Por N. J. BERRILL (1954)
La celebración del cumpleaños es una grata costumbre convencional pero no dice gran cosa respecto de la verdadera edad de uno. Cuando hay 26 velitas en el cake, el corazón puede que tenga 32, las arterias 40, los músculos, unos flexibles, 22 y el cerebro 19 años.
El proceso de envejecimiento es diferente para las diferentes partes del cuerpo, y más veloz en unas personas que en otras, siendo, empero, para todo el mundo irreversible. Como dijo Shakespeare: «De hora en hora maduramos más y más, y de hora en hora nos podrimos más y más, y de ahí pende un cuento».
El cuento se aplica a usted y a mí. Envejecemos. La cuestión importante es ésta: ¿cuán pronto? La mayoría de nosotros cuenta los años por medio de un calendario y las horas con un reloj. El Calendario y el reloj son excelentes para sembrar huertos y tomar trenes, pero dicen poco sobre nuestra verdadera edad. El tiempo que vivimos lo mide un corazón que late, y según éste, la verdadera vara de medir, la mayoría de nosotros no sabe nunca cuán viejos somos en realidad.
El corazón late según su propia medida, con un descanso después de cada latido, tanto cuanto vivimos. Y cuando se para, nosotros nos paramos. Con cada latido nos hacemos un poquitín más viejos, y de acuerdo con este cálculo paradójicamente envejecemos con más rapidez mientras más jóvenes somos. Al nacer el corazón palpita de 130 a 140 veces por minuto y ya desde entonces empieza a reducir la marcha. A los 25 años se nivela con unos 70 latidos por minuto. Este paso se mantiene entonces a través de la mayor parte de la vida adulta, aunque se elevará de nuevo a la edad de 95 a unos 80 latidos por minuto.
¿Palpita el corazón cierto número de veces y luego se para por estar simplemente exhausto? Si esto fuera así, tendríamos un buen índice de la edad: seríamos de mediana edad en el verdadero sentido biológico del tiempo cuando el corazón hubiera latido la mitad del número total de veces que estaba destinado a latir como ocurre en ciertos animales inferiores.
Sin embargo, si aplicamos el principio a los seres humanos coloca la edad mediana más cerca de los 30 que de los 40 años. Y si buscamos la cúspide del funcionamiento del corazón y del sistema circulatorio desde el punto de vista de la adaptabilidad y capacidad de esfuerzo la hallamos alrededor de los 14 o 16 años de edad.
A medida que envejecemos el corazón envía menos sangre con cada latido y se torna progresivamente menos eficaz como bomba. Por consiguiente, para cierto grado de esfuerzo, el corazón más viejo tendría que latir más deprisa que más joven a fin de mantener la circulación de sangre. Pero tropezamos con otra limitación. A medida que el corazón envejece, la posible velocidad máxima del pulso disminuye. En condiciones de tensión el corazón más viejo no puede latir lo bastante aprisa o con bastante potencia para permitir al cuerpo hacer lo que podía haber hecho algunos años antes sin malestar o molestia.
E1 corazón es sólo parte del cuadro del envejecimiento. Las arterias son igualmente importantes, porque la elasticidad arterial o la falta de ella puede ayudar o estorbar la circulación de la sangre «Un hombre es tan viejo como sus arterias», es un viejo dicho, pero sólo después de haber hecho explosión la bomba atómica tenemos un medio exacto de saber cuál es la edad de las arterias.
Es ahora posible obtener una indicación precisa de la edad de las arterias comprobando a qué velocidad circula la sangre por ellas. Una pequeña cantidad de sal de sodio radioactiva se inyecta en una vena del brazo y sobre el pecho del paciente se coloca un contador Geiger para comprobar la radioactividad a medida que la substancia circula por esa región. Esto nos muestra la velocidad con que la sangre hace un circuito por los grandes vasos estratégicos —20 segundos en un hombre saludable de 20 años. En los varones de 40 años se duplica el tiempo, y se triplica en los de 60. Después de los veinte, el tiempo aumenta un segundo por año.
Según las pruebas hechas con unas 300 personas, la edad arterial de las mujeres es unos cinco años menos que la de los hombres de la misma edad natural, lo que muy bien pudiera explicar el hecho de que las mujeres, en general, viven unos años más que los hombres.
Sin embargo, más importante es la forma en que puede usarse la prueba para advertir a los pacientes de posibles endurecimientos de las arterías, ataques al corazón y apoplejías. Demuestra que las personas que sufren de endurecimiento prematuro de las arterias pueden tener una edad arterial de 50 o 60 años, aunque su edad cronológica sea sólo 40. Por lo contrario, otras personas pueden ser más jóvenes que sus arterias.
La condición arterial es importante pero no es más que la medida de un eslabón débil y en sí misma no significa aptitud o falta de ella. Según John H. Lawrence, de la Universidad de California, un hombre es tan viejo como su capacidad de expeler nitrógeno de la sangre. Como el indicador de la edad arterial, este hecho se descubrió también por medio de los rastreadores radioactivos.
Cerca de un cuartillo de nitrógeno gaseoso del aire que respiramos se disuelve en los líquidos del cuerpo de la generalidad del adulto que vive al nivel del mar. La cantidad total de nitrógeno permanece constante, pero hay un continuo reemplazo de las moléculas de nitrógeno en la superficie interna de los pulmones, donde la sangre se encuentra con el aire. Unas moléculas de nitrógeno se filtran de la sangre al aire, mientras que otras entran en la sangre desde el aire. La velocidad a que tiene lugar este intercambio es un buen índice de la eficiencia total de los pulmones y el sistema circulatorio.
Los conejillos de Indias humanos en estos experimentos, inhalaban pequeñas cantidades de nitrógeno radioactivo como material rastreador. Lawrence determinó con qué velocidad eliminaban el nitrógeno, recogiendo los gases exhalados y contando, con un contador Geiger los átomos marcados.
Mientras más vieja sea una persona más lento es el reemplazo de hidrógeno. Los mozalbetes de 15 años, en la cúspide de su funcionamiento cardiovascular, eliminaban la mitad del gas marcado en sólo unos pocos minutos, mientras que una persona de 65 años o más tardaba hasta cinco horas. Es obvio que se está midiendo más que la edad arterial, algo mucho más cerca de la eficiencia total de la maquinaria humana. Los pacientes en estado físico pobre, por ejemplo, tenían velocidad de reemplazo anormalmente cortas.
En las palabras de Oliver Wendell Holmes, el celebrado jurista norteamericano: “Tenemos que nacer todos de nuevo átomo por átomo de hora en hora, o perecer todos al instante allende toda posible reparación”. Es cierto, y en la actualidad se están practicando investigaciones en varias universidades —empleando fósforo, carbono, calcio, yodo y azufre radioactivos— las cuales indican que el reemplazo continuo se aplica prácticamente a todo el cuerpo. Solamente las partes más profundas de los cristales óseos parecen ser más o menos permanentes, y es dudoso que podamos describirlas como substancia viva.
En realidad, estamos en gran medida en equilibrio entre ganancia y pérdida, siendo constantemente menor el reemplazo a medida que pasan los años.
Esto se manifiesta de un modo muy notable en la velocidad con que sana una herida en la piel. Según el difunto escritor científico francés, Lecompte du Noüy, una herida en la piel, de unas dos pulgadas de diámetro, sana en 20 días a los 10 años, en 31 días a los 20, en 41 días a los 30, en 55 días a los 40, en 75 días a los 50 y en unos 100 días a los 60 años.
A medida que los tejidos envejecen, retienen cada vez menos agua y por consiguiente se tornan menos capaces de disolver otras substancias. En consecuencia, el pigmento, la grasa, el colesterol (substancia grasa que hay en todos los tejidos) y el calcio se acumulan dondequiera que es más débil el metabolismo del cuerpo: en el cristalino y la córnea del ojo, en los tímpanos, y en las paredes de las arterías.
Cuando termina la adolescencia la grasa desaparece de la cara y comienza a descender por el cuerpo lentamente, acumulándose más y más debajo de la cintura hasta que llega al fondo en algún momento de la edad mediana. El cartílago degenera y se calcifica: los discos vertebrales se tornan más delgados y más pequeños y tienden a salirse de su lugar.
Las orejas y la nariz se tornan más rígidas, el pecho más rígido, el espacio entre las costillas se hace más pequeño. El tejido conjuntivo fibroso ocupa en parte el lugar de las fibras musculares. Los tímpanos viejos, menos elásticos que los jóvenes, ya no vibran a las más cortas longitudes de ondas, y las personas de edad no oyen ya el canto de la cigarra o la langosta aunque su campo auditivo normal sigue incólume.
Este secarse de los tejidos es inevitable y nos sucede a todos. Sólo varia la velocidad de deshidratación, y esto se manifiesta más agudamente acaso en los ojos. El cristalino, siendo normalmente claro y cristalino como su nombre indica, no contiene vasos sanguíneos y es, posiblemente, la menos bien nutrida de todas las estructuras del cuerpo, en especial la región central del cristalino que es la parte más antigua y más aislada. A medida que envejece pierde agua y acumula colesterol y proteína insolubles, se endurece progresivamente y por fin se torna opaco y desarrolla cataratas.
Más tarde o más temprano es probable que le suceda a cualquiera, pero en la región de los grandes vendavales de polvo, en el continente americano, el número de personas que se presentan a operarse de cataratas se eleva después de un periodo de sequía. La escasez de agua acelera evidentemente el proceso de deshidratación y pudiera acortar un poco la vida.
Por otra parte, estorbemos o ayudemos a la naturaleza, el proceso de endurecimiento del cristalino y arterias y huesos prosigue. En el acoso del cristalino, el endurecimiento comienza hacia la época en que aprendemos a leer. Un niño puede ver con claridad a buena distancia y sin embargo se colocará los impresos tan cerca de los ojos que casi tendrá que bizquear. Pero cuando tenga 9 ó 10 años la distancia para la lectura cómoda ha aumentado ya bastante, y desde entonces en adelante el punto más cercano para poder leer con claridad se hace más distante con la edad. Usualmente entre los 40 y los 50 años el cambio se torna más notable y el punto más cercano de lectura llega a unas incómodas 13 pulgadas. Es éste el llamado estado de presbicia, o presbiopía, y a esta edad la mayoría se siente mejor con cristales para leer.
En realidad, la edad a que la incomodidad o dificultad para leer comienza primero a manifestarse se ha usado como base desde la cual predecir hasta qué edad puede esperar vivir un individuo en circunstancias normales. La investigación se hizo en Alemania en los años entre ambas guerras, en las universidades de Gottingen y Leipzig.
Se estudió a cerca de 6,000 personas del grupo de edad de 44 a 49 años de esas se siguió la pista a 4,000 hasta su muerte.
Se reconocieron tres grupos: una clase normal cuya distancia en que, la lectura era molesta o dificultosa variaba muy poco de lo normal, una clase supernormal en que el endurecimiento del cristalino estaba más avanzado, y una clase subnormal que podía leer cómodamente a una distancia menor que el promedio y por lo tanto tenían cristalinos más flexibles.
Los individuos de la clase normal vivieron un promedio de 16 años más, los que tenían cristalinos precozmente endurecidos poco menos que 14 años, y los de la clase subnormal, de mejor lectura, otros 24 años. Hablando en términos generales si no necesitan cristales para leer hasta los 50 años, las probabilidades de llegar a los 70 son buenas; si podemos pasarnos sin ellos hasta los 55 es muy posible que seamos octogenarios, pero si lo necesitamos por primera vez a los 40, entonces esa póliza dotal puede significar mucho más para nuestra esposa que para nosotros, aunque, desde luego, no hay certidumbre acerca de esto.
Los cuarenta son probablemente la edad crítica. La fuerza física ha estado declinando cerca de 20 años. La fertilidad reproductora, que se hallaba en un máximo entre la edad de 20 a 30, se encuentra ahora en vertical declinación, soliendo terminar la de las mujeres alrededor de los 45 años y la de los hombres hacia los 55.
Esto ha conducido a intentos de extender la fecundidad, tales como las operaciones de las glándulas sexuales de Voronoff y Steinnach, el más reciente tratamiento de hormonas sexuales masculinas. Estas últimas están demasiado estrechamente relacionadas químicamente con ciertos potentes compuestos productores del cáncer para que se las introduzcan con desenfado en un cuerpo senescente, y en todo caso las varias causas del derrumbamiento de la vejez, no importa lo pronto que comiencen a operar, no pueden eliminarse por medio de «estímulos» con hormonas. Es lo mismo que azotar a un caballo viejo.
Ningún hombre o mujer envejece de un «viaje» como vulgarmente se dice, y un hombre de 65 años de edad pueda tener un corazón de 40, riñones de 50 y un hígado de 80 años, particularmente si ha comido y bebido sin cautela durante demasiado tiempo. A decir verdad, un sujeto que sostenía contar 2l años por el calendario, tenía un sistema nervioso conductivo de un hombre de 30 años, un funcionamiento renal del hombre promedio de 60 años, la capacidad perceptiva de uno de 80, el metabolismo general del grupo promedio de 90 años. Obviamente era joven para sus años.
En realidad, es mejor descubrir medios de envejecer bien, que hallar alguna manera de extender el periodo de natural existencia, aunque la búsqueda de la fuente de la juventud es probable que continúe por muchos siglos venideros.
El problema que afrontamos hoy es la necesidad de ajustarnos a las consecuencias de que no sólo envejecemos como individuos sino como parte de una sociedad que cada vez contiene más personas ancianas. El promedio de esperanza de vida en los EE. UU. y Canadá se aproxima hoy a los 68 años y va subiendo constantemente.
En la época actual como 32 millones de personas tienen en los Estados Unidos entre 45 y 64 años de edad, y alrededor de 12
millones son más viejas aún. Para 1980 el Departamento del Trabajo de los EE.UU. predice que habrá 43 millones de personas entre 45 y 64 años, y hasta 22 millones de edad superior a la que generalmente se acepta como la edad de jubilarse.
Gústenos o no nos guste, la edad promedio de la población humana continuará elevándose y tendremos que adoptar la solución de sentido común de hacer más productivas las décadas posteriores de la vida.
«Demasiado viejo para aprender» no es más que una verdad a medias, y la realidad es que aun cuando en algunas pruebas las anotaciones de aprendizaje de personas mayores de 60 años fueron muy inferiores a las de los adolescentes, eran ligeramente inferiores no más a las de los grupos de edad de 34 a 59 años. Los que la mayoría de nosotros ha de encarar a medida que envejecemos no es la capacidad decreciente de aprender sino el hecho de que nos hemos anquilosado en nuestros modos y maneras y no queremos aprender cosas nuevas. La maquinaria se enmohece cuando no se usa. Sin embargo, en uso, la mente puede ser excelentísima.
Aunque el cuerpo comienza a envejecer casi tan pronto como empezamos a caminar, la potencia mental se eleva verticalmente hasta la edad de 40 años y continúa elevándose después, aunque a menor velocidad, hasta llegar a un clímax a los 60 años. Entonces hay un leve declinar durante los próximos 20 años, aun cuando, hasta a los 80, la norma o patrón mental es todavía tan bueno como lo era a los 35. Es una mente diferente a la de un hombre de 35 años, pero no, menos valiosa. Mientras la mente joven tiende a crear nuevas concepciones e ideas, la mente más vieja, sí bien sufre de menoscabo en la memoria y decadencia en las cualidades sensuales, posee mayor firmeza, cabalidad y riqueza de experiencia.
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