1918: Cuando la Influenza causó más de 6,000 Muertos en Cuba
Por Carlos M. Castañeda (1957)
¡Fue una epidemia terrible! Oí a un médico referir de la influenza de 1918. No dijo más. Tan solo el recuerdo nubló el semblante. Sobrecogió el ánimo y quedó. Bajo las arrugas de su frente espaciosa, escondía la tragedia dolorosa. Vio en el decursar, de solo unas horas, salir de su casa los cadáveres de su mujer y sus cuatro hijos. Entonces yo era un niño. Hoy todavía suena en mis oídos el énfasis de sus palabras. Fue una epidemia terrible. Ahora, bajo el pánico de la influencia asiática, vale reproducir este párrafo, relato elocuente de la epidemia de 1918.
Cuba sufrió en los últimos años -decía el talentoso médico Jorge Leroy-la peor epidemia de los años republicanos. No obstante, que la Junta Nacional de Sanidad y Beneficencia no acordó incluir la gripe entre las enfermedades de declaración obligatoria hasta el 15 de octubre.
Las cifras llegan a 59,299 casos y el total de defunciones por gripe a 6,648 personas en 1918 y primeros meses del año siguiente, 1919.
Cuba entera estremeció con alarma, impotente, espantada. Toda la terapéutica era insuficiente. Sin conocerse el germen que determinaba la enfermedad, y sin profilaxis que oponer al enemigo desconocido, solo sin descanso y sin tregua. Ortega Cabrera Saavedra, Aballí, Grande Rossy, Inclán, Plasencia, aportaban lo mejor de sus conocimientos y su experiencia con fe en su saber y con confianza en la luz divina.
Fue el esfuerzo más hermoso de la medicina cubana en favor del pueblo.
Al conocimiento de sus hombres solo existía un antecedente histórico que relataban los doctores T. V. Coronado y D. L. Madan en su “Pirexia de la isla de Cuba” de 1896 a manera de biografía de la influencia criolla:
“Antes de 1890 si alguna epidemia de gripe se presentó aquí, en esta isla o fue confundida con otro mal o no llamó la atención por ser casos esporádicos presentados en determinadas comarcas, como quiera que haya sido, podemos confesar que hasta la gran epidemia de 1889 a 1890, no tenemos conocimiento de que en la isla de Cuba se haya confirmado su presencia con carácter epidémico intenso.
“El vapor de la compañía transatlántica francesa “St. Germain” entrado el 20 de diciembre de 1889 en el puerto de La Habana, nos importó con su pasaje y correspondencia, la epidemia de gripe que aún conservamos en forma endémica.
Durante el año 1890 puede asegurarse que la isla de Cuba fue totalmente invadida por una pandemia de gripe. Y desde entonces hasta la fecha hemos podido observar brotes epidémicos más pronunciados en determinadas localidades. ¿Qué pasó en 1918? Concluía la guerra en Europa. España neutral en el conflicto mundial, se consumía en la fiebre de la gripe posbélica. Creciente, pujante, demoledor, el mal terrible se extendió por continentes enteros con su saldo de dolor y de muerte. Parecía incontenible. Se llegó a creer en una peste devastadora del género, con caracteres de castigo bíblico. La influenza tocó a las puertas de Cuba.
La influenza española, mortal dolencia que actualmente causa considerables estragos en distintas poblaciones de España -se leía el primero de octubre en “El Mundo”- no constituye peligro de seguro contagio para nosotros. Porque nuestras autoridades sanitarias están alertas y envían a cuarentena a cuantos inmigrantes llegan a nuestros puertos procedentes de lugares infectados.
“Pero en nuestra capital tenemos varios casos de gripe que preocupan a sanidad, por cuanto su contagio es fácil y pudiera desarrollarse la enfermedad en forma epidémica. Parece que estos casos tienen su origen en inmigrantes españoles, que nos la hayan importado”.
Pronto el sanitario Juan Guiteras movilizó sus escasos recursos, se dispuso la desinfección de cinematógrafos, teatros e iglesias, ordenándose a sus encargados, “que diariamente baldearan los pisos y lavaran los asientos con soluciones antisépticas”, se prohibió la asistencia de las personas atacadas de gripe a los lugares públicos, asignándose médicos para hacer concluir la resolución. Se suprimieron las visitas en las casas donde existían enfermos de gripe.
El doctor José López del Valle aconseja al pueblo en entrevista que desplegó la discusión en su primera plana de principios de octubre de 1918: “El griposo es una fuente de contagio, por su salud y la del prójimo debe permanecer en su casa aislado, escupiendo en escupideras, con soluciones desinfectantes y no en el piso. La tos y el estornudo son otros tantos medios por los que se propaga la gripe. «Toda persona que estime su vida y la de las personas que lo rodean, debe cubrirse la boca antes de toser y estornudar. No debe darse la mano y suprimirse el beso entre las mujeres, ya que estas formas de cortesía son medios seguros de distribución del microbio”.
Y en eso, llegó a La Habana el “Alfonso XII»
En Cuba cundía el pánico: el brote epidémico se extendía con prontitud y se manifestaba la impotencia del Hombre. España y Norteamérica se rendían vencidas por la voracidad del mal.
Del vapor español venía un despacho inquietante: «Traigo 1.232 hombres, de los cuales un corto número son de tránsito para México. Desde la partida se han reportado 400 casos de influenza y se han producido 24 defunciones, incluyendo al segundo oficial, José A. Castell».
Ante el casco negro del “Alfonso XII» los habaneros espantados clamaban al unísono:
– ¡Qué no entre! ¡Qué no entre! ¡Qué no entre!
El buque no entró en puerto. La Sanidad impuso una rigurosa cuarentena al vapor infectado. Los enfermos se atendían en el Lazareto del Mariel y se disponía el desembarco de los pasajeros. Por días aumentaban las defunciones y ya el 7 de octubre, la prensa decía en titulares gruesos: «Pasan de 50 los muertos del “Alfonso XII”
La síntesis del drama se compendiaba en el relato del capitán:
-El primero de octubre noté que, como consecuencia de un cambio de temperatura, se empezó a sentir entre el pasaje los primeros síntomas de la influenza. A poco existían 400 personas atacadas, degenerando la epidemia en situación inquietante y trágica. De continuo tuve que efectuar en el silencio de la noche la ceremonia de sepultar a algún compañero de viaje. El egoísmo se apoderó de todos y todos se alejaban de sus íntimos temerosos del contagio funesto. Los enfermos, desesperados «por la fiebre intensa, abandonaban las camas y los más pretendían arrojarse al mar, lo que impedía la tripulación; uno al fin, logró hacerlo, desapareciendo entre las olas. Otro dio el tristísimo espectáculo de degollarse con una navaja barbera, produciéndose un tajo que casi le cercena la cabeza.
Aparejada con la presencia del buque en las costas del Mariel, se extendía la epidemia por toda Cuba. Sanidad, sin recursos, pero con el esfuerzo abnegado de los médicos y el concurso del pueblo, se enfrentaba al mal. Aumentaban las defunciones y proliferaban los partes de la Isla entera: la terrible influenza española diezmaba las ciudades y desesperaba a sus moradores impotentes.
El eminente médico Pedro A. Castillo recuerda en un párrafo de sus memorias sobre su maestro, el doctor Luis Ortega:
«Las medidas profilácticas y el tratamiento de la influenza dominaban la preocupación del gobierno, de la sociedad, de los médicos: se crearon salas especiales en los principales hospitales y hasta se había habilitado a los estudiantes del último curso para ayudar, en funciones de graduados, a los escasos médicos del hospital que se distribuían en otras partes de la República».
El 7 de octubre, venían de Camagüey los primeros informes alarmantes:
“Continúa esta ciudad preocupada con motivo de los numerosos casos de gripe que se nos han presentado en forma epidémica. Hoy han ocurrido nueve fallecimientos. Según cálculos de personas autorizadas para hacerlo, son unos cinco mil los atacados.»
Más dramática, es la carta de la señora Laura G. de Zayas a la señorita Julia Núñez Portuondo sobre la situación de Camagüey: «Nadie se atreve a salir a la calle cuando no tienen 6, 8 o 10 enfermos que atender; el servicio de criados falta en todas las casas: las industrias están paralizadas: los bancos trabajan sólo medio día: los espectáculos quedaron suprimidos. En fin, es algo indescriptible y profundamente doloroso lo que aquí pasa».
A La Habana también la consumía la influenza. Sanidad ponía todos sus recursos en la capital y eran tantos los tarecos que se extraen de las casas en las labores de saneamiento, que no alcanzan los carros para transportarlos». Sobre Camagüey se redoblaban los esfuerzos oficiales y se aceptaba el aporte generoso del pueblo.
Pronto llegaban partes inquietantes de Oriente, que el corresponsal de «El Mundo», Serrano Fresneda, enviaba al periódico:
«Toda la ciudad de Santiago de Cuba, como los pueblos del interior de la provincia se encuentran invadidos de la epidemia de influenza española. A la Jefatura Local de Sanidad se le hace imposible atender el problema sanitario, siendo necesaria la cooperación directa de la secretaria de Sanidad.
«Se cree ascienden a unos 8,000 los casos de influenza existentes en Manzanillo. En la población el pánico es grande. La mayoría de las personas se resisten a atender a los atacados como si se tratara de una enfermedad de caracteres más graves que la influenza».
Se imponía pujante el mal sobre toda Cuba
Pese a sus esfuerzos, la ciencia parecía impotente. Confundidos por la virulencia de la gripe, pero no abatidos, los médicos más eminentes de la época insistían en una terapéutica eficiente, menos empírica: los más prudentes se contentaban con tonificar al enfermo, manteniendo eficiente la circulación; otras preconizaban el empico de sueros y el uso de vacunas.
No tardó en producirse el debate de las escuelas médicas: Aballí y Cabrera Saavedra defendían el empleo del suero antidiftérico en el tratamiento de la influenza; Ortega se pronunció contra esa teoría. Clínicas y hospitales se convertían con frecuencia en escenarios de polémicas ardorosas y hasta los periódicos de entonces enjuiciaron las bondades de los métodos.
El 5 de diciembre de 1918 la Academia de Ciencias se colmó como pocas veces. Los testigos de la sesión, sobrevivientes hoy, recuerdan el episodio «como noche memorable en los anales de la medicina cubana».
Ortega y Aballí, en el clímax de su prestigio profesional, se batieron en exquisito torneo de erudición, de trabajo, de aporte personal de casos estudiados, de conclusiones discretas y bien valorizadas, que, a decir de un cronista del debate, «jamás se traspasó, ni en la palabra, ni en el gesto, el justo límite de la caballerosidad y el respeto».
—Fue una pelea de leones, sin que se produjeran el menor rasguño—sintetiza el célebre Grande Rossi la polémica científica.
Momentáneamente no hubo vencedor y los médicos persistieron en afiliarse a la tendencia que creían mejor. Tal fue, que el doctor Castillo recuerda una anécdota del doctor Ortega, en sus memorias sobre su maestro:
«Acompañé a Ortega a ver un enfermo cerca de La Habana. El joven médico que lo asistía lo presentó como un caso grave de influenza y en tono irrespetuoso insistía en la cantidad de suero anti-diftérico administrado. Ortega examinó al enfermo y luego de una pregunta, dijo paternalmente al enfatuado galeno: “continúe con el suero, duplique la dosis”, a la par que tranquilizaba a la familia».
«Días más tarde, el crítico le escribió una carta para insistir en su triunfo terapéutico, en las bondades del suero antidiftérico en la gripe. Ortega replicó en una sola frase: Todavía el suero antidiftérico, cura la difteria. Espíritu franco y amable, Ortega no quiso dar más respuesta al impertinente: no se trataba de un caso de gripe, sino de difteria».
Implacable la influenza sacudió la Isla. Acorde con cuidadosas estadísticas elaboradas por el doctor Jorge Le-Roy, se registraron en el curso de 1918 y los primeros meses de 1919, un total de 59,299 casos, produciéndose 6,648 defunciones. La epidemia decreció con la primavera de 1919 y ya en el verano se consideraba rebasado el período de peligro.
—Mi padre no contrajo la enfermedad — relata hoy el doctor Ortega Verdes—, pese a su contacto diario con personas infectadas. Mi madre lo atribuía a sus cuidados caseros. Recuerdo que le pasaba la suela de sus zapatos por sobre un reverbero y hervía la ropa interior, colocando sus trajes de trabajo en lugar especial, aislado.
Los fríos invernales motivaron un segundo brote de poca trascendencia. Sin embargo, fue suficiente para poner un colofón dramático a la biografía de la influenza criolla con el célebre episodio de la familia Figueroa, diezmada en cuestión de horas por el espantoso mal.
—Mi cuñada Antonia, de viaje por los Estados Unidos, contrajo la influenza y murió a los pocos días en Washington — cuenta el doctor Pedro Barillas—, vinculado a la familia. Traído a Cuba el cadáver en una doble caja metálica se efectuó el sepelio sin abrir el féretro, por prohibición expresa de Sanidad. Dos días más tarde, se vio el equipaje de Antonia y se produjo la tragedia, todos los que tocaron sus ropas cayeron enfermos. Mi entonces suegro, el doctor Alfredo Figueroa, tuvo que acompañar al cementerio el cadáver de su esposa, sus hijas Lolita y Paz, así como su yerno Rafael Saladrigas Heredia.
Al escuchar el relato del doctor Barillas, vuelven a resonar con toda su angustia y dramatismo, las palabras que oí de niño en boca del desventurado médico al referirse a la influenza de 1918. — ¡Fue una epidemia terrible!
0 comentarios