El entierro del enterrador

Written by José A. Albertini

18 de marzo de 2025

Capítulo XIII

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Las palabras del zapatero plantan en Juana la certeza maquinal de lo ineludible. Igualmente, sin descuidar a Inmaculada, se sumerge en un misticismo espontáneo e introspectivo de características culpables en el cual se rechaza a sí misma. Aborreciendo su cuerpo y conducta anterior se aficiona a bañarse varias veces al día. Elude la intimidad marital y se prodiga minuciosos enjuagues vaginales de agua hervida, ligada con vinagre. Fue por entonces que un principio de babeo reaparece en Felipito.

“Soy una puerca. Con la enfermedad de Inmaculada estoy pagando mis tiempos de putería y egoísmo. En el mismo cementerio me tiraba a los machos, profanando a los difuntos e indiferente a las matazones del capitán René Rodríguez. ¡Oh!, Dios mío. Perdóname o elimíname, pero no me castigues en mi hija”; se mortifica y ruega constantemente.

Y en un estertor de voluntad, cifra la esperanza maltrecha en el poeta y trovador Miguel Alfonso Pozo que, transformado en consultor de cuerpos y almas, se rebautiza con el nombre de Clavelito y proclama la cura, para todas las dolencias, por medio del agua magnetizada.

Diariamente, Juana sintoniza la emisora que radia el programa “Aquí está Clavelito” y día a día coloca un vaso con agua encima del receptor para que la fe y la décima cantada, logren la magnetización sanativa del líquido.

“Pon tu pensamiento en mí 

y haré que en este momento 

mi fuerza de pensamiento 

ejerza el bien sobre ti”.

Tan pronto Clavelito concluye la invocación musical, Juana, al igual que en los tiempos de la sangre de toro, hace que Inmaculada se tome el presuntamente milagroso, vaso de agua.

Felipito por su parte, sin dejar de preocuparse, al principio piensa que la salud de la hija mejorará con el crecimiento natural. Empero eso no sucede y con el paso del tiempo acopia señales incontrovertibles que le hablan de la gran diferencia que hay entre Inmaculada y los demás niños de la barriada del cementerio.

Inmaculada desde muy pequeña, aplicando su precoz y juiciosa inteligencia, se opone a la caza, cautiverio y venta de tomeguines. Felipito trata de explicarle que atrapar aves canoras resulta ser un entretenimiento sano y divertido, a la vez que la comercialización de las mismas ayuda a la economía familiar.

La niña insiste en liberar a los pájaros y Felipito, cansado de argumentar, termina imponiendo su autoridad paterna.

No obstante, una mañana de sol pleno, antes de que la madre se percate. Inmaculada abre las puertas de varias jaulas y propicia la fuga de un buen número de tomeguines.

En la tarde, cuando Felipito regresa del cementerio Juana, afligida, le cuenta lo sucedido. Iracundo reprende y disciplina a la hija que humilde, pero firme le dice a la pareja. “Lo hice para ganarles el cielo. Ustedes son mis padres y quiero reencontrarlos en las alturas”.

El matrimonio estupefacto por la respuesta inusual, y sin comprenderla del todo, experimenta un sentimiento sublime que se desboca en llanto catártico y la suspensión del castigo.

Inmaculada tampoco gusta de los juguetes tradicionales y travesuras infantiles, pero el día en que tío Aquilino, como lo llama, le muestra el lagarto que por años, dentro de un frasco de cristal, conserva en alcohol, la pequeña se fascina con el reptil, a tal punto que Aquilino se lo obsequia. A partir de ese momento y hasta la fecha de su deceso siempre llevará consigo el pomo de vidrio en el que flota, a capricho del fluido etílico, el cuerpo muerto de pellejo duro y gris.

Al cumplir Inmaculada cinco años de edad Juana, por presentimiento, hecha a la idea de lo inevitable y siguiendo la recomendación de Román, goza cada minuto que pasa junto a la hija. Sin embargo, a contrapelo de la ternura maternal, cada vez más, se refugia en un ascetismo frígido que realmente lo único que logra es acrecentar la saliva del marido.

Por la misma época, Felipito descubre que Inmaculada también posee la facultad de poder ver a los espectros que pululan en el cementerio.

Sucede una tarde de otoño en que inexplicablemente, por primera y última ocasión, la niña se presenta sola en el camposanto.

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