El Ostracismo en los griegos.- La Deportación en los romanos.- El Exodo Hebreo.- Retiro melancólico de Napoleón Bonaparte.-La independencia de América y el problema del exilio.- El siglo veinte y el destierro.- El comunismo en lucha con el capitalismo y su repercusión en el problema del exilio.
Por Gonzalo Enrique Sandoval G. (1954)
EL exilio es —evidentemente— una de las tantas consecuencias de la lucha del hombre contra el hombre. Hablar de exilio presupone la existencia de ciudadanos que se han visto obligados a abandonar el suelo donde han nacido, como único medio de poner a salvo la vida o cuando menos de prolongarla por algún tiempo, quién sabe si para hacer frente a la miseria (una de las circunstancias más probables), a la nostalgia y a la angustia.
Son múltiples las condiciones en que el destierro se ha producido desde la antigüedad hasta nuestros días, aunque siempre— o casi siempre— han estado en juego un pueblo, un tirano, un traidor o grupo de traidores, un patriota o grupo de patriotas y una inspiración política.
Como son los patriotas quienes reivindican la mejor causa, los hombres que por sus altas calidades ciudadanas podrían ser llamados a dirigir los destinos del pueblo —riesgo para el tirano—, los afanes represivos se dirigen hacía las personalidades de más valer, de allí la interminable nómina de «exilados ilustres» que podría elaborarse, sí alguien estimase de utilidad esa tarea. Hombres de recia envergadura intelectual —pues— han ido camino del exilio y sobre este instante de la vida han dicho tantas cosas, tan bien configuradas, mejor sentidas, que el solo intento de hacer una frase más resultaría atrevido, máxime cuando no se lleva ese propósito como intención medular.
El exilio ha sido tema —desde tiempo inmemorial— que ha movilizado la inspiración de grandes artistas y alimentado superiores especulaciones en grandes escritores: Eurípides lo llamaba «el peor de los males»; el gran pensador brasilero Barbosa, lo conceptuada como «el desierto del alma», y en el pincel virtuoso de Reynolds, «El Desterrado» se ofrece a los ojos del mundo con la pátina del más intenso dolor, según el valioso cuadro que se encuentra en la Galería Nacional de Londres.
Es sin duda una de las más antiguas modalidades de represión que registra la historia, nominada con términos distintos a través de los siglos, pero una misma realidad: el abandono solar patrio.
Hace más de veinticinco siglos, los griegos lo instituyeron con el nombre de «Ostracismo», destierro político impuesto únicamente a los hombres poderosos de la comunidad ateniense, capaces de atentar en contra de las libertades del pueblo. Los griegos eran hombres sensibles, líricos y cultos, de una manera «poética” pretendían la seguridad de la República, ya que el «Ostracismo», en manera alguna constituía una pena infamante, lejos de ser motivo de vergüenza lo era de orgullo, por que, como hemos dicho, era únicamente aplicable a los poderosos. Esta forma de extrañamiento se efectuaba también para preservar a los poderosos de la envidia de la plebe o para que eludieran la furia revanchista del bando contrario.
Sin embargo, la aplicación de esta pena en Atenas estaba limitada por una serie de requisitos de orden jurídico cuyo procedimiento fijaba aquella ley que decía: «No se dará ley alguna, en contra de un ciudadano en particular, sin que esta misma ley haya sido hecha contra todos los ciudadanos atenienses, a menos que esto parezca conveniente a seis mil ciudadanos atenienses, votando secretamente».
Para decidir la conveniencia o inconveniencia de adoptar la medida punitiva, con arreglo a lo preceptuado por la ley, se reunían el Senado y la Asamblea del Pueblo para que fuesen estos cuerpos deliberantes los que determinaran -sin mencionar nombres- si procedía o no el extrañamiento de alguien, por considerarse amenazadas las libertades del pueblo o por alguna otra de las condiciones previstas para el caso, Una vez tomada la resolución, sí esta era afirmativa, se convocaba a las diez tribus en Asamblea General para que cada ciudadano en su tribu, colocara un caparazón de ostra con el nombre de la persona que, a su juicio, debería salir del territorio por representar un peligro para la República. El escrutinio lo ejecutaban nueve Arcontes. Si el cómputo final acusaba una votación no menor de seis mil votos para algún ateniense, el designado debería marcharse dentro de los tres días siguientes. La duración de la pena fue -al principio— de tres años, posteriormente subió a cinco y luego después se prolongó a diez. El pueblo – empero- se reservaba el derecho de hacer retornar al expatriado y usó de él dos veces: una en favor de Arístides y otra en favor de Cimón.
A pesar de que muchos historiadores coinciden, en que fueron 22 las víctimas, únicamente se sabe los nombres de diez: Hiparco, Arístides, Temistocles, Cimón, Tucidides. Alcibiades, Megácles, Califas, Danzón e Hipérbolo, este último, un ciudadano sin importancia cuya precaria personalidad distaba mucho de merecer que así se le juzgase.
Debido a que su imposición recayó en un hombre de tan baja extracción social, el «Ostracismo» quedó en ridículo, causa que motivó la eliminación de la jurisprudencia a pesar de que siguió vigente como ley de la República.
En otras repúblicas griegas, tales como Argos. Mileto. Efeso y Siracusa, se usaba un sistema análogo al «Ostracismo», con la diferencia de que allí las votaciones se hacían en hojas de Olivo en lugar de conchas, por cuya causa se denominó «Petalismo». En ningún caso hubo confiscación de bienes ni pérdida de derechos ciudadanos.
En la Roma Imperial, la expulsión se produjo en formas diversas, aunque con un mismo resultado: El exilio. Un cuerpo de leyes severas regulaba el procedimiento.
Una de estas formas consistía en la «Interdicción del Fuego y del Agua» en cierta región, o sea la prohibición de usar estos elementos en el área previamente determinada. A Cicerón — por ejemplo— se le prohibió utilizar el fuego y el agua en 400 millas alrededor de Roma, con lo cual —tácitamente— se le conminó a abandonar dicho perímetro hasta que una «Lex Centuriata» le permitió el retorno sin restricciones.
Los romanos practicaban también la. -Deportación en una Isla» (Deportatio in Insulana), introducida por el emperador Augusto, por medio de la cual los reos eran enviados a las pequeñas islas cercanas a las costas de Italia, o bien a las que existen en el Mar Egeo. Esta condena suponía la pérdida de los bienes y los derechos ciudadanos, aunque posteriormente, Teodosio y Valentiniano dispusieron reducir la confiscación a la mitad de los haberes, en caso de que el sentenciado fuese padre de familia.
El «Fuero Juzgo» instauró el «Destierro Vitalicio» por delitos en contra de la moral y la honestidad. No se podía regresar jamás, y se aplicaba generalmente a las mujeres que ejercían el «comercio sexual».
Los romanos tenían —asimismo— «La Deportación», que era una pena más benigna, por cuanto únicamente suponía la obligación de habitar en la región señalada por la sentencia, pero sin pérdida de los derechos ciudadanos, mucho menos de los bienes; no era de duración perpetua. Ovidio fue confinado a Tomi, ciudad del Euxino, en virtud de esta ley.
La mentalidad que inspiró a los legisladores romanos, para la dación de estas leyes, fue el concepto de que el destierro implica «la muerte civil», quien lo violase incurría en delito penado con la muerte.
Los clérigos fueron sancionados por los jerarcas de la iglesia, en caso necesario, con otro tipo de extrañamiento que se imponía a título de penitencia, pero siempre deportación.
Pero la historia antigua, tiene otros testimonios acerca del exilio. ¿Qué otra cosa —sino un destierro masivo— es el Exodo dirigido por Moisés para liberar a los hijos de Israel de la servidumbre y la tiranía que les impusieran los egipcios? ¿No ea acaso la traslación, a los terrenos de las sagradas escrituras, de un intenso afán de eludir la injusticia, y la búsqueda de una vida nueva en las Tierras de Canaan?
Los hijos de Israel y sus familias «entraron con Jacob en la tierra de Egipto». «Y todas las almas que le nacieron del muslo de Jacob fueron setenta.» Y los hijos de Israel «crecieron y multiplicaron, y fueron aumentados y corroborados en extremo; y llenóse la tierra de ellos”.
La intensiva natalidad de los hebreos despertó la suspicacia del Faraón, a tal grado que temiendo por la seguridad del país en el caso de una posible alianza de los israelitas con algún enemigo invasor, dispuso poner freno a la excesiva procreación. Se valió de inhumanos recursos para conseguirlo, aumentándoles loa tributos y forzándolos a trabajos exhaustivos. La proliferación de aquella raza no daba señales de disminuir, por el contrario, cada vez parecía más fecunda.
En vista del fracaso anterior, el Faraón ordenó a las «parteras» que diesen muerte a cuanto hijo varón naciese de madre hebrea, pero aquellas incumplieron dicha orden pretextando que esas mujeres eran más robustas que las egipcias, de modo que cuando llegaban a prestarles su asistencia, el alumbramiento se había producido.
En respuesta, el Faraón generalizó la orden a todo el pueblo egipcio: «todo varón nacido de madre hebrea, deberá ser lanzado a las aguas del río, dejando vivas únicamente a las hembras». El Nilo sirvió de tumba a infinidad de niños, pero uno de ellos fue rescatado por la hija del Faraón una tarde que paseaba con sus doncellas por la ribera, al cual dio por nombre Moisés, que significa: «salvado de las aguas».
Moisés estaba destinado a cubrir una gran misión histórica: prohijado por la princesa, en su juventud dio muerte a un egipcio que hirió a un hebreo, por cuya circunstancia huyó a las tierra de Madián, en donde casó con una hija del sacerdote Jetho
Un día, mientras abrevaba las ovejas de su suegro, se le apareció Jehová, Dios de Abraham, de Isaac y de Job, entre las llamas de una zarza incendiada. Le mandó sacar de su pueblo de Egipto para conducirlo a la tierra prometida de Canaan, «una tierra buena y ancha, tierra que fluye leche y miel.»
El «corazón endurecido» del Faraón se negaba a autorizar la partida de los hijos de Israel, a pesar de que se convirtieron en sangre las aguas del Nilo y «el polvo de la tierra en piojos», a pesar de todas las plagas que azotaron a las plantaciones agrícolas, a pesar de la muerte de todos los primogénitos egipcios, lo mismo los humanos que las bestias.
Moisés manda salir a sus hermanos y encabeza el éxodo. El Faraón los persigue con sus carros guerreros. Moisés tiende su mano sobre el «Mar Bermejo» y las aguas se separan para dar paso a los fugitivos. El faraón entra con sus carros detrás de los hebreos, a los dominios del mar, pero entonces Moisés tiende nuevamente su mano y las aguas se, vuelven a juntar, aplastando a todo el ejército egipcio.
Moisés lleva a las tierras de Canaan a sus hermanos, pero él no puede entrar en aquella «tierra ancha y buena que mana leche y miel» por haber desobedecido en una oportunidad a su Dios.
Es acaso el más dramático destierro colectivo de que se tiene memoria, es todo un pueblo que va al exilio, fuera de la tierra en que ha nacido, en busca de la libertad y la justicia.
Hemos visto cómo en la antigüedad el exilio se produjo, ya ante la necesidad de salvaguardar las libertades del pueblo, en los atenienses; como medida punitiva contra los infractores de las leyes, en los romanos; como lucha contra la esclavitud y la servidumbre, en los hebreos. Pero también en la antigüedad el exilio sirvió para sobrevivir a la persecución y a la angustia. La «huida a Egipto» libró al aún «Niño Jesús» de la matanza ordenada por Heredes el Grande, emperador de Judea, el día de «los inocentes». Este es otro interesante pasaje bíblico, que nos da cuenta del exilio de Jesucristo en su infancia, Cristo fue también un exilado.
La historia está llena de ejemplos que podrían mostrarse. El de Napoleón Bonaparte es un caso distinto a todos los que hemos examinado antes.
Más que nada Napoleón huía de si mismo, pues no se resignaba a enfrentar la realidad de ver marchitas sus glorias, apagados sus bríos, opacada su grandeza, domeñada su soberbia de gran emperador y guerrero invicto. ¿Dónde estaba aquel brazo titánico blandiendo el acero triunfante? ¿Dónde aquella austeridad que vertebró ejércitos invencibles en días apoteósicos? ¿Dónde aquella férrea masculinidad que cegó con sus fulgores de gran capitán a las más bellas mujeres de Europa? Alguna razón ha de asistir a Heráclito cuando afirma que «no nos bañamos dos veces en el mismo río, y que el origen de todo cuanto existe no es un ser sino un devenir. La vida misma no es, sino deviene, viene a ser para dejar de ser lo mismo que el hombre. Y en ese ser y dejar de ser el hombre va esfumando sus mejores años en el tiempo, en la flaqueza. Napoleón ya no era el de antes, el estratega más grande de su época. Los años pesan mucho y no hay quien pueda sustraerse a sus designios ineluctables. La causa de Napoleón es a menudo reprobada por su injustificable afán de dominación y su ambición sin freno, pero sus personales aptitudes militares son glorias legítimas, incuestionables. Pero al final, este hombre ya no es ni un pálido reflejo del otro Napoleón, el que acometió, dominó y venció con casta y bravura. No, de aquél apenas si queda un remedo cansino y decepciona. Se le obliga a abdicar y se retira a la Isla de Elba, rehace algún pequeño ejército y toma a París para convertirse en un ridículo «emperador de cien días». La pérdida de Waterloo es decisiva en su vida: el enemigo es poderoso. Napoleón ataca el 18 de junio de 1815 a Wellington, pero Blucher le destroza el flanco derecho y lo derrota. El 20 del mismo mes, la Cámara lo conmina a abdicar y tiene que hacerlo, porque ya está cargado de hombro, su brazo no responde con la misma obediencia, es humillado y vencido. El 15 de Julio zarpa en el «Bellerophon» con rumbo para América. Pero cambia de opinión y quiere entregarse a la ‘ “magnanimidad» de los ingleses, éstos no se permiten vivir en su territorio y va al exilio, a la Isla de Santa Elena, allá lejos donde se encuentre a solas consigo, sin saber nada de nadie y tratando de que nadie sepa nada de él. Va en el navío inglés “Northumberland” desembarca en Jamestown (único puerto de la isla) el día 17 de octubre de 1815. Hasta el gobernador de Santa Elena, Hudson Lowe, se porta insolente con él, y lo tolera porque no tiene ya a su insigne ejército, es ahora un hombre cualquiera, como cualquiera de todos, le toca ahora obedecer. Allí apura el cáliz de su miseria y de su desolación. Pasan muchos años; una enfermedad hereditaria, agravada por una úlcera estomacal, lo precipita en las encrucijadas de la muerte, la cual llega el 5 de mayo de 1821, cuando los sacerdotes Vignali y Bonavíta habían «entregado su espíritu a la Divina Providencia». Tan sólo alcanza a expresar sus últimos deseos: que se le entierre en el valle del geranio y que sus cenizas sean trasladadas a orillas del Sena, “en medio de ese pueblo francés al que tanto he amado”. Ambos deseos se cumplen. Desde 1840 sus restos se encuentran en «Los Inválidos». Allí reposan las cenizas del gran Emperador ¡muerto en el exilio!.
La dominación colonial engendra lucha, la lucha, conduce a la muerte, a la cárcel y al exilio. El siglo pasado representa para el continente americano, uno de los capítulos más angustiosos de su historia: la contienda por la emancipación política y económica de los pueblos del Nuevo Mundo, uncidos por tres siglos al yugo español.
Una de las páginas más cruentas de aquella gesta libertaria la escribió Cuba. El movimiento independentista de este país antillano es posiblemente el más dramático y prolongado de todos los de su género, y el que ha dado un saldo mayor de muertos, prisioneros y desterrados. ¿Quién no sabe que a raiz del «Grito de Yara» toda una pléyade de varones conspicuos, esperanza de la Patria, tuvo que salir al exilio a expiar «el delito» de ansias para la isla cubana, la soberanía y e1 respeto que ya habían conquistado sus hermanas del Continente.?
De toda la emigración cubana podríanse extraer nombres ejemplares, entre los cuales sobresale, por su consistencia intelectual y política, el de José Martí.
España, Estados Unidos, México, Guatemala, Venezuela, supieron del peregrinar constante del Apóstol de América, de su paso certero prodigando amor, ansiando libertad para su patria (para todas las patrias), derramando sabiduría, poetizando la vida, aprendiendo de la vida misma para enseñar a sus hermanos, desentrañando la experiencia ajena para unirla a la meditación y forjar su propia experiencia. Para Marti el exilio fue tribuna, cátedra, enseñanza y tormento en la impaciencia mística del amor a su tierra, Cuba subyugada, goce espiritual en el amor a la humanidad, en el amor a la libertad. Para Martí el exilio ha sido fuente de sabiduría, motivo de estudio, de modelación intelectual, incubación de genialidad.
Sensibilizado su espíritu, cristalizada su conducta, forjado su genio, abre las anchas compuertas de su alma y traduce en obra fecunda y doctas enseñanzas todo el tesoro que encierra su mente, su palabra es además un límpido mensaje de amor y de fe. Después, deja la seguridad del exilio y retorna a su Patria para sellar con una muerte consciente, no rehuida, una de las más apasionantes biografías que conoce la historia americana.
Este siglo XX que nos ha correspondido en suerte vivir, ha dado al problema del exilio una serie de notas características sin precedente. Ha sido un siglo de los tiranos que, arraigados en el poder, conscientes le su perversidad pero segados por la vanidad, han vuelto la espalda a sus hermanos y desencadenado el terror y la masacre. El poder es tentador, es cegador; quien lo posee ilegítimamente es capas de las peores iniquidades para, retenerlo. Manda matar, aprisionar, desterrar para ahogar toda aspiración libertaria, porque si no lo hace muere, sucumbe. En todas partes, donde gobiernan tiranos es igual. Los que protestan, los que manifiestan su inconformidad, si no mueren van al exilio.
Las convenciones que sobre el derecho de asilo diplomático han celebrado los gobiernos americanos en La Habana y Montevideo, para facilitar la forma de escapar legalmente del alcance de la barbarie, no es más que la interpretación jurídica y humana de una realidad inconfesada pero actuante.
Pero este ha sido también el siglo de otros acontecimientos que por su magnitud, por la honda conmoción que han suscitado, han precipitado a la humanidad por los caminos tortuosos del extermino, la persecución y el destierro. La mayor parte de estos acontecimientos encuentran su germen en la «lucha de clases».
A fines del siglo pasado, Karl Marx proclamó la pública posesión de los medios de producción, como la única forma de eliminar la explotación del hombre por el hombre.
Pero esta tesis, lanzada a fines del siglo pasado, no encuentra cauce real sino hasta a principios de la presente centuria, en que cae el zarismo de Rusia baje el empuje de las fuerzas dirigidas por V. L Lenin, fundador del «País Soviético».
Nadie ignora la mano férrea que tuvo que aplicar el nuevo régimen para sobrevivir, mientras occidente purificaba y magnificaba la democracia, bajo la mano sabia y bondadosa de Franklin D. Roosevelt, que enarbolaba la bandera de la libertad de temor, libertad de conciencia, libertad de miseria. Roosevelt es, sin duda, el hombre más grande en la primera mitad del siglo XX.
Entre estas dos corrientes que impulsaban al mundo: la democracia en occidente y el comunismo en oriente-, surge el genio demoniaco de Adolfo Hitler, racista, pagano, soberbio. Crea la fatídica doctrina de “Nacional Socialismo», que no es otra cosa que un vasto plan de dominio y servidumbre a que deseaba someter al mundo entero, en extraña connivencia con el Duce Mussolini y el «Imperio del Sol Naciente».
La primera víctima fue España, convertida en campo de experimentación para comprobar la eficacia de las armas, el radio de acción de los aviones y el poder destructivo de las bombas que servirían a Hitler para sojuzgar a la humanidad. Desde Alemania e Italia exporta la tragedia a través de Francisco Franco. Sobrevienen tres años de bombardeos, de batallas apocalípticas y destrucción masiva que consumieron la vida de España. ¿Y después?… La miseria, el nuevo éxodo en que más de setecientos mil españoles se ven obligados a dejar su tierra, transitando al garete por todos los caminos del planeta, sin pan, sin esperanza, sin aliento.
Claro que para justificar el horrendo crimen cometido contra España, se rodeó a la causa franquista de una aureola doctrinaria en que las huestes hitlero-mosolinianas se disfrazaron con el ropaje de la tradición española, defensora de los principios religiosos que alientan en el pueblo.
Convencido Hitler de su poderío, se lanza desesperadamente en pos de la conquista mundial. Fue necesaria la concurrencia de las armas y la ciencia de las naciones democráticas y los recursos de la Rusia Soviética, para contener la vertiginosa marcha de los ejércitos prusianos del tercer Reich.
Vencido Hitler, muerto Roosevelt, la postguerra no ha sido menos dramática, dadas las profundas contradicciones que surgieron entre occidente y oriente, y que nos han llevado a esta guerra fría que ahora conmueve a la humanidad. Esta guerra fría conduce también al exilio, en forma impresionante.
Y es que al finalizar la segunda guerra, varios países vecinos a la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas URSS, tomaron por asalto el poder mediante la acción de los partidos comunistas, entrando a formar parte del bloque de naciones que constituyen el frente prosoviético. Entre estos países se destacan Checoslovaquia, por su alto potencial industrial y la milenaria China, por su densidad de población.
Occidente —mientras tanto— extrema sus medidas de seguridad. Este hemisferio ya no quiere tratos con los comunistas. Bajo la dirección de los Estados Unidos e Inglaterra, el frente occidental está polarizando hacia sus dominios a todos los países de la esfera capitalista. Aquellas potencias usan de su influencia para conseguir que en todos los países que gravitan en derredor suyo se proscriba y se reprima por la fuerza la infiltración comunista. De esta represión surge una gran cantidad de exilados políticos, puesto que las medidas que se adoptan se orientan no sólo a los comunistas o procomunistas, sino a todos los opositores al régimen imperante. Y es que algunos gobernantes del mundo occidental, que se sienten amenazados por sus propios pueblos, han encontrado un magnífico pretexto para ganar la protección de los más fuertes: la lucha contra el comunismo. Pero lo que nunca confiesan, es que bajo este pretexto esconden sus verdaderas intenciones: eliminar a sus enemigos. Europa, América, Asia y Africa pueden mostrarnos terribles ejemplos históricos a este respecto. El caso de Guatemala acaba de producir el número más fuerte de exilados políticos que registra la historia de América.
Hemos tratado de dar una visión somera de lo que ha sido el exilio a través de la historia y procurado desentrañar las causas que lo han originado. Cabe ahora preguntarse: ¿Habrá algún medio de evitar que los hombres se vean impedidos en el futuro, a prescindir de todo aquello que por derecho de nacimiento les pertenece? Los más pesimistas, y aún los poco optimistas, creen que esto es «un mal sin remedio», sin embargo, nunca está demás martillar en la conciencia de los estadistas y los políticos, a fin de que se revisen procedimientos y se establezcan normas de convivencia que permitan a cada uno vivir y disfrutar de la tierra que le ha dado la vida, cualquiera que sean sus ideas políticas y la manera de entender el bien.
0 comentarios