Por Juan Balaguer (1916)
Dejemos a los eruditos de enciclopedia la ardua misión de inquirir el verdadero origen del Carnaval, así como la exacta etimología de esta palabra, y atentos a nuestro propósito de amenos cronistas, que supone derivada la fiesta admitamos la unidad de opinión de aquellas orgiásticas bacanales que caracterizaron en Roma los licenciosos tiempos de los Césares. De este modo dejamos explicada también su difusión por todo el mundo, pues sabido es que de aquellas épocas y de aquellas costumbres dimanan la mayor parte de los públicos regocijos que perduran en nuestros días.
Prescindiendo, pues, de los varios caracteres que ofreciera la celebración del Carnaval según los tiempos y los países, vayamos a buscarlo en sus días más esplendorosos y en aquellos momentos íntimamente relacionada su celebración con sucesos históricos cuya importancia ha trascendido hasta nuestros días o cuyas descripciones pueden servir de recreo a nuestro espíritu como lo sirve a nuestros ojos la contemplación de las pinturas en que el arte las perpetuó.
La influencia italiana dio tanta vida en Francia al Carnaval en el siglo XV que, elevándose de las calles a los palacios y convirtiéndose de público regocijo en aristocracia diversión, fue aceptado en su más bullicioso aspecto aún con los reyes. Crónicas que de este asunto tratan, consignan que Enrique III recorría las calles de París en los días de Carnaval al frente de una comparsa constituida por los caballeros de su Corte. El soberano y los palaciegos iban disfrazados y con su correspondiente máscara y confundiéndose con el pueblo, tomaban activa parte en sus bromas y en sus locuras.
De Enrique IV también se afirma que en un Carnaval recorrió las calles de París al frente de una pintoresca mascarada de brujo.
Pero cuando los festivales carnavalescos llegaron a adquirir un aspecto más suntuoso fue durante el reinado de Luis XIV.
Fue en tiempos de este rey cuando el baile de máscaras hizo por vez primera su irrupción en Palacio y dada la fastuosidad de aquella corte, el pintoresco estilo que caracterizó la época, la riqueza de su indumentaria puede suponerse la extraordinaria brillantez que revestiría a aquellas fiestas palatinas.
Firmada la paz de Los Pirineos, con la que cerraron España y Francia un largo período de hostilidades y concertada, la boda del Delfín con la Infanta María Teresa, hija de Felipe IV, celebraron en el Palacio de Versalles un baile de máscaras para festejar tan fastuoso suceso.
Aún puede admirarse la hermosa galería mandada a construir por el Rey Sol en los bellos jardines para la mayor brillantez de aquel festival.
El monarca apareció en el salón de baile disfrazado de tejo; le seguían 7 caballeros de la Corte con el mismo disfraz.
Menos aficionado, Luis XV a esa clase de diversiones y prefiriendo los íntimos recreos a los públicos regocijos y a las fiestas de corte, hubo de sufrir el Carnaval durante su reinado una sensible decadencia.
La Reina María Antonieta quiso modificar la enojosa etiqueta de la Corte de Francia, recordando las costumbres familiares de la de Austria, y creó su Trianon para satisfacer sus deseos de diversiones campestres. Bajo los castaños en flor, al borde del lago en que se reflejaban las flores hizo construir un pabellón cubierto donde la Orquesta de Palacio dejará oír la música de su gusto, en tanto que la Corte se solazaba con el baile en los jardines.
Allí contempló la soberana por última vez el fausto golpe de vista que ofrecían las damas y los caballeros entregados a la frívola diversión. Bien podía aprovechar aquellos momentos la infeliz reina, a cuyos ojos había de ofrecerse algún tiempo después el espectáculo horripilante de las turbas hambrientas que entraban a saco en su Trianon destrozándolo todo en su insaciable anhelo de venganza y algunos días más tarde el de las mismas turbas desenfrenadas que se apoderaban de ella para conducirla al Temple y del lóbrego calabozo al cadalso aún enrojecido por la sangre de su esposo, donde su cabeza cayó al rudo golpe de la cuchilla.
Queriendo suprimir el terror todos los recuerdos reales, Trianon se convirtió en tenderete de un expendedor de refrescos. Sobre las mesitas rústicas en que la soberana se hacía servir en tacitas de porcelana la leche de sus vacas de Normandía, los ciudadanos bebían vino de Argenteuil. Y en aquellos prados en que la hija de María Teresa bailaba el Minué, la pavana y el vals a 3 tiempos a los acordes de la música de Rameau o de Mozart, las señoras de los mercados se entregaban a las delicias de la Carmañola y de la Fricasé.
Correspondió al segundo imperio renovar los bailes y las mascaradas elegantes. Primero los famosos lunes de la hermosa emperatriz Eugenia, luego las fiestas de las Tullerías, las recepciones en los ministerios. Famoso fue el baile que dio el ministro de Marina de Napoleón III. En él fue acogida con grandes aplausos la presentación de una interesante mascarada.
Representaba esta las cinco partes del mundo personificadas por las más bellas damas de la Corte, que eran conducidas en palanquines por cadetes de Saint-Cyr y oficiales de Lanceros. La emperatriz apareció materialmente cubierta de brillantes. Eran todas las riquezas de la corona de Francia, y en torno de aquel astro deslumbrante de la femenil hermosura aparecían las más famosas beldades de su tiempo.
Destronada la emperatriz, los salones no volvieron a abrirse hasta 1878.
De nuevo, la galería de los espejos de Versalles pudo reflejar espléndidos festivales regios.
Correspondió a la tercera República, la gloria de resucitar el pasado. En 1885 se verificó en casa de la Princesa de Sagan el célebre baile zoológico que dejó imperecedero recuerdo por su originalidad. La princesa se presentó disfrazada de pavo real y todos los nobles de Francia concurrieron vestidos de animales.
Tanto por el espectáculo de alegría y de brillantez que durante la semana del carnaval se ofrecía en las calles, como por lo suntuoso de las fiestas aristocráticas con que se celebraba en los Palacios, Roma y Venecia han dejado también imborrables recuerdos.
La ciudad de los Dux se hizo famosa por estas expansiones carnavalescas. Bajo los vistosos disfraces, todas las pasiones desatadas se manifestaban libremente. Intrigas y venganzas, conspiraciones y amoríos encubiertos bajo la máscara se aprovechaban de su impunidad para satisfacerse y tanto los espléndidos bailes como las pintorescas mascaradas, solían desenlazarse de un modo trágico y sangriento.
Solo con las fiestas báquicas de Roma pueden compararse los licenciosos festivales venecianos de aquella época, célebre en la historia por su licencia y su perversidad. El Carnaval romano tuvo también épocas brillantes y su Corso teatro de todos los regocijos públicos ha ofrecido espectáculos tan espléndidos como el de las carreras de caballos con que terminaban diariamente los festejos de Carnaval. La costumbre de arrojarse bombones, confites y grajeas existe en Roma desde hace mucho tiempo. En las calles se entablaban verdaderas batallas que daban a la fiesta extraordinaria alegría. También eran frecuentes las escenas cómicas y las representaciones grotescas de enmascarados en el Corso.
Al anochecer, las luces jugaban un papel importante en los regocijos de Carnaval. Los balcones y las ventanas se iluminaban con faroles de papel transparente. En los carruajes brillaban luces multicolores y era también costumbre entre todos los que asistían a la fiesta llevar una antorcha encendida. Lo más interesante de esta diversión consistía en apagar unos a otros la luz de que eran portadores y para volverla a encender en la que encontraban una próxima, procurando apagar esta al mismo tiempo, se entablaban verdaderos pugilatos.
También en España fueron las bulliciosas fiestas del Carnaval, objeto de la atención y aún de la preferencia de algunos soberanos. El rey poeta organizó en el Buen Retiro, un baile de máscaras que dejó memoria por su extraordinaria esplendidez con el objeto de festejar la elevación al trono de Rumanía de su hermano político, el rey de los húngaros.
En un recinto que mandó a construir exprofeso, de tan extraordinaria capacidad que en él podría tener cabida holgadamente más de 3000 personas, se efectuó la hermosa fiesta a la que el rey asistió con toda la Corte, vistiéndose todos con pintorescos trajes de máscara. Durante la noche, el amplio local, artísticamente engalanado con tapices y guirnaldas de flores y en el que una iluminación de 7000 luces contribuía a aumentar la visualidad del conjunto, presentaba un golpe de vista deslumbrador.
Alguien influyó sobre Fernando VII y logró suprimir estos públicos regocijos, reduciendo el Carnaval a una fiesta casera. Pero en cambio de esta rigurosa restricción, durante la regencia de doña María Cristina, tanto el jolgorio popular como los bailes de máscaras recobraron su auge. Ofrecieron un aspecto más alegre y pintoresco del que hasta entonces había tenido en España. ¡Oh bulliciosas, fiestas palatinas, espléndidos bailes de máscaras de los regios salones!
Si es verdad que habéis ofrecido a la contemplación de los ojos admirables cuadros de color y de luz, manifestaciones suntuosas de lujo y de riqueza, de alegría y de ingenio, cuya sugestiva visión nos han legado crónicas y pinceles a los que no pudimos presenciar aquellos soberanos espectáculos de otras épocas. También es verdad que vuestra frívola apariencia, vuestro superficial encanto ha tenido influencia decisiva en la historia, marcando rumbos no siempre útiles y provechosos, no siempre de engrandecimiento y de gloria a los destinos de la humanidad.
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