Por Gervasio G. Ruiz (1955)
¿Estaba tan bien esta mañana…! ¡Y ahora ya no existe! —exclamó, desolada, Lady Fleming, la esposa del célebre descubridor de la penicilina, cuando el médico llamado urgentemente anunció que el ilustre investigador acababa de morir. Sir Alexander Fleming había muerto víctima de un sincope cardíaco, durante la mañana del 11 de marzo, en los momentos en que su salud estaba bien lejos de presagiar el luctuoso trance.
Pocas horas antes, mientras revisaba la correspondencia, habíase sentido ligeramente indispuesto. Pidió a su criada alemana que le trajera el termómetro. Se tomó a sí mismo la temperatura y bebió un poco de agua. Luego se tendió en la cama, desde donde habló festivamente con el médico, un amigo suyo, que su esposa llamara. Y cuando éste llegó, Fleming había dejado de existir.
La muerte, pues, sorprendía al ilustre sabio inesperadamente, sin que ni él mismo tal vez intuyera que estaba allí, presta a poner la fría mano sobre su generoso corazón. Había llegado como aquel extraño y misterioso hongo que un día de 1929 entró por la ventana del laboratorio donde Fleming trabajaba, en el hospital Santa María de Londres, impulsado por el viento. El inesperado y desconocido visitante iba a poner al sabio en la pista de uno de los más grandes descubrimientos médicos del siglo presente y de todos los siglos.
Fue un accidente, sin duda, un accidente afortunadísimo el que hizo posible a Fleming hallar la penicilina, contenida en el hongo aéreo y providencial que aquella mañana de 1929 penetró en su laboratorio para ir a caer sobre un cultivo de bacterias que el investigador estudiaba. Pero en el descubrimiento del maravilloso antibiótico había intervenido algo más que la mera y caprichosa casualidad. ¡Cuántos hongos penicillium habrán penetrado en los laboratorios de todo el mundo sin que alguien haya admitido su importancia!
Casualidad fue que Newton viera caer la manzana que le hizo pensar en la ley de gravitación; casualidad, que el radium dejado inadvertidamente en la gaveta de su escritorio diera a Roentgen la clave de los Rayos X; casualidad también, que Best arrojara por descuido un poco de páncreas de puerco en alcohol hirviente, de donde se derivó el hallazgo de la insulina. Sin embargo, todas esas casualidades no hubiesen tenido consecuencia alguna si la inteligencia y la paciente dedicación de un sabio no hubieran estado presentes para interpretarlas y desentrañar su accidental significado.
Por eso este género de casualidades está preservado únicamente a los investigadores, a los buceadores de la ciencia, cuya vida es una eterna búsqueda, un perenne hurgar en los secretos de la naturaleza. Fleming pertenecía a esa raza privilegiada. La penicilina no fue para él sino el premio, el fruto merecido de toda una existencia dedicada a la investigación, al laboratorio, al estudio infatigable de las bacterias. Cuando el hongo penicillium cae providencialmente sobre su mesa de trabajo han pasado treinta años de constante y paciente escrutar tras el lente del microscopio. ¡Cómo no iba a surgir la oportuna casualidad!
Alejandro Fleming, nacido en Lockfield, Escocia, el 6 de agosto de 1881, fue durante su larga existencia (tenía 73 años al morir) un incansable investigador del microcosmos, del misterioso mundo de las bacterias. Graduado médico durante los primeros años del pasado siglo, en el mismo hospital Santa María de Londres, que sería luego centro de sus trabajos de laboratorio y sus descubrimientos, se dedica por entero a la investigación. Sólo los años de la Primera Guerra Mundial, en que tomó parte como médico, interrumpen esa total y abnegada dedicación de Fleming a las puras tareas de laboratorio. Su ciencia no es la de los que quieren saber por espíritu utilitario, sino la de los que se dan enteramente al estudio por el altruista empeño de servir a la ciencia.
Bastaría decir, para demostrarlo, que, de las fabulosas ganancias obtenidas por la fabricación y venta de la penicilina en todo el mundo, el doctor Fleming no ha percibido un solo chelín. Cuando los ladrones penetraron en su modesta vivienda de Danvers Street, hace algunos meses, sólo pudieron llevarse unas cuantas joyas de muy poco valor. Fleming, el descubridor de uno de los productos medicinales que más millones han producido a los laboratorios de todo el mundo, apenas guardaba en su casa el cofre que contenía las medallas y condecoraciones con que le habían honrado casi todos los países del planeta.
Este hecho retrata por sí solo, con el trazo de la modestia y el desprendimiento, al grande hombre que moría en Londres luego de una vida plenamente dedicada al bien de la humanidad, al cristiano menester de aliviar los males de sus semejantes, cuya obra es capaz de hombrearse con la de los más ilustres sabios de todos los tiempos. Si Lister introdujo la asepsia en la cirugía, si Jenner nos dio la vacuna, si Pasteur echó las bases de la microbiología, si Ramón y Cajal alumbró a la medicina con sus trabajos histológicos y Finlay descubrió el agente transmisor de la fiebre amarilla, Fleming puso en manos de los médicos contemporáneos el más eficaz y poderoso de los remedios que hasta ahora se haya descubierto.
Pero no es la penicilina el único aporte de Fleming a la investigación médica, al acervo de la medicina contemporánea. En 1922 logra aislar la lisozima, un fermento antimicrobiano, descubrimiento del cual puede decirse que se deriva el hallazgo de la penicilina, ocurrido veintidós años después. La lisozima es el primer gran paso de Fleming hacia la gloria que habría de coronar su vida de investigador cuatro lustros más tarde. De 1922 y de ese su primer descubrimiento en el campo de la bacteriología arrancan los verdaderos trabajos de investigación realizados por Fleming durante veintidós años.
Claro que no hay razón para declarar nulo y sin valor el tiempo que Fleming ha dedicado a la búsqueda bacteriana antes de dar con la lisozima, humilde origen de la opulenta y célebre penicilina. Aquélla fue el culmen de una etapa investigadora, si no tan brillante como la que dio cima en la penicilina, igualmente digna del genio del gran descubridor, pues sin ella el hongo penicillium estaría esperando todavía algún Fleming que lo hallara. Fue el periodo embrionario, oscuro, aparentemente estéril, del investigador inclinado un día y otro sobre su microscopio, inadvertido y escondido, como el paciente cazador que espera el paso de la pieza.
He ahí lo que caracteriza al científico verdadero, lo que concede categoría de genio, pues ya éste fue definido por Goethe como una “larga paciencia”. La virtud sobresaliente del investigador es ésa, precisamente: la paciencia, a la cual, claro, han de ir añadidos la inteligencia y el espíritu de observación. Sólo así sonríe al sabio un día la casualidad de que antes hablábamos, y sólo así también el saber fructifica en frutos geniales como la penicilina de Fleming.
Digamos enseguida que acaso lo mejor del legado de Fleming a la humanidad no es la penicilina, pese a todas sus reconocidas bondades curativas, sino el ejemplo de su vida, de su desinterés, tan desusado en nuestros días, de sus prolongados y fructuosos afanes por el progreso de la ciencia médica y el bien de sus semejantes. Como la penicilina para la cura de los males físicos, la vida de Fleming ofrece un remedio infalible para la cura de muchos de nuestros males morales, que son exceso de utilitarismo, egoísmo sin límites y materialismo a todo pasto.
La penicilina—el propio Fleming hubo de reconocerlo—quizá haya perdido algo de la eficacia que tuvo en los primeros momentos, porque también los microbios y virus contra los cuales se aplica ese remedio han encontrado, al parecer, el modo de sustraerse a su acción, pero lo que no la perderá nunca y conservará siempre su prístino valor, su eficacia moral, será ese paradigma vital que Fleming nos ha dado en las virtudes de su existencia, en su perseverante esfuerzo, en su auténtica filantropía.
Hijo de una modesta familia de la clase media escocesa, Fleming no pensó en los honores, adventicias vanidades humanas, cuando decidió dedicar su vida a la ciencia y escogió para ello el camino de la medicina, hacia donde le llevaban su inclinación cordial y su vocación intelectual. Los honores vinieron luego, solos, sin que él fuera a buscarlos. Ya durante sus días de médico militar, en las trincheras de Francia, los partes de guerra hicieron mención de su nombre en más de una ocasión, No hablaban de las heroicidades del soldado, sino de las virtudes del médico. No se enumeraba a los enemigos muertos, sino las vidas arrancadas a la muerte por la pericia del hombre de ciencia. Y es que la misión de Fleming, en la guerra como en la paz, fue siempre acrecentar la vida, luchar contra los enemigos de ésta, hombres o bacterias.
En 1942, cuando el mundo oye hablar por primera vez de la prodigiosa penicilina, el rey Jorge VI concede a Fleming el título de caballero británico. Era desde ese momento Sir Alexander y entraba a formar parte de la nobleza de Inglaterra por gracia del real decreto. La nobleza, sin embargo, estaba en él, mucho antes de que el soberano de su patria la reconociera, por ley de la naturaleza; nobleza del intelecto y nobleza del alma.
Otro de los galardones que el descubridor de la penicilina conquistara fue el Premio Nobel de Fisiología y Medicina de 1945, que compartió con los doctores Walter Florey, su colaborador en la investigación bacteriológica, y Ernest B. Chain, que también participó en los trabajos para aislar el moho penicillium, esto, es, en la tarea de hacer de éste un antibiótico contra los gérmenes patógenos de muchas enfermedades. Porque si la penicilina como medicamento, como instrumento antibacteriano, nace en 1942, el descubrimiento primordial, el conocimiento de que existía una substancia capaz de neutralizar la acción de estafilococos, data de 1929, año en que Fleming realiza el hallazgo del hongo penicillium.
Esta gloria, pues, pertenece por entero al gran investigador escocés, y nadie puede disputársela: trece años antes de que la ciencia médica pudiera contar con uno de los más poderosos auxiliares de la terapéutica moderna, Fleming pronunciaba ya la posibilidad cierta de obtenerlo al observar sobre un plato de agar infestado de estafilococos que una misteriosa substancia estaba librando singular y victoriosa batalla contra las mortíferas bacterias. Era el hongo penicillium, así identificado por su descubridor.
Uno de los primeros beneficiados con la penicilina fue el propio Fleming: atacado de neumonía, enfermedad que mataba al 80 por ciento de los enfermos antes de la existencia del maravilloso antibiótico, se vio libre del mal en unas pocas horas luego de la aplicación de la droga.
Era quizá el mejor premio que podía recibir el descubridor de la penicilina, el hombre cuya vida ha sido una perpetua, hermosa, abnegada e inspiradora dedicación a la de todos sus semejantes; una vida que tiene el pleno sentido postulado por Ambrosio Paré: “La medicina no se ha concebido para provecho del médico, sino para bien del enfermo”.
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