DE ISLAMISTAS, CUCHILLOS Y ORATES: INSEGURIDAD EN FRANCIA

Written by Demetiro J Perez

12 de diciembre de 2023

Días atrás fui dos viernes consecutivos al Museo del Louvre. Me había enterado que el cuadro que sirvió a Jorge Semprún para hilvanar la trama de su novela Veinte años y un día (Col. Andanzas, Tusquets, 2003) estaba entre el centenar de obras prestadas por el Capodimonte para una exposición temporal. Esa obra de él no está entre mis favoritas, pero la había leído tiempo atrás con interés porque el autor filtra en ella interioridades del partido comunista español en el cual militó hasta ser purgado estruendosamente.  Entre líneas son aludidos media docena de estalinistas militantes a los que al final, Santiago Carrillo el primero, la posteridad no les ha pasado factura. Ni se la pasará, que conste. 

El cuadro de marras es “Judit decapitando a Holofernes” de Artemisia Gentileschi, una tela que por varias razones es un hito en la historia de la pintura italiana. Nunca se me ocurrió preguntarle a “Semprún, el Bueno”, que así le decía su hermano Carlos, de qué manera había escogido la representación de ese degollamiento como inspiración al bordado que hizo al escribir Veinte años, que según algunos conocedores está basado en un hecho real. Lo cierto es que igual que la Mercedes de la ficción estuve mucho tiempo parado delante del cuadro y por eso volví la semana siguiente: me impresionó la fuerza que trasmite, la sangre corriendo desde el cuello cortado limpiamente y sigo preguntándome por qué la pintora representó el agarre del cuchillo de la manera que se observa. 

Sangre y cuchillo, pie para la décima en Semprún, algo que vienen al pelo en esta crónica después de dos asesinatos recientes en Francia. Me dije cuando caminando, más bien esquivando, entre cientos de visitantes del museo desde una de las entradas hasta la Gran Galería pasando por la Escalera Darú, pensé en cuándo se produciría otro atentado islamista. La complejidad de la actualidad lo mismo en lo doméstico que en lo internacional no permite retener la gravedad de lo que está sucediendo acá y acullá, pero lo cierto es que en Francia la situación es muy seria.  Lo señalamos hace muy poco en esta página como una real amenaza al desarrollo de los eventos de la Olimpiada en julio próximo.

Un hombre, nacido en Francia de padres iraníes musulmanes,  que asesina y hiere gritando Alá es grande a dos cuadras de la Torre Eiffel; y una riña en un pueblecito de campo cuando un grupo de jóvenes negros irrumpió en un baile al cual no estaban invitados, gritando algo así como “venimos a matar blancos” con un joven asesinado por arma blanca, son acontecimientos no de crónica roja sino ilustrativos del mal insondable que aqueja a una sociedad que conducida por ideólogos irresponsables sugirió un día que podría asimilar masas inmigrantes procedentes de una parte del Tercer Mundo que en su génesis poco tiene que ver con una Occidente que aspiran a destruir.

El testigo impotente que soy, abuelo de dos pequeños que vivirán en este medio como adolescentes a partir de la próxima década, no puede sentirse más inquieto. De la Francia que conocí boquiabierto hace 40 años a lo que observo hoy hay un enorme abismo. Que conste que no siendo ciego y con la experiencia vivida antes de llegar en mi país de origen lo vi venir. Varias generaciones de irresponsables llevan mucho tiempo jugando con fuego y ahora nos estamos chamuscando todos junto con ellos, pagando justos por pecadores.

Al francés de hoy le queda una única posibilidad, que no es otra que seguir malviviendo, entre desgarraduras y sobresaltos. Se añora un proyecto social que cuando jóvenes les permitía imaginar que vivirían una identidad en la cual las instituciones serían capaces de forcejear con la modernidad y con la explosión demográfica planetaria. Pero ahora en ese folklor común ya la gente no se reconoce. Tuvieron una marca registrada que autorizaba pensar, con un optimismo que ahora no se comprende, que asimilación, integración y elevador social eran no solo factibles sino deseables. Para resumir lo que observamos es un estremecimiento sin precedentes de la conciencia nacional colectiva.

La clave del problema está en la ofensiva que desde el exterior y con relevos domésticos a manera de quinta columna politiquera, plantea el dogmatismo musulmán sharía en mano. A partir de la presencia en el suelo nacional de nueve millones de musulmanes, cifra no oficial porque las estadísticas étnicas y religiosas están prohibidas por ley, los cimientos de la laicidad francesas seguirán estando más y más resquebrajados. Los que pensaron que ese choque iba a ser amortiguado por la tolerancia secular anidada en la sociedad francesa moderna se equivocaron totalmente. Garantizar las libertades religiosas está muy bien, pero no reaccionar ante el secesionismo que ponen en práctica quienes la utilizan para conspirar en aras de destruirlas es propiciar casi un suicidio colectivo.

En una república que, hace dos siglos y medio en medio de una Revolución que se autoproclamaba sin pestañar “generosa e intolerante” mientras guillotinaba a trocha y mocha, oyó proferir a Saint Just “no hay libertad para los enemigos de la libertad” la ecuación mortífera vuelve a ser de actualidad. Otros tiempos, otras acciones. Somos vulnerables ante el enemigo porque la cohesión política no es lo que fue: partidos, sindicatos, iglesias, asociaciones son elementos que han sido carcomidos por una labor de zapa que en gran medida hay que imputarla a las izquierdas que heredaron utopías y mitologías del Mayo 68 estudiantil.

Pero la violencia, utilizada con fines político-religioso, a manera de conquista y de ajuste de cuentas a un colonialismo y a un neocolonialismo inexistentes hoy, seguirá siendo la bandera del enemigo. Una idea que ya pusieron en práctica los según la biblia, mandaron a Judit como justiciera. Semprún ya no está para aclararnos algunos aspectos de su creación literaria pero “veinte años y pocos días” después de su novela cuchillos y degollinas están cada día más presentes en Francia.

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