Por María C. Rodríguez
Antes de que aparecieran en las mesas de los poderosos exóticas viandas procedentes de lugares tan dispares como Guinea (faisanes), Persia (gallos), India (pavos), Hispania (conejos), Ambracia (corzos), Calcedonia (atunes), Tarento (ostras y almejas), Ática (mejillones) o Dafne (tordos), los romanos no conocieron más que los alimentos básicos que proporcionaba la tierra: cereales, legumbres, hortalizas, leche o huevos. El alimento básico de la sociedad romana era el trigo. En tiempos de Julio César (49-44 antes de Cristo), unos 230.000 romanos se beneficiaban de los repartos de este cereal (annona) con el que se producía la harina y, por consecuencia, el pan. A su lado, otro alimento destacado en la dieta romana era el vino, y como se agriaba con facilidad en las ánforas donde se almacenaba, se bebía con especies, o se servía caliente y aguado.
Quienes no se podían permitir grandes dispendios en tiempos de carestía desayunaban sopas de pan y vino. La carne más consumida era la de cerdo, a la que con el tiempo se le fueron sumando las de buey, cordero, oveja, cabra, ciervo, gamo y gacela. Incluso la de perro.
La dieta del romano durante la República apenas alcanzaba las 3.000 calorías, de las que al menos 2.000 procedían del trigo. Los ricos se aficionaban al consumo de carne condimentada con una serie de productos que iban determinando las características de la futura gran cocina imperial: pimienta, miel, coriandro, ortiga, menta y salvia.
Los romanos comían tres o cuatro veces al día: Desayuno (ientaculum), almuerzo (prandium), merienda (merenda) y cena (cena). Esta última era la más importante. Se hacía en familia, al final de la jornada. Uno de sus mayores placeres era una buena conversación en torno a la mesa.
En la época Imperial los bocados de lujo eran el loro y el flamenco. Se evitaban las carnes de ibis y cigüeña porque devoraban serpientes, y la de golondrina, que comía mosquitos. Nadie ponía coto a la gula ni al derroche en la mesa: pollos, gallinas y ocas se engordaban con harina hervida y aguamiel o con pan empapado en vino dulce. El pescado más apreciado fue el salmonete. Los pobres que no podían aspirar a las especies de mar o a las procedentes de los bulliciosos vivideros se consolaban con degustar las morrallas en salmuera (maenae).
Los ricos comían mucho en casas de amigos, en los banquetes. Los pobres, por el contrario, a menudo lo hacían en la calle puesto que no siempre disponían de fogones ni pucheros en los que cocinar. Las algarrobas y los altramuces formaban parte de su dieta. La plebe consumía carne de burro en la época de Aureliano (siglo III). La carne de buey se reservaba para la mesa de los pudientes.
Comer acostados se hizo un hábito en Roma, pues era símbolo de distinción social. Cuando un señor adinerado o poderoso recibía en casa, los invitados debían despojarse de sus sandalias y cambiar sus vestiduras por otras más cómodas. Esta costumbre condicionó la decoración de los comedores de la época imperial y también la organización de los banquetes.
0 comentarios