Mi madre nunca me permitió llegar a la conclusión de si yo era “un niño prodigio o un tonto de capirote”.
Porque la gran Ana María daba constantemente muestras ambivalentes al respecto: Se pasaba la vida orgullosa de mis calificaciones en la escuela, me colmaba de elogios y le encantaba alardear ante su parentela de que “Estebita es un muchacho muy precoz”.
Sin embargo -al unísono- me bajaba de las nubes cuando yo hacía alguna maldad, algo que la ponía molesta, blandía un enorme cinturón en sus manos -y como si yo fuera el más tonto de los niños- y me retaba: “¡Ven acá, niño majadero, malcriado y desobediente!”.
Me gritaba: “¡Acércate aquí para que veas lo que te va a pasar!” Como si realmente creyera que yo era tan mentecato y acercármele.
Yo le contestaba: “Mami ¿tú crees que yo soy un comebola o qué?” Y respondía: “Sí, claro que sí, solo a un tonto se le ocurre hacer lo que tú hiciste”.
Como yo le huía -y para no perder la pelea- me amenazaba: “¡Está bien, quizás no eres tan bobalicón como pareces, pero hoy no te salva ni el médico chino, y cuando te acuestes y te duermas voy a ir a tu cama y te voy a dar dos cintazos bien dados!”
Desde luego, eso nunca sucedió. Sólo logró que todavía hoy no les pueda asegurar si era “vivo y pícaro” o era “el bobo de la yuca”.
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