El 14 de julio de 1789. De la BASTILLA a los DERECHOS del HOMBRE, PASANDO por la GUILLOTINA y la MARSELLESA

Written by Libre Online

16 de julio de 2024

Por R. Medina Tur (1954)

Muchísimas convulsiones populares, arrebatos heroicos de las multitudes, ensangrentaron las calles y plazas de villas y ciudades, pero no tuvieron repercusión histórica.

Se atendió a los heridos; se enterró a los muertos, y, después del último responso, la vida banal y monótona continuó desgranando hora tras hora, sin alicientes, el tic tac cansón e ineludible de los segundos que regulan y terminan nuestra existencia.

En cambio, hay acontecimientos que, sin costar tantas víctimas y tantos sudores, repercuten de inmediato en la vida de los pueblos y en el futuro de la humanidad. Así fue con el asalto y toma de la Bastilla, por el pueblo parisino, el 14 de julio de 1789.

Los hombres hacen la historia, pero casi nunca saben cómo, dónde, cuándo. Tanto es así que los Joseph y René, humildes vecinos de los “faubourgs” Saint Antoine y Saint Honoré, que el 14 de julio famoso asaltaron la Bastilla, no suponían que su rebeldía abriría espitas poderosas que iban a dar abundantemente, elíxires espirituosos que embriagarían a la humanidad: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

Pocos acontecimientos, como la toma de la Bastilla, han tenido consecuencias tan enormes y eslabonaron hechos de tal magnitud.

El pueblo de París atacó la Bastilla, y no otra cárcel o fortaleza, porque el siniestro edificio representaba el absolutismo real; los privilegios de la nobleza y el clero; la arbitrariedad de las persecuciones políticas y, en suma, era el símbolo de una vida desesperanzada y miserable.

¡Cuántas tragedias no ocultaban aquellos muros húmedos y mohosos!

Pero si un pueblo ataca la representación de la realeza, de la nobleza y el clero, es que también está dispuesto a acabar con la existencia física de los representados, representativos y representantes,

Y así fue como el 21 de enero de 1793, el pueblo ya soberano hizo rodar la cabeza de Luis XVI en el conocido cesto, lleno de aserrín, que monsieur Charles Henri Sansón, verdugo de París, instalaba al lado de la guillotina, acatando órdenes de la Municipalidad, que no permitía que la sangre de los guillotinados “emporcara” los adoquines

¡Los buenos modales serán siempre buenos modales!

Luís XVI no merecía ese final. Demostró en la adversidad ante sus fiscales y verdugos, que no era el pelele frágil y manejable que fingía en Versalles. En las horas amargas de las únicas y eternas verdades se portó con serena dignidad y estoica bizarría.

Pero ¿qué vale la cabeza de un soberano, o la de un basurero, si a su costa se trazan siglos de historia?

Francia no fue la primera en llevar a cabo un regicidio legal ni en ser el botafuego de una gran Revolución. Los ingleses decapitaron a Carlos I, en 1649, y sufrieron una desgraciada República, bajo Cromwell. Los norteamericanos consiguieron una revolución saludable al unísono de la independencia nacional. Las dos figuras más notables de la revolución norteamericana —Washington y Jefferson-influyeron sobre los girondinos franceses, muy especialmente en los conceptos civilistas y humanos y en el proceder federalista de la República de Estados Unidos de Norteamérica.

Pero los grandes acontecimientos históricos anteriores a la Revolución Francesa pecaban de localismo: pleitos que interesaban a ciudadanos encerrados en fronteras o representados por los colores de una bandera. Litigio de familia.

La Revolución Francesa, no. Siempre actuó bajo el signo del internacionalismo. Era una revolución para todos; no para los hombres como individuos, sino para el hombre como especie.

Por ello, desde todos los acantilados y desde todas las ciénagas, los grandes, los privilegiados le negaron el pan, el agua y la sal. La atacaron por todas las fronteras y la embarraron con todas las calumnias.

Por ello también, los “sans culottes” sin zapatos ni pan, como canta un himno famoso, pudieran recorrer todo Europa regando el pan, el agua y la sal de la Libertad, Igualdad y Fraternidad en medio de los aplausos delirantes de las multitudes y también, —es otra forma de entusiasmo— de los sollozos incontenibles de los humildes y perseguidos.

iQué años aquellos de la Convención, del Directorio y del Consulado! ¿Se cometían injusticias? Indudablemente, pero no eran sórdidas. Se ensalzaba a uno y se guillotinaba a otro en virtud de principios, a veces equivocados, pero eternos. ¿No poseemos todos nuestra verdad?

Se guillotinaba a pleno sol, entre el redoble de tambores y clarinazos de trompetas.

En cambio, ayer, en Dachau, se cromaron miles y miles de judíos alemanes, de antinacistas europeos, de patriotas checos, de “maquisards” franceses, de republicanos españoles para aprovecharse de sus escasas grasas en la fabricación de jabones y de sus cenizas en el abono de tierras.

¡Qué viva la guillotina y que viva monsieur Charles Henri Sansón, verdugo de París!

La Revolución Francesa fue un caso único, de contrastes. Es verdad que la guillotina funcionó sin respeto alguno por la jornada de verano, pero es también verdad que nunca se murió tan alegremente: espectáculos populares en el Campo de Marte, bailes arrabaleros, desfiles, entronizamiento de la Diosa Razón y música, mucha música, especialmente himnos.

El primero fue la “Caramagnole”, de vida efímera; después, “Le Chant du Départ”, bautizado en sangre en los campos de Valmy, y finalmente, – “La Marsellesa”, compuesta por un oficial del Ejército del Rin, Rouget de I’Isle, con el título de “Canto de Guerra del Ejército del Rin”. Pero ese ejercito formado por levas de alsacianos y loreneses, gente seria y reposada, entendió que el himno era excesivamente cálido y arrebatador. No lo adoptaron.

Le hicieron suyo los federales marselleses y lo rebautizaron. Gente simpática esos marselleses: explosivos, voceadores, extrovertidos… como dice muy feamente nuestra psicología de hoy. El himno compuesto como una marcha marcial, al compás de 4 por 4, los endiablados marselleses lo cantaron como alegre pasodoble, alegre y viril, al compás de 2 por 4.

Bajo la bandera tricolor de la Revolución, o bajo el águila imperial de Napoleón, la Marsellesa llevó el hálito libertador desde Cádiz a Moscú. Se cantó en todos los idiomas y cada pueblo escribió sus estrofas con la sangre más caliente y la desazón que más le dolía, pero siempre como himno de todas las libertades.

¡Qué años aquellos y qué época aquella!

¡Qué mediocridad y qué ramplonería los años de ahora!

Con el tratado de la Santa Alianza un sudario espeso se extiende sobre las libertades de los pueblos europeos. Estamos en 1814.

Pero la Marsellesa no muere. No hay levantamiento popular en ciudades y aldeas que no esté acompañado de los compases del himno famoso. Le Marsellesa se riega con la sangre de los patriotas polacos, de los nacionalistas italianos, de los liberales españoles, de los republicanos franceses, de los unionistas alemanes en busca de una patria única. ¿Qué más selecto abono?

No. La Marsellesa no morirá. Allende el mar está Iberoamérica luchando por su independencia, y los hombres iberoamericanos también cantan la Marsellesa… pero ello requiere unas palabras aparte que diremos luego.

El canto rebelde y enardecedor está prohibido en la España franquista: es correcto.

El canto rebelde y enardecedor está prohibido en los países comunistas… “por burgués y reaccionario”.

¡Cómo se desternillarán de risa las huesas de los “sans culottes” al verse acusados, ellos, de burgueses y reaccionarios!

La Gran Revolución se moría. Muchos partos en pocos años. Tenía la matriz seca y las ubres agotadas. No podía más. Acechando su próximo fin, testó, y, como dama de abolengo nos legó, después del golpe de Estado del 18 brumario —nuestro 9 de noviembre— la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Era en los días finales de 1799, casi en el siglo XIX.

¿Derechos del Hombre y del Ciudadano? Huele a subversivo en estos momentos en que se nos arrebatan derecho tras derecho y se nos moldea para ser sujetos y no ciudadanos.

Pero ¿será posible convertir a los hombres en pedruscos? En realidad, ¿no seremos sino materia destinada a los gusanos? Los Derechos del Hombre y del Ciudadano, ¿sólo serán humores de unos desequilibrados?

1914. Vísperas de la primera 

guerra mundial.

En la escuela pública Benjamín Franklin, de Orleans, 30 muchachitos sentados ante sus pupitres esperan. Son las once y es la última clase de la mañana. El sol de primavera llega hasta el centro del aula a través de las paredes de cristal, por las ventanas abiertas asoman las ramas de los tilos en flor. La clase rebosa del olor a “pot au fea” que preparan las “ménagéres” vecinas.

El maestro, monsieur Pierre Albín— vaya para él, esté donde esté, sea en este mundo o en el más allá, un recuerdo bien sentido —dicta vocalizando extremosamente a fin de ahorrarnos faltas de ortografía:

“Les hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits; les distinctions sociales ne peuvent etre fondées que sur l’utilité comenune”. (Cito de memoria y a 40 años fecha).

De aquellos treinta muchachitos de la clase de Moral y Cívica, que con tanto cariño nos explicaba monsieur Pierre, unos cayeron en los Dardanelos y en los campos de Flandes luchando por que aquella guerra fuera la última, como se nos prometió; otros estaban o están de misioneros en la selva africana: otros, ya maduros, murieron en los campos de Castilla y Aragón combatiendo la incivilidad del falangismo español; los demás desaparecieron en el “maquis” francés.

Los pocos que quedamos continuamos en la clase de Moral y Cívica. No sabemos de ninguno que traicionara a los Derechos del Hombre ni a monsieur Pierre.

“Los hombres nacen y viven libres e iguales en derechos; las distinciones sociales solo pueden fundarse sobre la utilidad común”. ¿De acuerdo? 

Siempre habrá hombres como aquellos muchachitos que en 1914 tenían de maestro de Moral y Cívica a monsieur Pierre.

El impacto del 14 de julio y sus consecuencias fueron definitivas en la emancipación de nuestra América. 

Claro está que ya existían las condiciones, especialmente desde la independización de los Estados Unidos de Norteamérica, pero la Revolución Francesa fue el fulminante que abrió paso a la sinfonía libertadora centro-austral del continente.

Desde San Francisco a Punta Arenas la tierra ardió. 

En la inmensa fogata se quemaron todos los pueblos y razas: indios de las planicies pamperas y de las cresterías andinas; negros esclavos y mulatos de mil cruces; españoles netos o españoles criollos; extranjeros de cien idiomas y sangres distintas; llaneros venezolanos; gauchos uruguayos; lanceros de Nueva Granada; mosqueteros de Sonora, y como remate y punto final, el mambí con su machete y sus décimas de guerra.

Todo, todo ello se lo debemos a la Marsellesa; a los Derechos del Hombre y a aquel Joseph y aquel René que la tarde del 14 de julio de 1789, asaltaron la Bastilla sin pensar en lo que venía luego.

Y también ¿por qué no?, se lo debemos en parte, a la guillotina y a monsieur Charles Henri Sanson, verdugo de París.

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