Surgido de las cenizas de la Guerra Mundial, Christian Dior se convirtió en la última década, en el más polémico y acatado inspirador de la elegancia de las mujeres, con sus caprichosos diseños trazados en su bañadera verde de Fontainbleau.
Por Jean CoIbert-LaSalIe (1957)
El salón estalló en aplausos. Y se vio sonreír pleno a un hombrecillo regordete.
A los aplausos siguió el ruidoso rodar de las sillas y el absurdo murmullo de la multitud fascinada. Pronto mujeres de sombreros negros suavemente encajados y hombres en charcoals invernales, se discutían sobre mostradores próximos, vestidos colgados en desorden. Al índice nervioso se unía la garganta insistente:
–¡Ese, ese es el mío!
Aparte, besando manos femeninas con delicadeza, reclinando cortés su cabeza despoblada al paso de los caballeros, el hombrecillo regordete de mejillas sonrosadas se movía inquieto. A él llegaban todos con una reverencia simple, con una frase elogiosa, con una palabra:
¡Era el gran señor de la Moda!
Súbitamente se vio copado por lápices y libretas, que las luces repelidas de los flashes fotográficos reflejaban en su cara redonda. No tardó en hablar en su francés suave, depurado, parisino:
—La elegancia femenina en 1957 se caracterizará por la línea libre, libre como el aire de París, libre de selecciones entre lo ancho y lo estrecho… libre de llevar o no cinturón.
Disolvió displicente a los periodistas con un axioma de su filosofía propia de costurero y de mercader:
—Hijos míos, el secreto de la moda femenina no está más que en agradar a las damas facilitándoles agradar a los hombres.
Lentamente se perdía en la multitud entre exclamaciones frívolas y palabras huecas. Se detuvo molesto, brusco, quizás colérico a primera vista, tras la observación al oído de uno de sus hombres. Marchó rápido, con aparente pena en el rostro sobre una pareja preterida en un extremo: el Duque y la Duquesa de Windsor.
Se inclinó reverente para besar la diestra huesuda de Wallis Warfleld, y extendió sus excusas por las “descortesías” de sus
auxiliares:
—¡El Duque y la Duquesa de Windsor sentados en las escaleras para ver el desfile! ¡Imperdonable! No puedo menos que expresar mi pena más honda por tan lamentable incidente.
No más, con una sonrisa concluyó el desagravio.
Volvió a perderse y alguien me contó las intimides de la fiesta a la luz de un candelabro barroco del salón gris y oro:
–No hubo falta de cortesía con los nobles. A estas exhibiciones debe venirse con invitaciones que se distribuyen cuidadosamente. Los asientos los asignan acorde con un rígido protocolo basado en el prestigio de las publicaciones o en el monto de las compras del año anterior. El día antes, a última hora se supo que vendrían los Duques de Windsor, malos clientes de la casa, y el dueño entendió que no merecían más que un puesto en las escaleras.
A poco de concluirse la premier invernal parisina, el hombrecillo ventrudo murmuró al oído de un estirado empleado, indudablemente al tanto de las finanzas de la velada:
—¿Cómo van las ventas este año?
A la pregunta siguió la respuesta pronta:
—¡Trés bien!… Trés bien!
El hombrecillo se frotó satisfecho las manos.
¡Era Christian Dior!
Y esa, su última noche de modas.
Dior surgió para el mundo entre las cenizas de la conflagración bélica. Nadie le conocía en su primera noche de exhibición y a la mañana siguiente, todos aceptaban sus merecimientos y aprobaban sus sugerencias sobre el largo de las faldas: estar a la moda era estar con él y nadie quiso estar en su contra, alababan sus merecimientos y aprobaban sus sugerencias sobre el largo de las faldas: estar a la moda era estar con él y nadie quiso estar en su contra.
— ¡Dios salve a los compradores que adquirieron sus vestidos sin oír primero a Dior! —decía el celebérrimo figurín Bazaar a poco de proclamarse el “Nuevo Estilo” como patrón de la elegancia en 1947.
La noche de presentación de sus novedosos vestidos, Dior con la suficiencia de consagrado pronosticó ante los periodistas asombrados por sus sayas largas:
–Hasta hoy las mujeres están encantadas con su falta corta, pero pronto las veremos a todas usando vestidos sobre la pantorrilla. Yo conozco bien a las mujeres.
Adelantándose a las críticas de Broadway, expuso entonces en defensa de su teoría sartorial:
–La rodilla debe permanecer siempre oculta. No se trata más que de un hueso y entiendo que nunca el hueso es atractivo.
New York, convertida entonces en un momentáneo paraíso de los usos femeninos, ardía en protestas, pero las mujeres preferían las sugerencias del “couturier loco”: era la moda.
Poco después, embarrado por el rouge de las parisinas Dior explicaba el éxito de su revolucionario ensayo:
–Acabamos de vivir en un periodo de guerra, de fatigas, de restricciones y estamos cansados de ver a las mujeres con uniformes y hombreras prominentes. Traté de convertirlas en flores, con diseños suaves que permitieran destacar el busto y la cintura, donde la saya se abriera como un botón en primavera.
A manera de anécdota contó:
–Mi “Nuevo Estilo” se inspiró viendo la silueta de las caderas de una mujer parisina vendedora de pescado.
Satisfecho, jubiloso, pletórico, el millonario textilero Marcel Boussac que abrió a Dior la blanca casona de Avenue Montaigne en 1946, para propiciar la competencia frente al auge de la costura neoyorquina, comentaba elogioso para su socio:
–¡Es un genio!
París, aún convaleciente de la atrocidad bélica, recuperó el trono de la moda con el “Nuevo Estilo” y los ojos del mundo se volvieron a sus celebérrimos costureros. Dior se convirtió en el héroe: Francia le concedió su Cruz de Honor y las mujeres lo acataron como el tirano del dobladillo.
—Mi único recuerdo desagradable del “Nuevo Estilo” lo tengo en Chicago. Enteradas unas señoras de mi presencia, —relataba— se congregaron con faldas cortas frente al establecimiento de Marshall Field y a la usanza norteamericana integraron un piquete. Los letreros decían: “¡Dior Go Home!”…
Antes de su sensacional “Nuevo Estilo”, las parisinas solo conocían a Dior por sus
diseños de sombreros que se popularizaron antes de la Guerra Mundial en las tiendas de la Plaza Vendome: su experiencia posterior se limitó a los bocetos que trazó para Piguet y Lucien Lelong.
Acorde con sus biógrafos, Dior emprendió su carrera más por necesidad que por devoción honda. Tras treinta años de bohemia y holgazanería, con un diploma de Ciencia Política bajo el brazo y algunos francos paternales en el bolsillo, se vio precisado a trabajar para conquistar el sustento con la bancarrota familiar.
—Mis amigos me buscaron una plaza como diseñador de bosquejos en la página semanal de costura de “El Fígaro Ilustrado”. Me pagaban sólo 120 francos, pero sentía haber descubierto la felicidad.
Los íntimos de Dior, que recuerdan la casona natal sobre un peñasco de la costa normanda, cuentan su afición temprana por el dibujo y sus maestros relatan su costumbre de pintar en sus libros una pierna de mujer con su botín alto, a la usanza de la época.
El propio Dior admitía:
—No sé qué inclinación me movía, pese a las reprimendas continuadas. Aquellos trazos me reportaban extraordinario placer…
Y también le proporcionaron dinero.
Tras el éxito del “Nuevo Estilo”. Dior asumió la responsabilidad de crear y orientar. Se le vio trabajar infatigablemente en la casona blanca de la Avenida Montaigne, con su taza de té con menta en su siempre repleta mesa de labor. Dedicó horas enteras a sus bocetos y a la dirección personal de sus modelos, porque “todo en la vida es fruto del esfuerzo y el hombre sólo recuerda al maná como lo único caído del cielo”.
Dior, hombre singular, quizás excéntrico, concibió sus modas revolucionarias de manera poco usual: en su bañadera de mármoles verdes y ribetes plateados.
Su amigo y socio Boussac relató en una ocasión:
—Christian se aparta de la tienda dos veces por año y pasa el tiempo de su retiro en Fontainebleau, sumergido en su bañadera. Acostumbra a tener pedazos de papel a mano y se recuesta a los bordes para trazar sus diseños. ¡Asombroso!
Dior no se conformó con su “Nuevo Estil”. Aceptado como el tirano de los usos femeninos, creó vestidos para gustos y temporadas Puso en el mercado su famoso “zigzag”, en que se brindaba preminencia a los senos y más tarde los estilos “Oval” y “Profile”, en que se mostraban precisión en redondear las caderas y moldear los contornos.
—Los cambios en el vestir se producen con la contribución de muchos factores y cuando todo el mundo está preparado para aceptarlos. El año postbélico de 1947, significó un momento psicológico para volver a imponer la femineidad, —decía en un libro escrito sobre la moda femenina.
Quizás contradictorio, pero tan polémico como su “Nuevo Estilo” de la postguerra, Dior presentó al mundo su celebérrima “Línea H” en 1953. Entonces se explicó:
—Los estilos rotan en ciclos, produciéndose una completa revolución cada siete años.
La elegancia y la sobriedad en el vestir deben defenderse pulgada a pulgada, en una época como esta en que el bien vestir es uno de los últimos refugios humanos.
A los críticos de su obra no satisfizo su modelo aplastado y tampoco a las mujeres.
“Bazaar” calificó el ensayo, “como la peor experiencia de Dior” y el célebre costurero parece que también lo admitió: a los años siguientes apareció con sus “Líneas A e Y”, más convencionales a los gustos de la mujer.
Dior con sus éxitos en el vestir, expandió sus negocios y la “Maison Dior” rotuló establecimientos similares en una veintena de países, con sus sucursales principales en New York y Caracas.
Además de vestidos y ropa interior femenina, prestigió con su nombre zapatos, perfumes, medias y hasta corbatas masculinas, que movían ingresos por $17.000,000.
Sus originales se vendían entre $500 y $3,600 en las exclusivas tiendas de la Séptima Avenida neoyorquina.
Copias de sus vestidos no bajaban de $300 y los trajes producidos en serie tenían el año 1956 precios de $49.50 en Manhattan.
Dior constituía para Francia el fruto de tres siglos de elegancia que se remonta al Palacio de Versalles del Rey Sol.
Su desaparición repentina, conmueve los cimientos mismos de la costura parisina pese a que “Maison Dior” permanecerá con sus puertas abiertas, pero sin su patrón principal.
Fulminado por un colapso cardiaco sobre una mesa de canasta en el Hotel La Place del
balneario ítalo de Montecatini, sus íntimos evocan con su muerte la advertencia de una pitonisa gitana, que a sus catorce años leyó su mano, en época en que soñaba con ser diplomático y no costurero:
—Te encontrarás sin dinero algún día, pero vivirás de las mujeres y a ellas deberás tus éxitos en la vida, pero te durarán poco…
Y su éxito fue fugaz: de sólo diez años.
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