo de la insubordinación se negó a aceptar el mando del hijo de Cia Iñiguez. Pero siguió combatiendo sin tregua ni reposo. Las noticias llegaron a tierras occidentales donde del hermano Antonio, paseaba vencedor el pabellón mambí.
Llegaron también a oídos del viejo Gómez que siempre tuvo a José por uno de sus más queridos capitanes y que conociendo el carácter del que él llamaba “el héroe negro” se aprestó a evitar lo que iba a tener seguramente fatales consecuencias. Escribió Gómez a Calixto: “Usted no se preocupe poco ni mucho, dedíquese a sus operaciones y organización que yo le escribiré al general Maceo”. Y no solo escribió a José y al propio Antonio que sufría también las mordidas del recelo y de la envidia, sino que se aprestó a entrevistarse con el héroe de Arroyo Hondo, saliendo a marchas forzadas hacia donde éste se encontraba.
¿Fue aquello parcialidad de Máximo Gómez? Ya se ha demostrado que no. Frente a los ataques del gobierno, y sobre todo, frente a la forma en que los hombres del Consejo trataban a dos generales del prestigio de José y Antonio Maceo, el general Gómez no podía reaccionar de otra forma. Sabía él que ninguno de los dos hermanos alimentaba ambiciones bastardas, que eran –como él– hombres que lo habían dado todo sin pedir nada para sí y que ambos tenían razón de sobra para estar quejosos al saber que se les suponía ambiciosos y con pasiones que estaban muy por debajo de su peligro.
Pero Gómez no pudo ver a José. La muerte impidió el encuentro y evitó tal vez, nuevas incomprensiones al héroe de Pinar Redondo. Y es lástima grande que al decursar del tiempo haya hombres que sigan mirando con sospecha la actitud de José Maceo y continúen manchando su gloria suponiéndole ambiciones que jamás abrigó.
UN GRAN SOLDADO
José Maceo fue solo soldado. Y fue un gran soldado. Él como Antonio, tal vez mucho más que este, se fundió con la masa. Nacido de la entraña popular no olvidó nunca su humilde procedencia y se alzó –como su hermano– a los más altos planos de la jerarquía mambisa solo por el esfuerzo propio, conquistando sus grados al precio de la vida continuamente expuesta.
Por eso le amaban tanto sus soldados, por eso le distinguió tanto Gómez, por eso en lo poco que le conoció, le estimó José Martí.
Cierto es que fue rudo, pero siempre fue leal. Su valor no fue, como se ha dicho, mero afán exhibicionista; sus arrebatos le nacían del fondo mismo del alma pura y sencilla. Después de ellos volvía a ser el mismo muchachón valiente y decidido, callado y bueno. No fue un fantoche ni un matachín. Fue, eso sí, un soldado abnegado que gustó más de combatir en la línea de fuego que mandar a los hombres a la muerte y quedarse mirándolos de lejos. José Maceo fue el mismo durante toda su vida. De los diecinueve a los cuarenta y siete años sirvió a su patria por entero sin titubeos ni disminuciones.
Él, como Antonio, aparece siempre igual. No hay cambios en su existencia prócer.
Fue generoso, como cuando marchaba junto a la camilla del hermano moribundo; intrépido como en la hazaña portentosa de Guantánamo; temerario como en el cafetal La Indiana; caballero como en el caso doloroso de Belén Botijuela, la espía a quien ordenó ajusticiar el general Antonio.
José Maceo no se desalentó jamás. No sintió flaquear el brazo ni el espíritu, no dejó albergar en su alma ningún mezquino sentimiento ni aun al saberse, en rango y consideraciones, inferior al hermano a quien, si no respetó en ocasiones las estrellas de general, le ligó siempre el más puro amor fraterno, nacido más que de llevar la misma sangre y de haberse amamantado en los mismos pechos generosos, del hecho de haber combatido mucho tiempo juntos, en esa comunión íntima que surge entre los que comparten día a día los mismos peligros.
Su patriotismo duró toda la vida. Y cuando murió en Loma del Gato llevando en el alma el dolor de la incomprensión de sus hermanos, la patria perdió, según frase certera de Máximo Gómez, un hombre que ocupara los más altos lugares por “su acendrado patriotismo, su pureza y honradez política, que nadie superó, y por su heroico valor”.
Estuvo siempre, es verdad, en la línea más alta, en la primerísima, la de los hombres sin rencor y sin mancilla, leales, valientes, honrados y buenos que tanto necesita ahora la patria, para dar fin a la tarea que empezaron hombres como los Maceo y que no sabemos aún quién terminará.
0 comentarios