Carezco de competencias para escribir acerca de deportes, solo soy un aficionado más y los tiempos en que participé en competencias de baloncesto en Cuba están tan lejanas que de ellos ni recordarme quiero. En cuanto al fútbol, el más universal de todos, nunca estuvo en la esfera de mis intereses ni como diletante ni como hincha. Confieso que jamás he asistido a un partido. En Cuba ni siquiera iba por solidaridad con los compañeros que defendían los colores Caribes. Aquí en París, a pesar de haber trabajado tres décadas en un hotel de lujo que hasta fue subsede cuando el mundial París 1998, donde los conserjes barajaban invitaciones semanalmente para asistir a los juegos locales del PSG en el Parc des Princes situado «al cantío de un gallo de mi domicilio», ni así fui. Pero todo lo antes dicho no impide que haya estado muy atento a las eliminatorias, en estas semanas que concluirán (concluyeron ya para los lectores de esta columna) con la final Argentina versus Francia del domingo 18 en Doha.
Los lectores lo han comprendido: escribo después de las dos semifinales, previas a un desenlace que se habrá dirimido antes de que salga a la venta la presente edición de LIBRE. Lo cierto es que esta vez han concurrido muchas circunstancias inéditas – no solo en Francia- que harán de esta cita en Qatar algo tan singular como histórico. Una temporalidad que nos ha hecho convivir con lo inesperado en lo deportivo, en lo social y en lo geopolítico. Y no pensemos en el dinero, «la columna vertebral de las guerras», que guerras son al fin y al cabo las justas deportivas. Humanamente ha sido doloroso observar la dura ley de la competencia destetar a naciones enteras de esperanzas albergadas respecto a triunfos que no fueron. Y olvidemos literatura y palabrería huecas: lo único que cuenta es ganar. Quienes han ido saliendo, eliminados vía la puerta estrecha, no han tenido otra que acatar lo que es conocida regla, las desilusiones son en la vida más numerosas que las alegrías.
Es por eso que sin ser grandes conocedores nos hemos sumado al vértigo de imaginar, cada vez que ha habido una cita con la pantalla del televisor, la incertidumbre dramática en cuanto a qué iba a ocurrir. Y con el caso tan particular del crucial partido del miércoles 14 entre Francia y Marruecos que ganaron los de aquí, llegamos a una cumbre en la gradación emotiva en la que todo se mezcló, todo se expresó, menos el sentimiento real de racismo y de revanchismo que engloban las relaciones entre dos pueblos enfrentados, a los cuales casi todo separa.
Con 800 mil marroquíes y 500 mil descendientes de marroquíes nacidos en Francia -ergo legalmente franceses por ese nacimiento- estamos hablando en total de un millón trescientas mil personas que presentes sobre el territorio nacional deseaban ferviente y legítimamente ganar ese juego. Fue una cita que en sí misma era prácticamente impensable cuando arrancaron las eliminatorias el 14 de noviembre. Pero el admirable equipo marroquí lo logró. Y como poco a poco hemos llegado a la profusión, por no decir a la saturación, de la presencia de este deporte en la vida de más de medio mundo el resultado es lo que hemos visto. El único que no se enteró de lo que estaba sucediendo fue Putin cuyas bombas siguieron cayendo en territorio ucraniano hasta hoy mismo. En el capítulo dictaduras los comunistas chinos hilaron fino y sacaron de la manga ocultar al pueblo en los graderíos abarrotados de espectadores sin mascarillas sanitarias. En Cuba, y no me explico cómo lo logran una vez más, trasmitieron en directo más juegos que los que pudimos ver en Francia. Cuando por el horario coincidían dos, habilitaron un canal extra para el segundo. El deporte a manera de opio adormeciendo a ciudadanos que de todo carecen. Los castristas siguen siendo los síndicos de la bancarrota.
Difícilmente un equipo habrá polarizado en su contra tantos factores como lo ha hecho Francia esta vez en un evento mundial. Con la derrota de Marruecos se echaron a la espalda a todos aquellos que alentaban un desenlace a la de David contra Goliat. Eran las esperanzas, no solo de un continente y de un mundo, sino de los supuestamente pobres de la tierra, quienes con o sin razón se dicen portadores de un espíritu de revancha contra quienes califican de opresores y de hombres blancos, por definición culpables, siempre criminalizados, pese a que en el equipo de los «Bleus» predominan los negros y los árabes. Como paradoja visible lo es. Tal vez por todo esto los disturbios que se observaron en la capital y en varias ciudades francesas a nadie sorprendieron.
A manera de resumen, al cerrarse esta cita planetaria llena de emociones y de sorpresas, con media docena de favoritos que mordieron tempranamente el polvo de la derrota, se replantean como realidades la certeza de que la falsa moral y el gran capital han puesto sobre el tapete las reglas del juego, para que hayamos compartido a distancia un evento por muchas razones contranatural. El debate así abierto tardará en saldarse e irá probablemente hasta el comienzo de los próximos Juegos Olímpicos a celebrarse en París dentro de año y medio. Lo que se vio en las calles durante la noche y la madrugada del día 14 después de concluir con victoria francesa la semi-final, hizo recordar a muchos lo que sucedió en el Stade de France del norte de la capital cuando el match de la Champions entre Liverpool y Real Madrid el 29 de mayo último. En ese sentido las declaraciones lenificativas de los dirigentes franceses comenzando por las hechas desde Doha por el presidente Macron son no solo hipócritas: son irresponsables.
En Francia el próximo mes de enero promete. La función ya está comenzando antes de las fiestas y fin de año con huelgas que afectarán a partir del fin de semana entrante el transporte ferroviario y el aéreo. Es un avance del caos que provocará la nueva ley de los retiros que forma parte del programa de la actual administración. Para eso y para el fútbol no me queda sino recurrir a una vieja frase de nuestro gracejo: ¡un pasito más y llegamos! ¿O no?
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