Por Eladio Secades (1958)
El tema lo sugiere una estampita espontánea que observa que cómodamente podría ser mi madre. La mujer reconoce que cómodamente puede ser madre, cuando ya es abuela. Si bromea porque al crecer los hijos la están haciendo vieja, es porque ya lo está. La que tiene hijos grandes se quita la edad recordando que se casó cuando todavía era una niña.
Donde únicamente se hace pública confesión de la fecha del nacimiento de algunas mujeres, es en las losas del cementerio. En letras que el sol quiere borrar leemos: “Voló al cielo. Yoya. 1862-1924. Tus sobrinos.” Son conmovedores esos epitafios que firman todos los sobrinos y paga uno solo. El epitafio es el slogan de los muertos. Es el jingle sin música y con pretensiones de posteridad. Es muy difícil encontrar quien tenga más valor que la mujer para quitarse años.
Después de los treinta años, la edad es una mentira cronológica que dura mientras nos la crean. Las canas prematuras. Las arrugas provocadas por la risa. La calva hereditaria. Hay también los que han envejecido, no por dictados del almanaque, sino porque han sufrido mucho. A mi presunta colaboradora le gustaría escribir unas Estampas para arremeter contra la juventud de hoy. Va a un club y le da pena. Porque las señoritas fuman, beben, juegan canasta y llevan pantalones como Presley. Apretados por los muslos, con bolsillos oblicuos y trabilla atrás. Va a un baile y le da asco. Porque nuestra época representa la quiebra de galanteo. La pobre no sabe abrir los ojos a este momento de anuncios luminosos. Corazones con prisa. Muchachos que no cesan de peinarse. Pensadores de párrafos cortos. Y aire acondicionado. Antes del aire acondicionado, cogíamos el catarro al salir del cine. Ahora lo cogemos al entrar.
El aire acondicionado ha terminado con aquellos viejos que después de la película se subían la solapa y se tapaban la boca con un pañuelo. No concibe la lectora que me escribe este ciclo nacional de hombres sin sacos. De mujeres sin medias. Y de muchachos que se han hecho una jerga para entenderse ellos mismos. El que se va, espanta. El que muere, queda.
Del amigo que está cesante no se -dice que sufre quebrantos económicos. Se está comiendo un cable. La señora que me escribe añora las costumbres de su época. Con aquellos novios de relaciones ocultas. Que escribían largas cartas y se robaban el primer beso. El dije en forma de corazón con el mechón y el retrato de ella. Cuando los maridos usaban grandes bigotes y dormían con gorro para no pescar un resfrío. La serenata con bandurria y chalina. Y aquellos carnets de bailes. Que empleaban con una mazurca y tenían un lapicito colgado. “Lo de ahora da asco” —deplora.
Me habla de su hijo que se llama Pedro. Pero los compañeros lo han bautizado y le llaman “el Andoba”. El niño pertenece a esa juventud de no dar nada en la casa y de pararse a conversar en las esquinas. La fuerza moral más poderosa para hablar de todo es no saber de nada.
“El Andoba” es un técnico del qué más da. Su felicidad la componen una tela viva. Un nudo de corbata como apretado en un gimnasio. Tacones altos de bailar flamenco, Bigotito con los pelos cultivados uno a uno. Y en las ondas del peinado —tremenda mota— ese brillo que tienen las punteras de charol y los pasamanos de las escaleras de los hospedajes.
Cuando “el Andoba” sale el sábado por la noche va tan arregladito que parece un paquete de regalo. Parece el maniquí de una casa de modas que ha abandonado la vidriera para salir de paseo. Hay unos trajes verde-espinaca hervida que debían conservar siempre la etiqueta del precio. Cuando estrenamos un traje, la primera noche nos sentamos con el cuidado del ventrílocuo que tiene un muñeco en cada pierna. Para hablar con el vientre, el ventrílocuo come lengua.
El ventrílocuo es la doble paradoja del diálogo entre uno solo. Y del monólogo entre dos. De chicos todos fuimos un poco ventrílocuo, gracias a las muñecas que dicen mamá y papá. “El Andoba” es una realidad criolla. Es decir, una realidad nuestra. Por eso nos da rabia. Seducir a una mujer no es conquistarla. Es mangarla con guillo. Sacar a bailar a una señorita no es un acto social y frívolo. Es vacilarla en el fenómeno. Porque la jeba girando se le escapó a Satanás y está que se acabó.
La pena de la vieja se llama tango. Y el sermón del padre se llama descarga. No tiene importancia que “el Andoba” no tenga dinero para invitar a la novia y a la madre. El Tenorio se llevó a la novicia cargada del convento. “El Andoba” de los bailes se lleva a pie a la hija y a la mamá. Es decir, a la tipa y a la ocamba. Y de contra va por la calle pujando gracias. Para simular que no comprende que la pobre señora tiene ganas de sacarse los zapatos y de tomar una taza de café con leche.
Hay una fatiga de madre cubana que sólo se quita con una taza de café con leche. Cuando se acaba el baile, se le ve caminando con su chal y su fatiga. Remolcada por la hija y por el compañero de confianza. “El Andoba” le llama tener confianza con una muchacha el ir a una fiesta con el peine y el real para volver. “El Andoba” se divierte hasta afuera. Echa como es. Se regala que da gloria verlo. Donde quiera que encuentre un espejo, saca el peine y se da una pasadita. ¡Oh, esos pelados!… modernos que consisten en parecer que no se han pelado!…
En las personas que están en un baile sin poder bailar hay una expresión de dolor. Porque es humano sentir la alegría de los demás como tristeza propia. “El Andoba” es lo más alegre que tenemos en nuestra pequeña vida. Es la asociación perenne de la risa. Porque o él se ríe. O se ríen de él. Cerca de esos pantalones de talle alto De esos bigoticos anémicos. De esas patillas de perfil de moneda española. Cerca de un afán de estar sacando el peine continuamente, tiene que andar la semilla de una carcajada.
“El Andoba” es un producto nacido de nosotros mismos. En la indignación de los padres hay testimonios de complicidad con los pecados de los hijos. Verdad que nuestros abuelos eran más serios. Pero la gozaban de lo lindo cuando oían decir que Cuba es el país del relajo. Más caros que todos los errores políticos, nos han salido de frases… Que la isla es de corcho. Y que el cubano todo lo tira a broma. De la primera frase resultaron los gobernantes que no creen en el hundimiento. Y de la segunda “los Andobas” que han dejado de ser vivos cuando empiezan a ser educados.
Ya no se puede enamorar con un soneto. Ni mandando flores. La importancia social ha huido bastante de las bibliotecas para meterse en los gimnasios. Se puede ser culto por medio de la cultura física. Un sportsman que desnudo parezca un Hércules, mirará a una joven con el aire de desprecio con que antes la miraban los que habían leído de verdad la Divina Comedia. La Divina Comedia es la obra inmortal que muchos empiezan y pocos acaban.
Como los crucigramas. Y el Quijote. Antes la mujer para decirle a una amiga que le gustaba en hombre hacía piruetas con el entendimiento. Hablaba de su carácter. De su generosidad. O de su estirpe. Ahora a la muchacha le gusta Luis porque está contundente. Se dice que Luis dejó a una novia con la habilitación y el anillo, Que gana poco y que bebe mucho. Pero que está contundente no tiene remedio.
En toda mujer, aun en la moderna hay un fondo de romanticismo. También en las que se burlan de los viejos que todavía bailan danzón de antes. En un ladrillo. Sin montuno. Y sin arreglos musicales. Los malos músicos que nunca han escrito nada, se dedican a arreglar lo que escribieron los buenos músicos. Se entiende por arreglo musical presentar a Beethoven con tiempo de chá-chá-chá. Y meter la Marcha Nupcial en la instrumentación de un rock-and-roll. Únicamente así pudo llegar Wagner a las verbenas criollas en todos los jardines.
Wagner es la aristocracia del arte. Hay que oírlo con zapatos de charol y al lado de una gran señora que ponga cara de atención de cuando no se entiende ni una palabra. Lo más difícil de la ópera es saber cuándo hay que empezar a aplaudir. A veces parece que ya. Pero todavía. Lo mejor en estos casos es fingir emoción. Y esperar que empiece la plebe de la cazuela.







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