Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
A pesar de la contrariedad Felipito se anima.
-También dile a Candelaria que aproveche y empuje a Juana para que se junte conmigo. Digo juntar, pero me caso con ella en cuanto quiera y donde quiera.
Generoso se quita el sombrero de yarey. Con un pañuelo rojo se enjuga el rostro y encogiéndose de hombros apunta.
-La verdad es que no sé si eres un santo cabrón o un cabrón redomado.
Esa misma noche Candelaria se las arregla para, junto a la verja del camposanto, conversar con la joven. Al principio niega que esté enferma.
-No tengo ardor ni picazón; ¡no me siento nada! -se defiende airada.
Tras mucha insistencia y recordarle que Felipito la quiere honestamente la convence para que ambos visiten, el próximo día, la farmacia de Arturito a la cual los vecinos más viejos llaman, en memoria del propietario anterior, “Botica Ordoñez”.
-Si de verdad estuviera enferma… ¡Qué bochorno…! -Juana se ablanda.
-Generoso habló con Arturito. Los espera mañana a las cinco de la tarde. Arturito no se lo contará a nadie. La gente del barrio confía en él más que en los médicos. ¡Ah!, y no se te ocurra acostarte con ningún macho hasta que no sepas lo que tienes -Candelaria le advierte.
-¿Ni con Felipito…?
-¡Con él menos que con nadie! El sí está agarrao.
Al día siguiente, en horas de la tarde, cuando Aquilino llega al cementerio con la habitual botella de licor, Generoso previene al ayudante.
-No pienses en darte un trago y ve a recoger a Juana para que lleguen temprano. Arturito siempre tiene mucho trabajo.
Un dependiente, delgado y envejecido, amparado por el mostrador de vidrio los aborda con gentileza distante.
-¿En qué puedo servirles?
-Arturito; queremos ver a Arturito -Felipito responde inseguro.
-¿De parte de quién…?
-Dígale que de Generoso Tacoronte; el enterrador.
El hombre voltea el rostro hacia la parte oculta de la farmacia y grita.
-¡Arturito te buscan…! -toma aire y completa-. De parte del enterrador.
Un cliente llega junto al mostrador y el dependiente se desatiende de los jóvenes.
Arturo Díaz, para el vecindario, “Arturito el boticario”, a través de la puerta del almacén asoma la cabeza de pelo blanco y con su característica voz enronquecida inquiere.
-¿Quién me busca?
-Yo… nosotros -el joven murmura.
-¡Ah!, Felipito -exclama al reconocerlo-.
Generoso me dijo que venían hoy. ¡Pero pasen! -se adelanta cortés. Les muestra como sortear el mostrador y le sonríe a Juana-. Perdonen el reguero -se disculpa cuando entran a la habitación trasera que sirve de oficina y almacén.
Junto a las paredes del aposento crecen estantes metálicos atiborrados de botes con tinturas y medicamentos. En el piso cajas de cartón, llenas y vacías, dificultan el paso. Bajo la única ventana, alta, pequeña y con barrotes, descansa un escritorio y dos sillas. En la superficie del mueble hay un teléfono, montones de facturas y varios frascos de jarabe para la tos. La ventana filtra un trozo de entejado rojo, la copa de un árbol de aguacate y la claridad de un azul distante con hilachas de nubes blancas.
Un ventilador de techo, con sus aspas ruidosas, mastica el aire y disemina un fuerte olor a alcanfor que no logra salir por la ventana.
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