Por OSCAR F. ORTIZ
Leo tragó en seco y se apresuró a asentir con la cabeza gacha, todavía manteniendo la vista clavada en el piso. No le había agradado mucho que el ruso lo llamara «cabrón», y mucho menos que lo regañara como si él fuera un párvulo travieso, cuando lo que había hecho era salvar la situación… Pero por dos mil quinientos machacantes a la semana (y otras cositas más importantes que había
en juego) valía la pena tragarse la rabia y fingir una humildad que estaba muy lejos de sentir.
─Sí, patrón. Le garantizo que no volverá a suceder. ¡Lo juro!
─¡Bien! Mantente alerta y no tendrás problema. ¿Qué vais hacer con el cadáver? No puede permanecer
en el refugio.
─Claro que no. Lo arrojaré al río en cuanto pueda, pero voy a necesitar un carro; por eso vine a verlo. El que teníamos se jodió. ¿Puede conseguirme uno? Debe ser un vehículo robado.
Yuri suspiró, tanta complicación inesperada, precisamente una noche como aquélla en la que había
quedado en verse con Mirta…
─Okay ─dijo al fin─, llama a Turco y encárgale otro… ¿Eso es todo?
─Sí, patrón. Siento haberlo importunado.
Pero al terminar la frase se percató de que el ruso ya no le prestaba atención. Pavenko se había vuelto a contemplar el paso de una hermosa hembra, una morenaza de lacios cabellos negros que cruzó por su lado vistiendo un sexi vestido rojo, corto y muy ajustado. La recién llegada caminó hasta una mesa desocupada y tomó asiento, pero antes de hacerlo alzó una mano y con una sonrisa seductora a flor de labios saludó al afortunado ruso.
─¡Guau! ─Exclamó Leo─. ¿Conoce usted a ese tronco de mujer?
El hombre de la KGB sonrió ligeramente.
─Bueno, sí; es una amiga… ─pero ipso facto se tornó serio y le ordenó─. No pierdas más tiempo y corre a ver al Turco, Leo. Debemos tener un coche que funcione para nuestra próxima recogida en el muelle. Luego te daré una llamadita para ver qué tal te fue.
─Sí, claro. Que se divierta, patrón.
Con estas palabras donde se percibía cierto filo sarcástico, Leo le dio la espalda a su «jefe» y arrumbó hacia la salida del local. Sin embargo, el recuerdo de la bella morenaza persistía en él y lo hizo detenerse para volverse a contemplarla una vez más, antes de marcharse. No se sorprendió al encontrarla conversando muy acaramelada con el ruso.
«Demonios», pensó. «La cara de esa zorra me es conocida… ¿¿Dónde rayos la he visto antes??»
***
Horas más tarde, una furgoneta «Ford», color marrón, entraba al lote de aparcamiento del edificio de apartamentos con Leo al volante. Después de estacionarla al fondo del departamento que ocupaban, el «neoyorkrrican» apagó el motor y se bajó del auto. Se introdujo una mano en el bolsillo del gabán y extrajo una aplanada cámara fotográfica con un flash integral. Leo examinó el artilugio a conciencia, comprobando que la cámara se hallaba lista para ser utilizada y la retornó a su lugar de origen. En sus labios danzaba una sonrisa de satisfacción mientras se dirigía caminando hacia la entrada principal del edificio. Pero, indudablemente, el recuerdo de la hembra que había visto en el night-club permanecía aún fresco en su memoria.
Mack escuchó los toques en la puerta; Lucas también. Esta vez no hubo titubeos, ambos mercenarios se incorporaron rápidamente y sacaron sus armas. El pelirrojo cruzó el espacio que lo separaba de la puerta desplazándose en silencio y con una coordinación de movimientos poco común en un hombre de su talla. Al llegar a unos palmos de la puerta se pegó a la pared con el arma lista y buscó a su socio con la mirada. Lo encontró parapetado en un ángulo de la cocina, apuntando la pistola que sostenía entre ambas manos hacia la puerta.
─¿Quién llama? ─Proyectó Mack.
─¡Vamos, muchachos, abran! Soy yo, Leo.
El pelirrojo reconoció la voz de Leo y, sin bajar la guardia, adelantó un paso para descorrer los pestillos
y quitar el seguro a la puerta. Una vez logrado esto, regresó a su posición de alerta con el revólver listo. ─¡Adelante! ─Proyectó.
Leo abrió la puerta y penetró al inmueble para toparse de narices con el largo y negro cañón de un monstruoso «Mágnum».
─Tranquilo, Candy, aparta el cañón. Lo hicieron muy bien esta vez. Ambos tienen una faena que realizar, una vez hayan tirado el fardo en el East River, pueden tomarse el resto de la noche libre e ir a divertirse. Aquí tienen…
Dicho esto introdujo la diestra en un bolsillo y extrajo un rollo de billetes, del cual tomó doscientos dólares para dividirlos entre el pelirrojo y el negro a partes iguales.
─Va por la casa, ¿de acuerdo?
Al ver que Leo sonreía, los dos hombres intercambiaron una mirada, después se encogieron de hombros, aceptaron la plata y no tardaron en abandonar el apartamento con el ya rígido y azulado cadáver de Hippy Rick envuelto en un trozo de material impermeable. Leo los escoltó hasta la salida del fondo y esperó vigilando a que salieran para regresar al apartamento, echar los pestillos y sacar su cámara fotográfica del bolsillo.
Sonreía torvamente cuando murmuró: ─Okay, amigo Yuri, veamos cuál es tu pequeño secreto.
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