CAP. II DE XXXII
Por Oscar Ortiz
Al cundir la noticia del emplazamiento de los cohetes, la reacción del
Kremlin fue tan inmediata como brutal. Ipso facto se emitió la orden de poner en marcha un plan de contingencia a los más altos oficiales encargados de la seguridad del Estado, para responder en caso de un ataque nuclear; fue así que decidieron activar al «Colmillo atómico» de la KGB. Bajo este apelativo operaba un grupo de tareas especiales compuesto, en su mayor parte, por saboteadores rusos que fueron infiltrados en todas y cada una de las grandes ciudades costeras de la Unión Americana. Su misión consistía en introducir de contrabando minas atómicas portátiles, de esas llamadas «bombas sucias», y esperar ocultos entre las sombras hasta que el Kremlin emitiera la orden de detonarlas.
Me enteré de todo eso porque una vez los rojos pusieron en práctica su plan, fui reclutado para detenerlos a cualquier precio. Un nuevo presidente republicano mandaba ya en la Casa Blanca y los tiempos de cobardía que marcaron a la administración Jimmy Carter habían quedado atrás, aunque todavía sus debilitantes ilaciones continuaban afectando a las fuerzas armadas del país, mellando el fervor patriótico y el viejo espíritu de lucha norteamericano.
Pero a pesar de todo eso, el enemigo pronto iba a saber que aún quedaban hombres y mujeres en nuestra tierra sin temerle a la furia del Oso soviético. Todo lo que se requirió de nuestra parte fue un pequeño y retirado coronel de las Fuerzas Especiales norteamericanas y un sucinto grupo de selectos combatientes que no vacilaron en mancharse las manos de sangre ni poner sus vidas en peligro por el bien común.
Hicimos lo que hicimos para asegurarle a las generaciones venideras que los Estados Unidos de Norteamérica, como nación absolutamente democrática y soberana, mantendría su condición de superpotencia mundial por muchos años más. Así nació La Cuadrilla.
***
Cruzando la plaza de la Lubyanka ─en la zona central de Moscú─ se levanta una maciza estructura cubierta con pintura color ocre, cuyos rasgos arquitectónicos corresponden al estilo neobarroco. La dirección exacta de este palacete reza como el Número 2 de Lubyanka Ploshchad, pero casi todos los residentes de la urbe moscovita se refieren a él como el Edificio de la Gran Lubyanka. Recuerdo haber leído en alguna parte que originalmente fue erecto con fines de ser utilizado como sede principal de una agencia aseguradora rusa. Por qué acabó convirtiéndose en el cuartel general de la KGB es algo que escapa a mi entendimiento. Al triunfar la Revolución bolchevique, el edificio fue confiscado por los «ñángaras» para propósitos mucho más siniestros que vender pólizas de seguro. Lo transformaron en el cuartel de una policía secreta que ha visto más torturas y fusilamientos sancionados por el Estado que cualquier otra prisión de su clase en todo el mundo. Fue a finales del año 1983 cuando los sucesos que recrudecerían la Guerra Fría durante este último período de duración, se precipitaron. La primera calentura del conflicto entre las superpotencias tuvo lugar durante la Crisis de Octubre, casi veinte años antes, cuando Nikita Jruschov y la pandilla del Politburó tomaron la decisión de emplazar misiles atómicos en la isla de Cuba.
Pero en la ocasión que narro, la orden que emitió el Soviet supremo cayó como una papa caliente sobre el buró del mayor Anatoli Kirov. Kirov era uno de los oficiales veteranos del Directorio S y, mientras daba paseítos por su despacho con ambas manos entrelazadas a la espalda, el mayor pensaba profundamente sobre el asunto. No era para menos. Por un instante se detuvo para contemplar el despacho y en eso se escucharon golpes de nudillos sobre la madera. Kirov miró hacia la puerta y esbozó una sonrisa torva. Conocía la identidad del misterioso personaje que aguardaba en el pasillo…
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