Capítulo XIII
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Liduvina, seguida por Aquilino y los demás, corre desde la cocina y dice señalando para la habitación.
-En el cuarto con la madre. Ya las comadronas no saben qué hacer.
-Aquí todavía nadie conoce si es hembra o macho -Generoso apunta suspicaz.
-Es hembra; los espíritus me lo dijeron mientras rezaba para que todo saliera bien. ¡Miel, miel de abeja, necesito miel! -el zapatero apremia.
-¡Yo tengo! Tengo mucha hecha con campanillas de pascuas -Felipito exclama.
-¡Corre y traela! -Román se exaspera.
-Creo que Román perdió la chaveta -Tiburcio comenta entre dientes.
Charito que escucha se vuelve y responde airada.
-Está en trance. Seres de luz lo guían para que salve a la criatura.
-Es un elegido de los dioses -Aquilino completa y aprieta la cubierta negra de su manoseada Biblia.
-¡Aquí está la miel! -Felipito extiende el frasco.
Román se lo arrebata de la mano y advierte al grupo.
-¡Qué nadie me siga!
El zapatero, con respiración fragosa, empuja la puerta y accede a la habitación.
Angelita Valdez con ambas manos, a la altura del busto, y los brazos estirados sostiene a la criatura inerte junto a una palangana de agua sanguinolenta que descansa sobre la superficie de madera de una cómoda vieja, cuyo espejo de azogue manchado reproduce la escena. Genoveva Santana, la otra comadrona, consuela a Juana pero en su rostro pálido se refleja el desaliento. A los pies del lecho, Candelaria derrama lágrimas silenciosas. Aprieta los puños y alternativamente muerde los nudillos para contener el desespero que trepa por la garganta y distorsiona su boca.
Las mujeres amedrentadas miran al zapatero.
—¡Ay! Román haz algo -Candelaria implora y los sollozos reprimidos escapan.
-¡Dámela! -el zapatero con movimientos bruscos se apropia de la criatura.
-¿Qué pretende hacer? -Angelita Valdez recela.
-¡Salvarla! -responde y sin miramientos deposita a la criatura encima de la cómoda.
-¡No dejes que muera, no dejes que muera…! -Juana, las facciones descompuestas, grita y apoyando los codos en la colchoneta de sábanas revueltas, húmedas de sudor y sangrasa, levanta el torso e intenta incorporarse.
Candelaria corre junto al lecho.
-No te preocupes, Román tiene mucha claridad espiritual -la tranquiliza y logra que vuelva a reclinarse.
Juana menea la cabeza de un lado a otro de la almohada. Su mirada refleja desazón y averigua.
-¿Qué tuve…? ¿Macho o hembra…?
Román, de frente a la cómoda, alza la vista. A sus espaldas, a través del espejo, contempla la imagen de la recién parida.
-Has tenido una niña -responde calmado.
-¡Bendito sea Dios! -exclama y rompe en sollozos.
El zapatero entrecierra los ojos hasta que apenas queda en el globo ocular una rendija blanca y temblorosa. Con movimientos cargados de intención ritual, destapa el frasco de miel de abejas. Despacio y murmurando una letanía ininteligible vierte el contenido sobre el cuerpo inmóvil. Las manos ásperas del artesano, llenas de cicatrices y cortaduras recientes que se coronan en dedos de uñas manchadas de tinta, esparcen la miel blanca hasta que la piel tierna adquiere reflejos bruñidos. Luego toma a la criatura por los pies y alzándola, la cabeza pendiente, le propina en las nalgas una palmada sonora al tiempo que con voz firme conmina.
-¡Inocencia, en el nombre de Dios Padre y la corte celestial te ordeno que recibas el aliento de la vida!
Un ruido gutural brota de la pequeña, seguido por un llanto estruendoso.
-¡Mi hija, mi hijita está viva! -Juana proclama.
Las parteras se abrazan emocionadas. Candelaria abre la puerta de la pieza y anuncia a los que aguardan.
-¡Está vivita y coleando!
En tropel invaden el cuarto. Felipito cada vez más inquieto, acompañado por Generoso, se retrasa.
Román recobra la compostura habitual, aunque su rostro refleja cansancio. Con cuidado, acomoda a la niña junto a la madre.
-Tienes que amamantarla enseguida y no limpiarle la miel hasta que mañana salga el sol y escuches el canto de varios gallos.
Juana, entre lágrimas, sonríe dichosa y rectifica. -Se llamará Inmaculada, no Inocencia. -Lo sé -el zapatero asiente -pero tu hija ha nacido un veintiocho de diciembre. Día de los Santos Inocentes. Además,
se lo prometí a los santos si para salvarle la vida intercedían con el Supremo.
-¿No se podrá llamar Inmaculada?
-Inmaculada puede ser su primer nombre. Inocencia el segundo y queda reservado para uso de Dios -explica y con la mirada acaricia a la pequeña.
-Si lo prometiste, así se llamará -Juana ratifica.
-Encima de ser una promesa que ayudó a salvarla, es importante que todos los seres humanos, después del nombre que los padres prefieran darle, también lleven el que sacaron en el santoral.
-¿Y eso por qué?
—Porque Dios no reconoce otro. Por él se dirige a las almas que desencarnan y escoltadas por el Angel de la Guarda y el santo tutelar, quien otorga la gracia del nombre, acuden a su presencia para rendir cuentas de su paso por la vida terrenal.
-Aunque no entiendo bien, me doy cuenta que es algo importante -Juana, impresionada, comenta.
-¡Sumamente importante! -el zapatero enfatiza- Por violar esa sencilla ley de Dios hay muchas almas penando. ¡Y ahora dale de mamar a Inmaculada Inocencia! -adquiere un tono desenfadado y simula exigir.
-¡Frente a tanta gente! -exclama cohibida.
-Caballeros, salgan del cuarto que Juana tiene que alimentar a la niña y le da pena hacerlo delante de ustedes -Román pide en voz alta.
-Pa’ fuera, pa’ fuera, si no Juana no se saca la teta -Candelaria lo secunda.
-¿Y Felipito…? Es importante que el padre venga -el zapatero dice y Candelaria va en su busca.
Familiares y amigos salen poco a poco y se reúnen en la sala.
Felipito se detiene en el umbral de la estancia. Está pálido e inquieto de emoción. Generoso, a sus espaldas, suavemente lo empuja.
-Arrímate para que conozcas a tu hija y beses a tu mujer -Román lo estimula.
El joven padre se sienta en el borde del lecho. La barbilla le tiembla y en los ojos brillan lágrimas. Toma la mano de Juana y el habla le falla.
-Es mejor que se queden solos. Y nosotros… -las pupilas de Candelaria chisporrotean de dicha -a celebrar el nacimiento de mi ahijada.
-¡Carajo!, y hasta chilindrón tenemos -Generoso se congracia.
-Sean felices -Román se despide y en su voz late una inflexión triste.
Candelaria, la última en salir, cierra la puerta tras de sí. En la sala, de buen humor, enfrenta a los reunidos y exige.
-¡Enciendan ese radio! Pongan música que tenemos que celebrar hasta que salga el sol.
-¡A beber aguardiente que el Creador nos quiere felices! -Aquilino prorrumpe desde un rincón de la pieza.
-¡Loca estoy por meterle diente al chilindrón! -Liduvina exagera.
-Pues a comer se ha dicho -Tiburcio remata. La radio esparce la voz de Rolando Laserie, popularmente conocido como: «El guapachoso del ritmo».
«… y a misa de medianoche a la Pastora me fuera…»
Interpreta una Guaracha con su característico estilo caribeño.
Se desata la alegría. Todos, al unísono, hablan y ríen. Vasos de licor y platos rebosantes de comida circulan de mano en mano.
Un serio Generoso aproxima los labios al oído de Román y murmura.
-Tengo que hablar contigo. Han pasado cosas extrañas. -También yo contigo -el zapatero responde en el mismo tono-. El secreto que guardo es demasiado peso para mí solo.
Si lo comparto con alguien de confianza, espero que las entidades superiores no se ofendan.
-Vamos al patio. Allí podremos conversar sin tanto corre corre ni empuja empuja -el sepulturero sugiere y mira con frialdad a los festejantes.
-¡Eh ¿Y ustedes a dónde van…? -Candelaria, juguetona, les cierra el paso -¿No piensan comer chilindrón?
-Al patio; a compartir sin tanta bulla -Generoso suena áspero.
-¿Pasa algo con la niña…? -Candelaria se alarma.
-¡Nada mujer! -el enterrador suaviza la voz-. Ya te dije que aquí adentro hay mucho ruido y nosotros, después de tanto susto, queremos tomarnos un aguardiente con tranquilidad. Sírvenos un par de vasos.
-¿Y no piensan comer…?
-Más tarde -Román contesta y sonríe.
Candelaria escancia el licor y ambos salen al patio. La ventana de la cocina los persigue con un tímido ojo de luz.
Un viento oscuro y esponjoso se ondula en el follaje del mamoncillo. En la rama baila la cabeza del chivo y las moscas arrecian la voracidad sonora.
El enterrador paladea el aguardiente y espontáneo piensa en el balido agónico del chivo.
-¿Qué quieres decirme? -el zapatero concreta.
Generoso carraspea, lanza la mirada contra la noche, y dice.
-El fantasma de Susanita estuvo en el paritorio. En la cama se confundía con Juana y parecía que también iba a parir. La cosa metía miedo… y eso no es bueno.
-No me sorprende -Román acota.
-¿Viste el fantasma?
-No, no lo vi, pero mis seres tutores me hablaron mientras rezaba para que el parto saliera bien. Ellos dijeron que Inmaculada nacería muerta porque el alma que le dio vida no quería encarnar.
-¿Por qué no quería…?
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-Porque es un alma superior que ya no necesita pasar por el purgatorio de la tierra.
Generoso, pensativo, se rasca la cabeza. El lenguaje del zapatero lo confunde, pero el sentido común hace que argumente.
-Hubieran mandado otra alma.
-Imposible. Inmaculada vino a la vida con la misión de castigar nuestro egoísmo e indiferencia. Para eso se necesita un alma pura y elevada.
-¿Qué boberías estás hablando? -Generoso se irrita.
-Ninguna bobería. Aquí en el Barrio del Cementerio poco nos han importado las injusticias que producen dolor y el olvido no las cura.
Un escalofrío recorre el cuerpo del enterrador.
-Tú y tus brujerías… -simula desdén y moja los labios en el aguardiente.
Román aprieta las mandíbulas. Disculpa el tono del amigo y calmoso replica.
-No soy ningún brujero. Nací con facultades espirituales que no pedí y que realmente hubiese preferido no tener. Ver y conocer antes que los demás hace que sufras por adelantado.
-Es verdad -el sepulturero asiente-. Tampoco pedí ver muertos y los veo. Y eso lo único que me trae son jodederas continuas -por un instante permanece absorto-. ¿Quién convenció al alma para que entrara en el cuerpo de Inamculada? -la curiosidad lo anima.
El zapatero sonríe ladino. La noche se apropia de la expresión y con acento confidencial dice.
-Los seres tutores me soplaron al oído que era un espíritu goloso. En la reencarnación anterior adoraba los dulces y la miel de abeja.
-Ahora entiendo tu afán por buscar miel y embarrar a Inmaculada. ¡Le jugaste sucio al espíritu! -Generoso exclama y suelta una risa nerviosa.
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-No le jugué sucio, porque aunque ya era un alma en vías de elevación, una nueva vida en la tierra la beneficiará en la unión definitiva con la armonía universal.
La explicación turba al enterrador.
-La gente leída y escribida, como tú, cuando hablan enredan la pita -manifiesta y frunce los labios. . -Lo importante es sentir. El entendimiento viene después.
-Bueno… Eso lo puedo entender -Generoso dice inseguro—. Pero lo que si no me cabe en la cabeza es que Inmaculada vino a castigarnos. ¿Castigar qué…? Nunca me he metido con nadie -justifica-. Por la parte que me toca, vivo mi vida y ayudo a todo el que pueda. Siempre y cuando no quieran partirme la siquitrilla -hace la salvedad.
-Hemos sido egoístas e indiferentes -Román recalca.
– ¡ Y sigues con la misma pejiguera), -el enterrador exclama y evasivo bate el aire nocturno con las manos.
El zapatero sonríe melancólico y la noche se apropia de la expresión.
-El cementerio está lleno de seres asesinados por la injusticia. Y la compasión, si es que en algún momento la llegamos a sentir, fue muy corta-expone con voz pausada-. Aquí fusilaron a ocho estudiantes de medicina. Incluso, algunos vecinos nuestros formaron parte de los voluntarios que pedían la muerte de los jóvenes para desagraviar la memoria de Gonzalo de Castañón. Después apareció Valeriano Weyler y los camiones rusos que, hasta el tope venían llenos con las víctimas de la reconcentración. Los muertos que descargaban los caminones KP3 de Weyler, apestaban a hambre, enfermedad, miseria y desespero. Y no hubo fosa ni tierra que por años, escondiese el mal olor. También hay que sumar el montón de negros que el ejército constitucional mató cuando aquel rollo de la guerra racial. Y, para ponerle la tapa al pomo, el capitán Rene Rodríguez, en nombre de una extraña revolución vomitó y defecó odio en cada rincón del cementerio hasta que sus propios huesos chocaron con la tierra.
Generoso apura el resto del aguardiente y estima.
-La gente, y yo entre ellos, lo único que hace es tratar de no morirse antes de tiempo. No es bueno comprar broncas ajenas -queda absorto, pero al instante la curiosidad lo aviva-. Si sabías lo que va a pasar, ¿Por qué ayudaste a que Inmaculada naciera?
-Porque de todas formas el castigo venía e Inmaculada lo trae por el camino del amor. -¿Amor…?
-Sí; amor. La vamos a querer tanto que verla vivir para morir prematuramente será nuestra pena. -¿Morirá pronto? -A los siete años.
-¿Qué clase de jiña? -el enterrador maldice-. ¿Sufrirá mucho?
-Nada. Los males serán asimilados por el alma que le dio vida.
-¿Qué enfermedad tendrá? -Ninguna y todas.
-No entiendo… -Generoso se impacienta.
-Se irá apagando como la luz de una vela.
-¡Pobres de Juana y Felipito! ¿Les contamos…?
-Mejor no. Son los padres y bastantes tragos amargos tendrán que enfrentar a partir de hoy.
-¿Por qué ellos tienen que pasar por semejante jodientina?
-Exactamente no lo sé, pero siempre hay elegidos.
-¿Y ahora qué hacemos? -Generoso inquiere con dejo maltrecho.
-Callar para siempre. Ni tu Candelaria ni mi Charito deben saber nada. Y nosotros, a partir de este momento, jamás volveremos a conversar sobre el tema. Esto es un secreto de tumba -resuelve tajante.
El enterrador voltea el vaso vacío.
-Me hace falta un trago -dice maquinalmente.
-Yo necesito más de uno -Román señala taciturno. Sin embargo, al instante, con alegría cuestionable, exclama-.
¡Vamos, vamos adentro a comer chilindrón y brindar por la llegada de tu ahijada!
TT
Luego del nacimiento accidentado de Inmaculada y un fin de año festivo, Generoso y Candelaria ultiman los detalles del bautismo.
Inmaculada Inocencia Dopico Bucarano es sacramentada el domingo seis de enero, día de los Santos Reyes Magos. Ángel Tudurí, párroco de la iglesia del Carmen, toma el agua bendita de la centenaria pila bautismal, construida en el año 1775, con una piedra caliza obtenida del cerro Capiro. La criatura, en brazos de Candelaria, llora al recibir sobre su tierna cabeza la fría mojadura de la fe.
Concluida la ceremonia religiosa y antes de abandonar el templo, Juana advierte a los presentes.
-Nosotros la llamaremos Inmaculada. El nombre de Inocencia es para uso de Dios.
Inmaculada desde muy pequeña, según lo profetizado por Román el zapatero, muestra una salud frágil que se concreta en inapetencia, delgadez excesiva, crecimiento retardado, fiebres frecuentes, males estomacales y erupciones cutáneas. El único alimento que acepta, en cantidades pequeñas y paladea con gusto, es la miel de abejas.
No obstante, posee una inteligencia clara que se desborda en el mirar azabache de sus ojos, grandes y límpidos. A los ocho meses de nacida comienza a hablar, aunque demora dos años en dar los primeros pasos.
Juana por mucho tiempo, miércoles tras miércoles, temprano en las mañanas, lleva a Inmaculada a las consultas gratuitas para gente pobre que, en el dispensario El Amparo, brinda el doctor Rafael Ruiz Miyar, Filio para amigos y pacientes.
Varios meses de reconocimientos físicos, pruebas clínicas y tratamientos medicinales no arrojan luz respecto a los males que aquejan a la pequeña ni tampoco la mejoran.
Llega el día en que Filio Ruiz Miyar, confundido e impotente, le confiesa a Juana.
-Sé que la niña está enferma porque tiene síntomas y ya no puede más de flaca. Pero en placas y análisis no sale nada y las medicinas que le receto, por buenas que sean, no trabajan en su organismo. Es como si tomara agua de jeringa.
Juana no conforme con el diagnóstico del médico, redobla su trabajo como costurera y le exige a Felipito que ahorre más y gaste menos. Los compadres. Generoso y Candelaria, también hacen su aporte económico y al fin Juana logra internar a la hija en un hospital privado donde, sin obtener resultados positivos, agota hasta el último centavo.
Al borde del paroxismo y estimulada por Candelaria, visita cuanto adivinador y curandero le recomiendan.
En Casilda, pueblo costero de pescadores, consulta a Juani-
co Puerta.
El santero, después de comerse un tabaco encendido, se aletarga por un rato hasta que el espíritu de la fallecida dama trinitaria Delia Rosa Brunet domina su anatomía de mulato rollizo y habla, con voz femenina y culta, por la boca de labios color caimito. «La pequeña tiene que tomar un vaso diario de sangre fresca de toro o de buey».
Juana, de regreso al hogar, no pierde tiempo y por mediación de Aquilino conoce a Sinesio, jefe de los matarifes del matadero municipal.
Sinesio accede a cooperar, pero aconseja a Juana.
-Debes traer a la niña antes que salga el sol. Toros y bueyes son los primeros en ser sacrificados. Los tuberculosos del pueblo vienen bien tempranito y se fajan por la sangre. Los viejos negros congos dicen que cura los pulmones. A tu hija se la guardaría, pero la sangre se coagula enseguida. Para tragarla como agua hay que tomarla tan pronto sale de las venas del animal.
Juana en madrugadas húmedas y frías, motivada por Ja creencia de la sangre y armada con un jarro de peltre, durante
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semanas, conduce a la soñolienta y dócil Inmaculada hasta el portón del matadero.
Tan pronto ocurre el primer sacrificio esperado, Sinesio aparece con un cubo lleno de sangre espumosa. Pero antes de complacer a los tuberculosos harapientos, llena el recipiente de Juana que cariñosa estimula a la hija. «Tómatela para que crezcas sana y fuerte».
Inmaculada obediente y con aire lejano aferra el jarro entre sus dos manitas y bebe hasta finalizar el contenido. Invariablemente la madre se estremece de pavor al descubrir sobre la boca de labios infantiles la orla oscura de la sangre que, a la luz lechosa del amanecer, huele a saña perversa.
Y aunque ingerir sangre no mejora ni empeora a Inmaculada, las madrugadas de neblinas y lunas frías si resienten su salud endeble.
A raíz de este nuevo contratiempo, un razonamiento simple inculca en Juana un rayo de ilusión: «Si Román la salvó cuando nació, también ahora podrá curarla».
El zapatero, por mucho tiempo, desde la época del alumbramiento, de manera inteligente y cauta, esquiva opinar en torno al estado físico de Inmaculada. Pero esta vez, frente al requerimiento de Juana, no puede eludir dar una respuesta plausible en la que mezcla la mentira piadosa con el concejo anticipado.
-La salvaron espíritus que trabajaron a través de mí. Realmente no sé por qué es tan enfermiza. Tampoco soy capaz de sanarla. Los seres me usaron en aquella ocasión. Ellos no explican por qué y para qué hacen las cosas. Te montan, te dan espuela y te obligan a actuar. Uno pierde el control.
-Llámalos otra vez… -Juana sugiere.
—He tratado, pero los seres que estuvieron en el nacimiento de Inmaculada no han vuelto a aparecer.
-¿Entonces qué hago…? ¡Mi hija se consume poco a poco! -Juana exclama y un sollozo le rompe la voz.
-Tener fe -Román responde con entonación suave y de modo sutil trata de prevenirla para el triste y no lejano desenlace. -Por el momento disfruta la presencia y el amor de tu hija.
También dale gracias a Dios por habértela dado. Recuerda que en la tierra nada es eterno. Aquí estamos de paso. Al final todos partimos. La única diferencia está en que unos lo hacen primero y otros después.
Las palabras del zapatero plantan en Juana la certeza maquinal de lo ineludible. Igualmente, sin descuidar a Inmaculada, se sumerge en un misticismo espontáneo e introspectivo de características culpables en el cual se rechaza a sí misma. Aborreciendo su cuerpo y conducta anterior se aficiona a bañarse varias veces al día. Elude la intimidad marital y se prodiga minuciosos enjuagues vaginales de agua hervida, ligada con vinagre. Fue por entonces que un principio de babeo reaparece en Felipito.
«Soy una puerca. Con la enfermedad de Inmaculada estoy pagando mis tiempos de putería y egoísmo. En el mismo cementerio me tiraba a los machos, profanando a los difuntos e indiferente a las matazones del capitán Rene Rodríguez. ¡Oh!, Dios mío. Perdóname o elimíname, pero no me castigues en mi hija»; se mortifica y ruega constantemente.
Y en un estertor de voluntad, cifra la esperanza maltrecha en el poeta y trovador Miguel Alfonso Pozo que, transformado en consultor de cuerpos y almas, se rebautiza con el nombre de Clavelito y proclama la cura, para todas las dolencias, por medio del agua magnetizada.
Diariamente, Juana sintoniza la emisora que radia el programa «Aquí está Clavelito» y día a día coloca un vaso con agua encima del receptor para que la fe y la décima cantada, logren la magnetización sanativa del líquido.
«Pon tu pensamiento en mí y haré que en este momento mi fuerza de pensamiento ejerza el bien sobre tí».
Tan pronto Clavelito concluye la invocación musical, Juana, al igual que en los tiempos de la sangre de toro, hace
que Inmaculada se tome el. presuntamente milagroso, vaso de
agua.
Felipito por su parte, sin dejar de preocuparse, al principio piensa que la salud de la hija mejorará con el crecimiento natural. Hmpero eso no sucede y con el paso del tiempo acopia señales incontrovertibles que le hablan de la gran diferencia que hay entre Inmaculada y los demás niños de la barriada del cementerio.
Inmaculada desde muy pequeña, aplicando su precoz y juiciosa inteligencia, se opone a la caza, cautiverio y venta de tomeguines. Felipito trata de explicarle que atrapar aves canoras resulta ser un entretenimiento sano y divertido, a la vez que la comercialización de las mismas ayuda a la economía familiar.
La niña insiste en liberar a los pájaros y Felipito, cansado de argumentar, termina imponiendo su autoridad paterna.
No obstante, una mañana de sol pleno, antes de que la madre se percate. Inmaculada abre las puertas de varias jaulas y propicia la fuga de un buen número de tomeguines.
En la tarde, cuando Felipito regresa del cementerio Juana, afligida, le cuenta lo sucedido. Iracundo reprende y disciplina a la hija que humilde, pero firme le dice a la pareja. «Lo hice para ganarles el cielo. Ustedes son mis padres y quiero reencontrarlos en las alturas».
El matrimonio estupefacto por la respuesta inusual, y sin comprenderla del todo, experimenta un sentimiento sublime que se desboca en llanto catártico y la suspensión del castigo.
Inmaculada tampoco gusta de los juguetes tradicionales y travesuras infantiles, pero el día en que tío Aquilino, como lo llama, le muestra el lagarto que por años, dentro de un frasco de cristal, conserva en alcohol, la pequeña se fascina con el reptil, a tal punto que Aquilino se lo obsequia. A partir de ese momento y hasta la fecha de su deceso siempre llevará consigo el pomo de vidrio en el que flota, a capricho del fluido etílico, el cuerpo muerto de pellejo duro y gris.
Al cumplir Inmaculada cinco años de edad Juana, por presentimiento, hecha a la idea de lo inevitable y siguiendo la
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recomendación de Román, goza cada minuto que pasa junto a la hija. Sin embargo, a contrapelo de la ternura maternal, cada vez más, se refugia en un ascetismo frígido que realmente lo único que logra es acrecentar la saliva del marido.
Por la misma época, Felipito descubre que Inmaculada también posee la facultad de poder ver a los espectros que pululan en el cementerio.
Sucede una tarde de otoño en que inexplicablemente, por primera y última ocasión, la niña se presenta sola en el camposanto.
Generoso que, en compañía de Felipito, pule el mármol blanco de un panteón es el primero en divisar a la figura frágil, que más que caminar parece que levita entre tumbas, panteones e imágenes estatuarias de santos y ángeles.
-¡Carajo! ¿Qué hace mi ahijada aquí?
Felipito realiza un alto en el trabajo. Levanta la vista e
intrigado dice.
-¿Quién la trajo…? ¿Con quién vino…?
-No sé… parece que sola -el enterrador responde. Se yer-gue y la llama-. Inmaculada, niña ¿Con quién viniste?
-Sola padrino -responde. Sonríe mansa y oprime contra su pecho enjuto el frasco con el lagarto.
-¿Y tu madre, dónde está? -el padre inquiere.
-En la casa cocinando.
-¿Sabe que estás aquí…?
-No, sin que me viera salí a caminar.
Felipito piensa reprenderla, pero observa que las apariciones del camposanto la rodean y la pequeña les sonríe con familiaridad.
-Generoso, ¿ves lo mismo que yo…? -articula inseguro.
-Sí, lo veo -responde calmoso.
-\Timbales\ ¿Y te quedas tan tranquilo?
-No me extraña porque mi ahijada es una niña muy especial. Además esa gracia la pudo haber heredado de ti -el enterrador, misericordioso, falsea la verdad..
Felipito alcanza a la niña y la toma entre sus brazos.
-Inmaculada, hija mía… ¿qué ves…? -A los muñequitos.
-¿Muñequitos…? -Felipito repite el calificativo.
-Sí, los mismos muñequitos que tú y padrino ven -contesta candida.
La visión de Susanita se encima.
-¿Y a ella? -Felipito la señala.
-Susanita pasa mucho tiempo conmigo.
-¡Pero si tú nunca habías estado en el cementerio! -profiere desconcertado-. Además, ¿cómo sabes su nombre…?
-Desde que nací ella anda por la casa. Y sé quien es porque tío Aquilino, una vez, me enseñó un retrato de cuando eran novios y ella vivía en Cabaiguán.
-¡ Ay mamá! -exclama presintiendo la tristeza que está por venir. Y en gesto protector la abraza fuertemente.
-¡Cuidado papi! El pomo con el chipojo se puede romper -Inmaculada protesta.
Tierno deshace el abrazo. La deposita sobre la tierra y formula una pregunta.
-¿Le has dicho a tu madre, a tío Aquilino o a cualquier otra persona que tú ves estas… -titubea -figuras… muñequitos…? -busca un calificativo.
-No, me dirían mentirosa. Los que no ven no creen y si no creen es mejor no decirles -explica con sabiduría.
Felipito se turba. Los ojos se le humedecen y con voz cascada se lamenta.
-¡Mi hija…! ¡Mi pobre hijita…!
Los meses pasan. La envoltura corpórea de Inmaculada se deteriora. Aunque, paradójicamente, su inteligencia y carisma personal crecen.
Al cumplir los seis años de edad rehusa ingerir alimentos sólidos. Prefiere la miel de abejas blanca y cristalina que, próximas las fechas navideñas, algunas colmenas elaboran con el néctar de las campanillas de pascuas. La toma en cucharadas pequeñas que, de cuando en cuando, acompaña con sorbos de agua.
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Felipito, mientras la hija vive y obsesionado con la idea de acopiar suficientes reservas de miel, año tras año, desde finales del mes de octubre y hasta principios de enero, recorre las sabanas de Antón Díaz, Guamajal y Las Minas. Busca y castra colmenas de panales niveos.
Cuando Inmaculada arriba a la edad de siete años, Generoso y Román comienzan a vivir sobre ascuas. El peso del secreto los agobia, atormenta y les crea un enorme sentimiento de culpa que, en parte, mitigan ayudando, espiritual y materialmente a los padres atribulados. El zapatero ora, prende velas y realiza ofrendas. El enterrador, con el auxilio de Candelaria y otros amigos del barrio, al fin logra comprar un refrigerador pequeño y de uso, cuya necesidad se viene planteando desde los tiempos de la preñez de Juana.
-Mi ahijada, al menos, tomará el agua un poco más fresca -manifiesta el día que se aparece con la nevera.
Inmaculada ese año, el año de su muerte física, pasa las horas tendida en el lecho. A ratos moja los labios en miel o en agua y no pierde de vista el frasco de vidrio, lleno de alcohol, donde flotan los restos del lagarto. A veces, el espectro de Susanita, con la pequeña Patricia a cuestas, deambula por la pieza.
Paradójicamente, en la medida que el cuerpo infantil de Inmaculada se reduce, los ojos concentran un arrebato fulgurante de vida eterna. Su voz adquiere un matiz de oculta e inaudible sonoridad que toca, con sentimientos balsámicos, a
todo aquel que la visita.
Un domingo dos de noviembre, día de los Fieles Difuntos, Inmaculada despierta con el primer rayo del alba. Para cumplir los ocho años de edad le faltan cincuenta y siete amaneceres. Siente que va a morir y llama a los padres. Les anuncia la partida y pide despedirse de los padrinos, tío Aquilino y demás
familiares y afectos.
A Felipito se le anuda la garganta y Juana se estremece de
llanto.
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Entonces, la pequeña entona una parte de la canción que «los niños exploradores» dedican a los que marchan primero.
«No es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós, muy pronto junto al fuego, nos reuniremos otra vez».
De manera inexplicable una atmósfera serena de contomos optimistas envuelve al matrimonio. Felipito corre a cumplir la voluntad de la hija y Juana se apura en preparar las condiciones para lo que, maquinalmente, considera un corto viaje de placer.
En pocos minutos la habitación se llena de personas. Román ruega para que la transición, de uno a otro estado, resulte armoniosa. Aquilino toma el primer aguardiente de la jornada y, al azar, abre su biblia.
-Mami -Inmaculada habla -alcánzame el pomo con el chipojo-. Gira la vista y localiza a Felipito-. Papi, suelta los tomeguines que te quedan y jamás vuelvas a esclavizar a ninguna criatura viviente.
Cuenta Aquilino que tan pronto los tomeguines levantan vuelo, Inmaculada fallece con la marca de una sonrisa en los labios. Sigue narrando que el frasco con el reptil cae al suelo. Se hace añicos y el saurio recobra vida inusitada. Afirma que la piel escamosa del lagarto adquiere un color verde lustroso. Levanta la cabeza de ojos pequeños y duros; desarrolla la membrana fina y rojiza de la bolsa faríngea. Luego, con agilidad y movimientos de cola, por una juntura, a ras del piso, de una de las paredes de tablas, escapa al exterior.
Liduvina, por su parte, jura que el camaleón se cristalizó y deshizo junto con los vidrios del pomo. También perjura que el alcohol derramado llenó la habitación con un fuerte y sedativo olor a gardenias.
Dentro de la pieza un silencio nefasto detiene el tiempo hasta que Candelaria chilla más histriónica que histérica, -\Ay coñooo…\ Primero perdí a Patricia, mi primera ahijada, y ahora… ¡carajo…! a Inmaculada…
Fn lo aue sí hasta el presente, coinciden los escasos testi-^^cSteses que el cadáver de Inmaculada se remozo
fnlS
y los colores de la primavera.
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