Estamos mi madre y yo en la saleta de la casa de la calle Pinillos, ella está planchando ropa, yo estoy sentado a su lado observándola.
Yo estoy riendo, haciendo cuentos y chistes, hablando de la escuela, ella callada me escucha y me mira sonriente.
Termina de planchar una camisa mía y me dice: “Esta no la toques, es casi nueva, es para que te la pongas el domingo”.
De pronto hace algo insólito, era la primera vez que la veía hacerlo: Pone en la tabla un calzoncillo mío almidonado y comienza a plancharlo minuciosamente.
Me reí en ese instante, hoy se me humedecen los ojos al recordarlo. Fue una de las poquitas veces que la llamé por su nombre y jocosamente le pregunté: “¿Ana María, me puedes decir porqué haces eso?”.
Me miró seriamente y me dijo: “Pues muy sencillo: Tú vas al colegio, eres súper majadero, los recreos te los pasas corriendo por toda la escuela, te caes y te partes una pata”.
Iba a interrumpirla diciéndole que “yo no tengo pata”, pero cada vez más intrigado y queriendo saber el desenlace de esta explicación me quedé callado.
El final me dejó sorprendido sin saber si sonreírme o darle las merecidas gracias. Me dijo: “Ahí mismo te cargan, pasan la calle Habana, te entran a la Clínica Ocejo, te ordenan quitarte los pantalones para revisar tu pierna y descubren que tienes un calzoncillo arrugado y empercudido y te mandan para la casa sin atenderte”.
Y añadió, para darle más credibilidad a su creencia: “Juliancito es muy estricto en eso”. Vaya, “Juliancito” era el afamado cirujano Julián Ocejo, pero ella -orgullosamente- lo conocía de toda la vida.
Burlón iba a preguntarle: “Mami ¿el juramento hipocrático tiene una cláusula que permite al médico no atenderte si no tienes los calzoncillos almidonados, limpios y planchados?”
Pero, corrí a su lado, la abracé, la besé, y le dije: “¡Gracias, mami!”
Ella contenta me dijo: “¡Cuidado, Esteban de Jesús, que te vas a quemar con la plancha!”
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