EL CUBANO CARIÑOSO

Written by Libre Online

9 de abril de 2024

Por Eladio Secades (1952)

El verdadero cubano tarda mucho en envejecer para el amor. El orgullo de conquista va del ingreso para el bachillerato al sillón de ruedas. Que es ir del acné juvenil al reuma articular y la sopita de pan. Llega a abuelo y cree que puede seguir siendo novio de esperar en una esquina. Cuando se va la juventud, nos quedan la experiencia y el estilo. Y se produce el cubano cariñoso que apura los refinamientos, por lo mismo que empieza a desconfiar de lo físico. Contra el dolor de cada cana que le sale, tiene el recurso de ser más galante con la mujer. Y de condenar a los muchachos nuevos que no lo son. 

En el odio del veterano al “pepillo”, hay un poco de humana envidia. La calvicie prematura crea “pepillos” educados que están buscando a una señora para darle el asiento. Recordemos con tristeza la edad insolente en que no amábamos, sino hacíamos el favor de dejarnos amar. Con ese aire de generosidad del que presta sabiendo que no va a cobrar. Pero todo eso lo curan los años. Es decir, la barriga, la carne blanda, los dientes postizos. La señorita que a los dieciocho se ponía tonta y no decía que sí, porque ninguno era su tipo, un día se mira al espejo. Sin sostén y con mal humor. Y desde ese momento se contentará con un empleado de comercio que venga con buenas intenciones.

En esta época de tendencia al desnudo, se ha acentuado la vanidad de la belleza masculinidad. En los clubs con playa los hombres que no son bellos aspiran a ser simpáticos. Traen cuatro chistes para tapar la gordura. Los que tienen el tesoro de una masculinidad y una melena, creen que cumplen pasando sin mirar. Los levantadores de peso van por la arena como extrañados que no le echen piropos. Lo más sincero en las playas son las pobres viejas que no se atreven a desnudarse y los niños que juegan en la orilla con la pala y el cubo. Los otros asocian la diversión al efecto que les causa a los demás. La mujer raramente se siente satisfecha. Porque para andar en trusa está muy flaca. O porque está muy gorda. Es mucho más fácil desvestirse para complacer a uno solo, que para complacer a una multitud. 

El privilegio de cumplir las exigencias lo tienen algunas vedettes. Y muy pocas segundas tiples. Las segundas tiples son obreritas del teatro que envejecen por las piernas. Es paradójico que solo a las que tienen buenas piernas se les permite llegar tarde a los ensayos. La natación femenina es un bataclán sin música. Vemos el desfile de pantorrillas tersas y pensamos: “aquí falta el jazz-band de negros y la cortina de terciopelo”. 

Hay espectadores viejos que llevan lentes de aumento. Y es al día siguiente que se enteran por los periódicos que se rompieron dos récords nacionales. Es una crueldad en forma de penitencia admirar a distancia a esas bellezas, que nunca han de pertenecernos.  Para perder la ilusión por la mujer más hermosa, basta olvidar el resto y mirarle nada más que los dedos de los pies. Ese dedo meñique que se empina y se separa de los otros, como gozando de las vacaciones de la tortura del zapato, es la negación de lo romántico y de lo sexual. 

Un pie descalzo no es una invitación al poema. Sino a la navajita. Con esa cara de miedo que todos ponemos cuando vamos a cortarnos los callos. Todavía no se ha dado en el mundo el caso del pedicuro que se haya enamorado de una cliente. El amor eterno no existe por culpa de que en algunos momentos la señora tiene que sacarse las medias.

Se me ha sugerido la idea de unas “Estampas” sobre el cubano cariñoso. Me basta retratar a un amigo que de joven fue tenorio exigente y de viejo quiere llegar al corazón de las muchachas en puntillitas. Sin que sientan los estragos causados por el reloj. Uno de esos cubanos que les duele pagar a la mujer. Y le compran un vestido o un par de zapatos. Lo peligroso está dejarlo hablar de amor. Porque ya no sabe qué va a hacer para separarse de Luisa. Desde que se enteró la otra es una lucha diaria. De llantos y juramentos. 

Tiene miedo de que haga cualquier barbaridad. Y hay que oírlo. Por eso viene a pedirnos un consejo. Uno no sabe qué responderle. Y termina diciendo que a la verdad que lo suyo es un problema. Con lo que queda satisfecho su orgullo de mujeriego. Y se anima a hacernos un cuento más. Casi siempre de una señorita que está dispuesta a todo. Pero como él tiene el control, no se ha lanzado porque no quiere desgraciarse. El espíritu femenino es una asignatura que se cultiva como la botánica. 

Mi amigo cariñoso enamora hablando bonito. Hace veinte años que tiene el mismo barbero. Lee el mismo periódico. Y usa el mismo perfume. Es un hombre de mundo. Conoció a una muchacha todo lo idiota que es capaz una mujer joven y bonita. Ella pertenece a la clase de niñas vulgares que una vez leyeron “Los Tres Mosqueteros”. Aprendieron a bailar con vitrola. Y para darle en la cabeza a la madre que se oponía se fueron con el novio. Las que se van con el novio tienen tres caminos. El mismo novio que nunca quiere. La Academia de Bailes donde van muchos chinos. O un viejo rico. 

Mi amigo podía ser el viejo rico. Porque tiene vejez y dinero. Los viejos ricos de otros países compran el amor, igual que se compra una cámara de automóviles o un remedio para el asma. Los de Cuba hacen extraños equilibrios mentales para conquistarlo. Sin tener con qué. Agradecen los disgustos por celos. Y antes de dar para la placa, prefieren llevarla para un restorán. Lo que resulta más caro y más complicado, pero tiene mucho de aventura galante. 

Ningún sociólogo ha hablado de desventaja de la querida cubana. Que además de darse ella, tiene que dar bronca. Porque contribuir para los gastos sin que la amante pelee como la esposa legítima, es hacer un triste papel de verraco. Y eso queda para los extranjeros. Que no conocen eso. 

El criollo cariñoso, sacando el pañuelo rociado con colonia le llamó a la señora raptada “flor al garete”. Se puso cursi para observar que ella necesita un jardinero. Le habló del cielo azul y de las almas que se comprenden. Le preguntó por qué no se arregla las uñas. Y terminó prestándole una novela. Cuando se fue, iba convencido de que había dejado el terreno abonado para otra incursión de romanticismo. Pero “la flor al garete”, que sonreía sin comprender, le hizo la historia a una compañera suya, asegurándole que acababa de conocer a un camaján que estaba “tocao” del queso.

Idéntico fenómeno de dulcificación se opera en las mujeres que van entrando en grasa. Y en años. Cada pulgada de línea que le roba el calendario, la ganan en espiritualidad. La fuerza moral que tiene se la deben a lo que han aprendido en la vida. Y en las tiras heroicas del sostén. Ahora con eso del “maidenform” se ha descubierto el milagro de la belleza unánime. Por lo menos de perfil, todas las mujeres son bellas. 

A las señoras que envejecen les da asco la juventud de hoy día. La “pepilla” es un pasatiempo de pic-nic. De “camp-fire”. Y de muñequitos en colores. Pero aseguran que el hombre a la hora de la verdad tiene que pensar en una mujer hecha. Que en las vacaciones no enseñe el ombligo. Ni monte en bicicleta. Ni aúlle en el mambo. Una de esas mujeres ya maduras que en la fiesta desaparecen un rato. Porque les molesta la faja. Cubanas de las que pudieran tomar parte en un concurso de ojos bellos. Cuando el furor de las pianolas. Que era el instrumento que significaba el pacto entre la música y la gimnasia sueca. 

También cuando la hija menor que sabía recitar y al principio no quería. Y los gobernantes que creíamos que eran malos y terminaban nada más que con un chalet. Empezaba la agonía del chaleco blanco y los modistas no soñaban con aquella atrocidad que se llamó etiqueta de verano. Mitad negro. Que da calor. Y mitad claro que no lo quita. La etiqueta de verano son dos climas distintos en un mismo animal.

Un cubano cariñoso y viejo, naturalmente me decía que lo más difícil en el amor es saber conservar la ilusión. La vida íntima tiene muchos detalles desencadenadores. Más aún del baño intercalado para acá. Piensan bien los matrimonios que duermen en cuartos separados. Hacen como los boxeadores que solo responden a la hora de sonar la campana. Disparado el último golpe, cada uno va a su camerino. Mientras hay el egoísmo de la conquista, se evita lo grotesco. Cuando aparece la confianza del terreno propio por ganado, viene todo lo demás. Hasta la espinilla exprimida y la digestión de cebollas. 

Maldecimos a la mujer que se desilusiona y llega a la resignación o al pecado. Pero nunca comprendemos que la vida del hombre está llena de posturas ridículas. Procura que la mujer que te ama no te vea jugando los dados. Dando golpes en la barra. Pidiéndole a un amigo que sople en el cubilete para traerle buena suerte. Renegando porque te amarraste mal. 

Impide que la novia te sorprenda en el billar, con una pierna en el aire y la otra sobre la mesa. No hay amor que vaya más allá del efecto deplorable de un hombre lavándose la cara con los tirantes colgando. Ni buen tipo que resista la prueba de que su mujer lo vea con el conformador de la sombrerería, mientras el dependiente se apresura a apretar los tornillos.

 Después de cualquiera de esas escenas tan frecuentes en la vida del hombre se puede llegar al adulterio. Que no se sepa nunca que las poetisas duermen con la boca semiabierta y respirando fuerte. Como cualquier Contador Público. Porque lo importante es saber conservar la ilusión.

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