Por JORGE QUINTANA (1954)
Si algún cubano puede servir de paradigma, ese fue Antonio Lorenzo Luaces Iraola. Su vida fue una línea recta, sin caídas, sin desdoblamientos. Era la entereza, la conducta moral, la ética, hecha carne. Fue hombre de principios y nada ni nadie le hizo abjurar de ellos.
Amaba a su patria, amaba la independencia de Cuba, repudiaba la miseria colonial de una imposición que ya se había extendido demasiado en el tiempo. Antes que súbdito de un monarca que vivía a miles de millas de distancia, prefería vestir la toga del ciudadano libre. Fue antiesclavista cuando todavía se sostenía, a todo trance, la inhumana institución, cuando unos cuantos nobles y aspirantes a nobles de Castilla hacían grandes fortunas robando negros en África e introduciéndolos en Cuba de contrabando. Fue un liberal consecuente con el ideario
liberal.
Por eso aplaudió hasta rabiar de entusiasmo la derrota de la reacción isabelina en Alcolea y por eso vino a Cuba a demandarle a aquellos liberales de la península el pago recíproco de un régimen liberal y republicano para la colonia antillana. Era modesto, afable, de nobles sentimientos, generoso, cordial. Era la virtud personificada. Por ello, en la hora de su muerte, mientras encendía un tabaco con evidente despreocupación pudo decir al oficial que le custodiaba: “¡No es verdad que es hermoso morir por una causa justa!”.
El 11 de junio de 1842 nació en la calle de San Francisco —hoy Antonio Luaces— número 8, en Puerto Príncipe un niño al que pusieron por nombre Antonio Lorenzo Luaces Iraola. La familia vive en posición económica bastante desahogada. Junto con sus hermanos Emilio y Ernesto estudió las primeras letras y más tarde el bachillerato, en las Escuelas Pías de Puerto Príncipe.
Graduado de Bachiller se trasladó a los Estados Unidos con el propósito de cursar estudios superiores, ingresando, en unión de su hermano Emilio, en una Escuela de Medicina, mientras su hermano Ernesto estudiaba ingeniería. Además de medicina estudió filosofía, pues en 1862 su madre doña Concepción Iraola pidió al gobierno español incorporase los estudios de filosofía realizados por su hijo Antonio Luaces Iraola en el extranjero a la Universidad de La Habana, petición que le fue denegada por no haber adjuntado, con la solicitud, la certificación acreditativa correspondiente.
Al iniciarse la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, se incorporó al ejército federal que defendía al presidente Abraham Lincoln, prestando servicios en el Cuerpo de Sanidad donde ostentaba, al concluirse la campaña, el grado de coronel. En 1865 renuncia a su cargo militar y se traslada a Francia con el propósito de ampliar sus estudios médicos. Después visita la capital española. Allí estaba cuando los revolucionarios, acaudillados por los generales Prim y Serrano derrotan a los soldados que trataban de sostener, en tambaleante trono, a la veleidosa reina Isabel II. Ahí estaba cuando le sorprende el levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes en La Demajagua, el 10 de octubre de 1868.
No aguardó mucho. Se trasladó a los Estados Unidos y en unión de sus hermanos Emilio y Ernesto, se incorporaron a la expedición que conduciría a playas cubanas el general norteamericano Thomas Jordan. El 15 de mayo de 1869 desembarcan los expedicionarios en la Península del Ramón.
Inmediatamente comienza una tremenda batalla, porque los españoles trataban, por todos los medios de impedir que los expedicionarios se internasen y estableciesen contacto con los otros cubanos
levantados en armas. En aquellos combates su colega el Dr. Sebastián Amabile recibe un balazo en un ojo que le vacía la cuenca. Días después moría. Los españoles fueron arrollados por los impetuosos expedicionarios mambises, logrando estos llegar al campamento del mayor general Ignacio Agramonte.
Junto a Ignacio Agramonte el Dr. Luaces se hizo un combatiente por la libertad de la patria. No importa que el 4 de enero de 1870 el presidente de la República en armas Carlos Manuel de Céspedes firme un decreto designándolo, con el grado de coronel, para la Jefatura de la Sanidad Militar del Departamento de Oriente. En Camagüey habrá de quedarse bregando todos los días, junto a su amigo y compañero Ignacio Agramonte y su hermano el Dr. Emilio Luaces Iraola, ascendido al rango de teniente coronel de sanidad de la caballería
camagüeyana.
En los primeros días de enero de 1871 su entereza moral se puso a prueba. Un amigo camagüeyano le escribe proponiéndole, que, en unión de sus hermanos, se presenten a los españoles. El Dr. Antonio Luaces le contesta en su nombre y el de sus hermanos. De esa carta es este hermoso
párrafo:
“Su carta fecha 23 de enero de 1871 ha llegado a sus manos con mucho retraso. La súplica que nos hace para que nos presentemos al pueblo para que nos salvemos, la agradecemos como emanación de cariño que en alto grado estimamos y al que
correspondemos con toda sinceridad, pero como consejo mucho nos extraña que venga de Ud., y solamente la ofuscación del momento, la supuesta inminencia del peligro, puede excusarlo: aconsejarnos que cometamos una infamia, ¡por Dios! Acuérdese de que, aunque la vida tiene su valor, hay cosas que valen más que la vida. Hay manchas en la reputación de un hombre honrado que infunden más terror que la misma muerte…”
Y así liquidó aquella insinuación, con la entereza que era en él habitual. Continuó al lado de su jefe y amigo Ignacio Agramonte, prestándole los servicios inapreciables de sus conocimientos médicos y el apoyo moral de una sincera adhesión. El 7 de octubre de 1871 cayó prisionero en poder de los soldados españoles el mayor general Julio Sanguily. Agramonte, con sólo treinta y cinco jinetes, salió dispuesto a rescatarle. Entre aquel pequeño grupo de héroes va el Dr. Luaces, más animoso que nunca. Cargaron los cubanos al enemigo apenas le divisaron. La desbandada española fue general. Asaltados por sorpresa no atinaron a otra cosa que a huir.
El mayor general Julio Sanguily retornó con los suyos, con una mano atravesada por un balazo. La proeza quedó inscrita como entre las más heroicas en la historia de Cuba, en la pequeña historia de aquella famosa caballería camagüeyana y como un episodio más en la gloriosa vida del Bayardo cubano.
El 11 de mayo de 1873 murió en los maniguazos de Jimaguayú, Ignacio Agramonte. Para sustituirlo tuvo el presidente Céspedes el singular acierto de designar al mayor general Máximo Gómez. Unas semanas más tarde de aquel acontecimiento, el 9 de julio de 1873, el general Gómez se presentaba ante los camagüeyanos para sustituir al jefe caído.
Lo primero era captarse la simpatía, la adhesión de aquellos nombres que habían servido a las órdenes de Agramonte. El general Gómez logró esto sin mucha dificultad. Tenía la misma integridad, el mismo valor, la misma decisión, la misma rectitud, el mismo espíritu disciplinario, la misma fe. El Dr. Luaces fue uno de los que muy pronto intimó con el general Gómez. Julio Sanguily, Henry Reeve, El Inglesito, Gabriel González, Rafael Rodríguez, Manuel Suárez todos depositaron en el nuevo jefe la misma confianza. Luaces, como médico y como amigo, compartía con el general Gómez su tienda de campaña. Cuando el 21 de diciembre de 1874 salió el Dr. Luaces a acompañar al teniente coronel Ernesto Virués, del ejército español, que trataba de recoger el cadáver de su hijo caído en la famosa batalla de Las Guásimas, el general Gómez sintió su vacío.
Desde que se habían reunido, a la llegada de Gómez a Camagüey, era la primera vez que se separaban. En su ‘Diario’ escribió el general Gómez: “Al separarme del Dr. Luaces que es esta la vez primera desde que llegué aquí al Camagüey a hacerme cargo del mando por muerte del
malogrado Agramonte —justo es diga dos palabras, pues yo creo que muy pocos conocen al Dr. Luaces como conocerlo puedo yo que es mi compañero de tienda, que es como mejor se conocen los hombres, cuando su vida es íntima.
Luaces, hombre profundamente honrado es de un delicadísimo trato, virtuoso hasta donde pueden serlo los hombres, de costumbres muy puras y con un corazón lleno de benevolencia y bondad se capta las simpatías de todo el que llegase a tratarle. Es de muy buen juicio y bastante talento y sobre los conocimientos que puede tener en su profesión, como no soy voto en la materia no puedo formar opinión”.
Al lado del general Gómez asiste a todas las importantes batallas en que el veterano guerrero se impuso a los españoles en aquella zona manteniendo la misma combatividad que su antecesor el general Agramonte. El 9 de noviembre de 1873 se libró la acción de La Sacra. Fue un desastre para las armas españolas. El Dr. Naranjo cayó prisionero con doce soldados enemigos. En medio del combate se dirigió al Dr. Luaces llamándole por su grado militar de coronel. Con suave tono y mucha ternura amistosa, el médico camagüeyano le replicó: “Llámeme mejor, compañero”. Después se esforzó en salvarle la vida a él y a sus soldados y lo logró, haciendo prevalecer su criterio de que era mejor libertar a aquellos hombres, que no ejecutarlos.
Unas semanas más tarde el general Gómez libra la batalla de Palo Seco. Fue otra tremenda, derrota para los españoles. La mano de hierro del general Gómez se hacía sentir en la región. Entre los jefes rendidos figura el comandante Vicente Martitegui y cincuenta hombres entre oficiales, clases y soldados. La misma noche de aquel combate, en el mismo campo de batalla donde se habían anotado tan resonante victoria, los jefes cubanos celebran consejo de guerra para decidir sobre la suerte de los prisioneros. La situación es tensa. Al campamento mambí llegan noticias de desastres que demandan venganza.
Entre los papeles ocupados al comandante Martitegui figura una clave en la que se le ordena no tener compasión alguna con los prisioneros. También entre las notas se encuentra una que informa del apresamiento del “Virginius” y la brutal carnicería que en Santiago de Cuba ha llevado a cabo aquel bárbaro entre los bárbaros que se llamó Burriel.
El general Bernabé Varona, el popular “Bembeta”, William O’Ryan y otros jefes muy queridos entre los camagüeyanos,
figuran entre los fusilados. Una ola ansiosa de vengar aquello, priva en los espíritus mambises. Habla Luaces. Antes han hablado otros jefes distinguidos sin lograr convencer de que hay que mantener la línea de la clemencia ante las barbaridades españolas, que a la crueldad de los guerrilleros y de los voluntarios hay que responder con la guerra dura y la generosidad con los prisioneros.
El discurso de Luaces es altamente elocuente. Fueron sus palabras las que inclinaron a aquellos hombres admirables a no ejercer venganza con los que habían caído en su poder en aquel potrero de Palo Seco. Y así fue como Martitegui y sus hombres fueron llevados con escolta hasta las inmediaciones de Guáimaro donde fueron devueltos a sus filas.
En Las Guásimas donde el general Máximo Gómez derrotó a dos brigadieres españoles —Bascones y Armiñán – después de tres días de dura pelea, murió el teniente Virués. Su padre teniente coronel del ejército español fue a su casa y se vistió de completo uniforme. Después abandonó la ciudad dirigiéndose al campamento del general Gómez. Cuando alcanzó a ver a la avanzada mambisa se dirigió hacia ellos resueltamente, preguntándoles: “¿Dónde está Máximo Gómez?”. Los soldados cubanos le llevaron a presencia del jefe del Departamento.
El teniente coronel Virués, sin inmutarse, le dijo: “Vengo a buscar el cadáver de mi hijo que murió en Las Guásimas, aunque me cueste la vida”. Aquella grandeza conmovió al general Gómez y a los jefes y oficiales que con él estaban.
El Dr. Luaces, más que ningún otro. Él era de los que comprendían toda la belleza que había en aquel gesto del padre que ya sólo se conformaba con rescatar el cadáver del hijo, aunque en ello le fuese la vida. Le consolaron. El general Gómez lo invitó a almorzar y después le facilitó una escolta para que lo acompañaran a registrar aquel campo donde los cadáveres de uno y otro ejército habían quedado insepultos.
El Dr. Luaces acompaña al teniente coronel Virués. El cadáver del hijo muerto fue encontrado, aun cuando ya las auras habían comenzado a comerle los ojos y la cara. Por los gemelos de la camisa y el revólver reconoció el padre los despojos de su hijo. Lo enterró. Después el general Gómez le permitió que se llevara las únicas reliquias que había podido salvar.
A principios de 1875 el general Gómez avanza hacia Las Villas. Todavía suena con su idea de llevar a cabo la invasión. En Camagüey se han quedado algunos de sus jefes. Henry Reeve, El Inglesito espera órdenes. El 18 de abril de 1878 están acampados en la Crimea el brigadier Reeve, el coronel Manuel Sanguily y el Dr. Luaces.
El día antes el coronel Carlos Rodríguez asalta el rancho del cubano Manuel Carmenate, matando dos hombres y
arrestando a este. Las mujeres confiesan, ante la presencia de la guerrilla de Los Doce Apóstoles que ha organizado el feroz Ampudia y colocado bajo el mando de un presentado de nacionalidad española apellidado Laborde, que en La Crimea se encuentran acampados varios jefes cubanos.
El coronel Rodríguez ordena a la guerrilla que manda Laborde que se adelante y sorprenda el campamento insurrecto. A pesar de ello Reeve, Sanguily y Luaces lograron montar y huir. Sanguily se detuvo, para disparar sobre el enemigo que los perseguía y contenerlos, mientras Reeve lograba escapar primero y él podía seguirle después. Al Dr. Luaces los soldados españoles lograron matarle el caballo que montaba. Al caer el animal quedó el Dr. Luaces con una pierna debajo. Allí lo alcanzaron los guerrilleros conduciéndolo, junto con el preso Carmenate, a la ciudad de Puerto Príncipe.
A la una de la tarde del 20 de abril llegaron los presos. Fueron conducidos inmediatamente a la presencia de Ampudia. Este comenzó interrogando al campesino Carmenate. Como Luaces advirtiera que éste estaba a punto de hacer revelaciones, le dijo:
–Ponga usted decoro.
Carmenate se rehízo instantáneamente y recuperando su entereza le respondió a Ampudia:
—Yo digo lo que diga el doctor. Ampudia se dirigió a Luaces. Como le hiciera insinuaciones de traicionar su causa, éste le respondió con magnífica altivez:
—Si yo hubiera tenido lugar de ceñir mis armas, me hubiese ahorrado la vergüenza de escuchar tales preguntas. El suicidio me hubiera evitado el ultraje que usted acaba de inferirme.
Una hora después de haber llegado a Puerto Príncipe ya estaba funcionando el Consejo de Guerra sumarísimo que habría de juzgarlo en unión de su compañero de martirio. Seis horas duró la deliberación. Todo Camagüey se había movilizado para salvarle la vida. Pero Ampudia se mostró inflexible y a las ocho de la noche el Consejo dictaba sentencia, condenando a morir fusilados ambos patriotas.
Inmediatamente entró en capilla. Escuchó la noticia de la sentencia. La noticia de que al día siguiente moriría aquel estimadísimo hijo de la ciudad. El claustro en pleno de las Escuelas Pías, con su Rector, visitó a Ampudia para pedirle la conmutación de la pena. Martitegui recordaba la generosidad con que le había salvado. Se recordaba su gesto con el teniente coronel Virués.
El médico Naranjo se movía inquieto. Pero nada era capaz de conmover a Ampudia. En horas de la madrugada declaró que estaba dispuesto a indultarlo si Luaces firmaba un documento redactado por él, donde se declaraba contrario a la insurrección. Le llevaron el documento y Luaces se negó a firmarlo.
Ampudia entonces dijo que lo indultaría y permitiría salir de la Isla, si Luaces se comprometía a no volver a las filas insurrectas. Enérgico, con aquella entereza habitual, se negó a prometer nada, declarando que sí le ponían en libertad le faltaría el tiempo para correr a reunirse con los insurrectos.
Así amaneció aquel día 21 de abril. A las cinco de la mañana sacaron al Dr. Luaces y a Carmenate para conducirlos hasta un paredón que existía en la carretera de Pueyo, donde deberían ser ejecutados. Una inmensa multitud los esperaba. En la puerta el oficial ofreció a Luaces un tabaco. Este lo encendió mientras le decía con su suave palabra:
“¿No es verdad que siempre es hermoso morir por una causa justa?”.
Avanzó con serenidad estoica hasta el lugar de la ejecución. Frente a los fusiles no dio muestra de miedo. Junto a él situaron a Carmenate. A la voz de fuego los dos mártires cayeron sin vida. La patria había ganado dos nombres preclaros.
Manuel de la Cruz escribió sobre Luaces. Tuvo la suerte de conocer a muchos de los que le habían conocido en la guerra como Manuel Sanguily, Ramón Roa, Enrique Collazo y otros. Con aquella maestría de su estilo magnífico, el insigne escritor nos pintó su retrato en las siguientes palabras:
“Antonio Luaces era de buenas carnes, de mediana estatura, el cabello muy fino y rizado, rubio con tonos castaños, artístico marco de su frente convexa, ancha y luminosa; el bigote espeso, blondo bermeja, la nariz con ligera curvatura de pico de águila, los ojos de un gris azuloso, el rostro de esa blancura satinada de contornos de niño o seno de virgen, ovalado, de líneas tan puras y colores tan armoniosos y suaves, que un fotógrafo de París, a sus espaldas, copió el negativo en un retrato al óleo que expuso como modelo en sus escaparates, lo que fue causa de un litigio porque la modestia y seriedad de Luaces se sintieron lastimadas en aquella exhibición de su severa y varonil belleza. Tenía en su aspecto la corrección irreprochable del aristócrata inglés y el refinamiento de maneras del clubman parísien”.
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