Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Cuando Inmaculada arriba a la edad de siete años, Generoso y Román comienzan a vivir sobre ascuas. El peso del secreto los agobia, atormenta y les crea un enorme sentimiento de culpa que, en parte, mitigan ayudando, espiritual y materialmente a los padres atribulados. El zapatero ora, prende velas y realiza ofrendas. El enterrador, con el auxilio de Candelaria y otros amigos del barrio, al fin logra comprar un refrigerador pequeño y de uso, cuya necesidad se viene planteando desde los tiempos de la preñez de Juana.
-Mi ahijada, al menos, tomará el agua un poco más fresca -manifiesta el día que se aparece con la nevera.
Inmaculada ese año, el año de su muerte física, pasa las horas tendida en el lecho. A ratos moja los labios en miel o en agua y no pierde de vista el frasco de vidrio, lleno de alcohol, donde flotan los restos del lagarto. A veces, el espectro de Susanita, con la pequeña Patricia a cuestas, deambula por la pieza.
Paradójicamente, en la medida que el cuerpo infantil de Inmaculada se reduce, los ojos concentran un arrebato fulgurante de vida eterna. Su voz adquiere un matiz de oculta e inaudible sonoridad que toca, con sentimientos balsámicos, a todo aquel que la visita.
Un domingo dos de noviembre, día de los Fieles Difuntos, Inmaculada despierta con el primer rayo del alba. Para cumplir los ocho años de edad le faltan cincuenta y siete amaneceres. Siente que va a morir y llama a los padres. Les anuncia la partida y pide despedirse de los padrinos, tío Aquilino y demás familiares y afectos.
A Felipito se le anuda la garganta y Juana se estremece de llanto.
Entonces, la pequeña entona una parte de la canción que “los niños exploradores” dedican a los que marchan primero.
“No es más que un hasta luego,
no es más que un breve adiós,
muy pronto junto al fuego,
nos reuniremos otra vez”.
De manera inexplicable una atmósfera serena de contornos optimistas envuelve al matrimonio. Felipito corre a cumplir la voluntad de la hija y Juana se apura en preparar las condiciones para lo que, maquinalmente, considera un corto viaje de placer.
En pocos minutos la habitación se llena de personas. Román ruega para que la transición, de uno a otro estado, resulte armoniosa. Aquilino toma el primer aguardiente de la jornada y, al azar, abre su biblia.
-Mami -Inmaculada habla -alcánzame el pomo con el chipojo-. Gira la vista y localiza a Felipito-. Papi, suelta los tomeguines que te quedan y jamás vuelvas a esclavizar a ninguna criatura viviente.
Cuenta Aquilino que tan pronto los tomeguines levantan vuelo, Inmaculada fallece con la marca de una sonrisa en los labios. Sigue narrando que el frasco con el reptil cae al suelo. Se hace añicos y el saurio recobra vida inusitada. Afirma que la piel escamosa del lagarto adquiere un color verde lustroso. Levanta la cabeza de ojos pequeños y duros; desarrolla la membrana fina y rojiza de la bolsa faríngea. Luego, con agilidad y movimientos de cola, por una juntura, a ras del piso, de una de las paredes de tablas, escapa al exterior.
Liduvina, por su parte, jura que el camaleón se cristalizó y deshizo junto con los vidrios del pomo. También perjura que el alcohol derramado llenó la habitación con un fuerte y sedativo olor a gardenias.
Dentro de la pieza un silencio nefasto detiene el tiempo hasta que Candelaria chilla más histriónica que histérica, -Ay coñooo…! Primero perdí a Patricia, mi primera ahijada, y ahora… ¡carajo…! a Inmaculada…
En lo que sí hasta el presente, coinciden los escasos testigos sobrevivientes es que el cadáver de Inmaculada se remozó indescifrablemente, y sin participación humana, con la tersura y los colores de la primavera.
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