Capítulo XII
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
La preñez de Juana progresa con las alegrías y malestares propios. El rostro se le deforma un poco y piernas y pies se inflaman al punto que caminar le produce entumecimientos y calambres. A medida que el vientre crece, también la espalda sufre molestias.
-El barrigón es tan grande que a lo mejor nacen jimaguas -Candelaria infiere.
En el cementerio el espectro de Susanita confronta una etapa de mutismo y especie de meditación astral que atemoriza a los enterradores.
-Es como si supiera que la que fue está muerta. Carga al fantasmita de Patricia, pero no le presta atención -Generoso analiza.
-¿Se estará cansando de esperar por Aquilino? -Felipito especula.
-No lo creo. Por las tardes cuando él viene a beber con nosotros, ella está cerca. Su rareza es por otra cosa.
-¿Qué cosa…?
-¡Si lo supiera fuera adivino! -El sepulturero exclama y levanta los brazos.
-Los demás muertos no han cambiado. Llegan, están un tiempo, joden y después se van -Felipito discurre.
-Si vamos a ver, no son muertos. Los muertos están pudriéndose en los huecos, o ya son huesos. Nosotros vemos espíritus, ánimas o fantasmas. Llámalos como quieras, pero no muertos.
-Eso es verdad -Felipito admite -aunque estos fantasmas no sienten ni ven. Son figuras de espejos.
-Pero tienen fuerza. Las apariciones de Susanita y los otros sueltan energía. ¡Y por qué no!, tal vez algún tipo de padecimiento.
-No voy a romperme la cabeza pensando qué son, o dejan de ser. Bastante desgracia tenemos con verlos -Felipito se lamenta.
-Cierto -Generoso congenia- No es fácil tener que soportar tantas pesadeces y egoísmos.
Felipito procura ahondar en el tema, pero Generoso mañosamente desvía la charla. Comienza a enumerar los entierros programados para la jornada. Cuántos serán en tumbas, cuántos en panteones y las posibilidades de obtener propinas jugosas. No desea preocupar al ayudante con la intuición que hurga en su cerebro y que Candelaria se encargó de plantar. “Tengo miedo de perder este ahijado como perdimos a Patricia, la hija de la difunta Susanita y Aquilino”; la mujer manifiesta, una noche acostados, bajo el mosquitero surcido y a punto de dormir.
Él calla y con un estremecimiento escucha el pito lejano del tren que en camino a las provincias orientales, a la altura de los terrenos de “la boulanger”, cruza la ciudad. “Tengo miedo”; ella insiste.
Generoso responde con un gruñido. Le da la espalda y finge adormecerse. Sin embargo, la preocupación lo ronda. El comportamiento desusado del espectro de Susanita le trae presagios que se agigantan con dos pérdidas humanas que lastiman la sensibilidad y marcan la memoria de los lugareños, así como un detalle adicional que le toca muy de cerca.
El ocho de octubre fallece en su lecho parroquial, rodeado de fieles que rezan, el sacerdote José Vandor. Cuenta la beata Lola Folqueras que supo del desprendimiento del alma porque la habitación olió a flores y, a pesar de ser un día gris, un rayo de sol inexplicable iluminó la faz serena del religioso y una brisa, también inexplicable, refrescó la atmósfera y alegró el espíritu de los presentes con certeza de resurrección, perdón de los pecados y vida eterna.
0 comentarios