EDUARDO FACCIOLO ALBA

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22 de abril de 2025

(1829-1852)

Por JORGE QUINTANA (1954)

Eduardo Facciolo y Alba nació en Regla —calle de San Agustín número 21— el 7 de febrero de 1829. Era hijo del gaditano Carlos Facciolo y de la reglaría María Dolores Alba. Los primeros años de su vida se deslizan en su pueblo natal. Al otro lado de la bahía, la capital de la Isla se le ofrece voluptuosa e inquietante. Juega en la ribera. Asiste a la Escuela Elemental de Varones de Regla. En 1837 figura en la clase tercera. Al año siguiente aparece en las listas de la clase octava. Así fue creciendo. Así fue haciéndose hombre. 

Tenía la dignidad del hombre pleno mucho antes de que lo fuese efectivamente. Y sobre todo un concepto de la justicia que le llevó a evidenciar sus simpatías por los pobres negros atropellados, maltratados, sometidos al suplicio de La Escalera o ejecutados cuando la conspiración descubierta por O’Donnell en 1844. Tiene también una evidente inquietud intelectual, pero la familia carece de fortuna y es preciso pensar en trabajar desde temprana edad. Cuando llegó el instante de seleccionar un oficio, ninguno le agradó más que el de tipógrafo tal vez por la extraordinaria afinidad entre la tipografía y las actividades intelectuales. Erasmo de Rotterdan gustaba pasar horas enteras en la imprenta componiendo en la caja o corrigiendo pruebas. 

En la Imprenta Literaria, a cargo de D. Domingo Patiño, en la calle de Obispo 89, comienza el aprendizaje. Mientras maneja el componedor formando las líneas, hace versos. Son versos románticos, de la época. En 1844 le hallamos trabajando en los talleres donde se edita “El Faro Industrial”. Al año siguiente, cuando apenas ha cumplido 16 años, ya es regente de la imprenta. Allí le conoció John S. Trasher en agosto de 1849, cuando se hizo cargo del periódico. El periodista norteamericano y el jovenzuelo cubano simpatizan. Facciolo dirige la imprenta de “El Faro Industrial” con la diligencia y responsabilidad de un hombre mayor. El 1º de septiembre de 1851 moría agarrotado, en la explanada de La Punta, el general Narciso López. 

Al periódico de Trasher se le señala como simpatizante de los movimientos libertadores del venezolano. La reacción gubernamental no se hace esperar. Trasher es recluido en el Castillo de la Punta y sometido a un juicio ante la Comisión Militar. La Junta Cubana, un tanto quebrantada por el fracaso del general López, pero dispuesta a continuar la lucha a todo trance, decidió dar muestras de que con el acto de La Punta no se había liquidado la actividad del pueblo cubano por su liberación. 

Juan Bellido de Luna recibió el encargo de manifestar ese coraje cubano a través de un periódico clandestino. En el Castillo de la Punta, Bellido de Luna visitó a Trasher pidiéndole le recomendara un tipógrafo de confianza para la empresa que se proponía. Trasher no vaciló en recomendar a Facciolo.

Al cerrarse, por orden gubernamental, el periódico “El Faro Industrial” Facciolo había abierto una cigarrería en su propio domicilio, en Regla. Allí le visitó Bellido de Luna. No hubo necesidad de convencerle. Los dos patriotas hablaban el lenguaje de los que alientan idénticos ideales y están consumidos por la pasión de la acción que no repara en sacrificios. En los primeros meses de 1852 ya estaba en poder de Bellido de Luna la lista de las matrices que se necesitaban. Proyectan instalar una pequeña imprenta en la que se habrá de confeccionar el periódico. El inglés Santiago S. Spencer, propietario de una papelería e imprenta establecida en la calle de O’Rally, frente a la Universidad de La Habana, facilita algunos de los materiales que se necesitan. Otros se adquieren a José María Salinero y Verdier, propietario de “La Aurora de Matanzas”. Pero aún falta la prensa para imprimir. Facciolo aconsejó que se fabricase una similar a las que se utilizaban antes como copiador de cartas. La idea le agrada a Bellido de Luna, quien, de acuerdo con Facciolo, gestionó y obtuvo de Abraham Scott, director de la fundición de Regla, el que se fundieran en dichos talleres las piezas necesarias.

En Mercaderes 18 habíase establecido la botica de San Feliú. En ella trabaja Ramón V. Fonseca, antiguo condiscípulo de Facciolo. Por su mediación el joven reglano obtiene que en un cuarto interior del edificio se le dejé instalar la imprenta. Los operarios los busca Facciolo como gente de su confianza. Se llamaban Florentino Torres y Juan Antonio Granados.

A fines de marzo de 1852 ya está todo listo. Bellido de Luna ha confeccionado todos los materiales que deben publicarse. Facciolo, auxiliado por los operarios Torres y Granados, componen e imprimen el primer número de “La Voz del Pueblo Cubano”. Son dos mil ejemplares que salen a la calle el 13 de junio de 1852, diciendo claramente la decisión de los patriotas de continuar la lucha pese a los reveses. La imprenta se trasladó inmediatamente a un depósito de azúcar que tenía un hermano de Bellido de Luna, en la calle de Teniente Rey número 4. Allí, entre sacos de azúcar, Facciolo compuso el segundo número.

Después las formas fueron llevadas a Regla, adonde había sido trasladada la prensa. El éxito del primer número determinó que se tirasen, de este segundo, tres mil ejemplares. En la casa del reglano Juan Hiscano se llevó a cabo el trabajo de imprimir. Julián Romay y Juan Bellido de Luna ayudaron a Facciolo. En varias cestas de champaña, se trasladaron los ejemplares, ya impresos, al almacén de la calle de Teniente Rey, procediéndose a su reparto y distribución. Este número segundo tenía la fecha del 4 de julio de 1852.

Contrariando la opinión de Bellido de Luna decidió Facciolo abrir una imprenta pequeña que adquirió, por quinientos pesos, a doña Dolores León, madre de Florentino Torces. Desde Rayo 28, donde estaba la imprenta la trasladó, personalmente Facciolo, a la accesoria C de la calle de Galiano 129. 

Mientras se organizaba convinieron los conspiradores en buscar a un cajista de confianza que parase el tercer número, ya que el éxito de los dos primeros les indicaba que se esperaba el tercero con verdadera ansiedad. Facciolo habló a Pedro Raíces y a la calle de Trocadero casi esquina a blanco se llevó el baúl donde se ocultaban los tipos y la prensa que había servido para tirar los dos números anteriores, pero la esposa de Raíces se opuso tenazmente y no le quedó más remedio a Facciolo que regresar a la casa de Hiscano, en Regla, a donde fue Raíces a parar el periódico y tirarlo. El 26 de julio ya estaba en la calle el tercer número. 

Para las autoridades españolas aquello era intolerable. Toda su vigilancia era burlada no una, sino tres veces consecutivas, por unos conspiradores que redactaban, paraban, tiraban y distribuían un periódico subversivo que decía al pueblo la verdad y lo convocaba para la lucha.

En tanto Facciolo traslada la imprenta adquirida de la calle de Galiano 129 a la de Obispo 44 el mismo día que salía a la calle el tercer número de “La Voz del Pueblo Cubano”. En esa misma casa estuvo después la redacción de “El Fígaro” y en la actualidad se encuentra “Le Palais Royal” El inquilino principal era el poeta Idelfonso Estrada y Zenea, quien subarrendó el zaguán, el tercer cuarto y el patio de la casa, llegándose a un acuerdo para editar, en ella, el periódico “El Almendares”, fundado en unión de su primo el poeta Juan Clemente Zenea. Allí se dio Facciolo a la tarea de componer el cuarto número de “La Voz del Pueblo Cubano”. 

Bellido de Luna recelaba —y no estaba equivocado-de que allí serían descubiertos. El 6 de agosto Bellido de Luna tuvo que salir huyendo por su participación en la llamada Conspiración de Vuelta Abajo. Anacleto Bermúdez y Porfirio Valiente quedarán encargados de mantener el contacto con Facciolo y continuar la empresa de seguir editando el periódico. Todo estaba listo para la impresión cuando el 23 de agosto de 1852 irrumpe la policía en la imprenta y arresta a Facciolo. Una prueba de imprenta de ese cuarto número que no llegó a salir fue sacada como pieza de convicción. 

El 13 de septiembre la Comisión Militar se constituye en la Sala de Audiencia de la Cárcel de La Habana para juzgar, en Consejo de Guerra, a los acusados. Preside el brigadier Francisco de Velasen. Facciolo declaró que esas formas las tenía allí en calidad de depósito. Después, con conocimiento de que Bellido de Luna y Andrés Ferrar se encontraban a salvo, en el extranjero, los señaló como los que se las habían entregado. Con ello quitaba responsabilidad a los operarios arrestados con él. Idelfonso Estrada Zenea declaró ignorar los trabajos que allí hacía Facciolo. 

El defensor, teniente Manuel de la Peña, se limitó a demandar clemencia. El Consejo de Guerra ese mismo día dictó su sentencia. Eduardo Facciolo y Alba moriría agarrotado; a igual pena se condenaba a Bellido de Luna y Andrés Ferrer. A Antonio Bellido de Luna a diez años de prisión en África; a Juan Atanasio Romero, a ocho años; a los operarios Torres, Granados y Casard se les puso en libertad; dándose por compurgada con la prisión sufrida y absueltos Ramón de Palma, Antonio Palmer, Antonio Rubio, Ladislao Urquijo e Idelfonso Estrada y Zenea.

De los siete miembros del Consejo de Guerra, cuatro votaron por la pena de muerte: el brigadier Velazco, el teniente coronel Pedro de Aguilar y los comandantes Casimiro de la Muela y Francisco Mahy por una pena de diez años en el presidio de África y la prohibición de volver a Cuba, teniendo en cuenta el atenuante de la edad —veintidós años— votaron los comandantes Felipe Dolsa, Bernardo Villamil y Baltasar Gómez. Elevada la causa al Capitán General éste la trasladó al asesor doctor Manuel González del Valle, quien emitió dictamen declarándose contrario a la pena impuesta. 

El auditor de guerra don Castor de Cañedo propuso que se convocase a Consejo de Revisión para que dictaminara en última instancia. El Capitán General designó al Regente de la Real Audiencia Pretorial, don Pedro Piñero y a los oidores don José Serapio Mojarrieta y Antonio Álvarez para integrar el Consejo de Revisión, el cual, después de reunirse y deliberar, no vaciló en recomendar la ejecución de la sentencia impuesta. El 24 de septiembre el Capitán General aprobaba definitivamente la sentencia y disponía su inmediata ejecución.

En el Palacio de los Capitanes Generales aquel borrachín de Valentín Cañedo recibió a los padres de Facciolo. El padre invoca su condición de súbdito español. La madre apela al sentimiento maternal. El “General Salchicha” —nombre con que los cubanos apodaban a Cañedo— finge conmoverse. Les asegura cínicamente que va a conmutar la pena. Los deja ir con consuelo. Apenas han salido ordena la ejecución. No hay constancia de que la madre lo visitara en la cárcel ni que él vacilara en los últimos instantes. Por el contrario, las noticias ciertas coinciden en exaltar su entereza. El 27 de septiembre de 1852 el escribano don Antonio María Muñoz le notifica la sentencia. Inmediatamente es trasladado al Castillo de la Punta, entrando en capilla. A las siete de la mañana del 28 de septiembre de 1852 salió de la prisión dirigiéndose al sitio de la ejecución. Se le vio sereno, resignado, sin que nada delatase miedo o cobardía. Así subió los pocos escalones del patíbulo. Se sentó en el garrote y esperó a que el verdugo le arrebatara la vida pasando a inscribir su nombre en la ya larga lista de los mártires de la Patria.

Ocho horas después de la ejecución fue trasladado al Cementerio de Espada, donde recibió sepultura. El 4 de octubre el general Cañedo comunicaba a la reina Isabel II su gran hazaña y el 4 de noviembre la Reina, a nombre del Estado español, aprobaba el crimen.

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