AMOR ETERNO

6 de mayo de 2025

El gran poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, escribió unos versos que usamos para titular este artículo sobre El Día de las Madres: 

“Podrá nublarse el sol eternamente, podrá secarse en un instante el mar, podrá romperse el eje de la tierra como un débil cristal. ¡Todo podrá suceder! Podrá la muerte cubrirme con su fúnebre crespón; pero jamás podrá en mí apagarse la llama de tu amor”.  En efecto, si pudiere existir el amor eterno ése sería el de nuestra madre.

Decenas de canciones e incontables párrafos se han producido con el título que mencionamos. Una novela mexicana alcanzó su fama con este título. No sabemos cuántas melodías se han cantado con el mismo tema. Nos fascinan la de Osvaldo Farrés, y la de José Gabriel, cantada creativamente por Rocío Durcal. Recuerdo que una joven señora de la iglesia de la que fui pastor se desvivía por cantar “Madrecita”. Mencionamos algunos fragmentos de esa extraordinaria creación musical:

 “Madrecita del alma querida, en mi pecho yo llevo una flor, no me importa el color que ella tenga porque al fin tú eres, madre querida, una flor …  aunque amores yo tenga en la vida que me llenen de felicidad como el tuyo jamás madre mía, como el tuyo, no habré de encontrar”.

José Martí, el Apóstol de nuestra libertad, a pesar de su incansable quehacer patriótico, dedicó su tiempo y su talento para honrar tiernamente a su madre. En su plena adolescencia, estando preso en los miserables calabozos de la cárcel en Isla de Pinos, frente a una inusual foto le dejó escritas estas palabras: 

El 28 de agosto de 1870 José Martí escribió a su madre, desde la Cárcel de La Habana, el poema que aún estremece a millones de lectores: “Mírame, madre mía, y por tu amor no llores: si esclavo de mi edad y mis doctrinas tu corazón llené de espinas, piensa que nacen entre espinas flores”. 

Un párrafo que es una emotiva despedida de Martí a su madre es oportuno que lo citemos: “Madre mía, hoy 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Yo sin cesar pienso en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allá donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”.

Entre las madres, sacrificadas y abnegadas, no podemos ignorar a María, la santa madre de Jesús. María es un modelo de cómo una madre tiene que afrontar el proceso de la concepción. Ella sufrió situaciones difíciles, tanto en el ámbito familiar como social, pero no renunció a su deber de proteger al divino ser que llevaba en su vientre.

Cuando María supo que había sido escogida por Dios para ser madre, sin medir riesgos ni enumerar objeciones, aceptó la bendición que corona la vida de toda mujer. Ser madre es el gran regalo de Dios, es una preferencia del cielo. Es crear vida. Cuando con los ojos del corazón miramos a María pobre, solitaria, perseguida y alojada bajo un techo de ramas; pero engalanada con el cántico de los ángeles, aprendemos que la verdadera felicidad no está en los pañales bordados de oro ni en las suntuosas y palaciegas habitaciones. La verdadera felicidad es la de una madre que besa la santidad de su hijo. María es un ser muy especial para nosotros, los refugiados que podemos ver en ella a una dama de Dios que anduvo caminos semejantes por los que nos ha tocado a nosotros transitar. Cuando le llegó la hora de la inquietante decisión, con tal de proteger la vida de su hijo, emprendió la siempre peligrosa ruta del destierro. Es símbolo de la madre que en bien del fruto de sus entrañas asumió privaciones, incomodidades y sacrificios.

María también afrontó la experiencia de ver a su hijo emprendiendo sus propios caminos.  Aceptó con humildad, siendo preferida de Dios, y madre celestial del redentor de la humanidad, el puesto que le correspondió desempeñar. Por supuesto, no queremos colocar a María, que es reina y señora de la Iglesia en la tarea de vivir al nivel de las madres de hoy. La historia es inmutable, pero el futuro variable e imprevisible. Las madres de nuestro mundo actual son totalmente diferentes a las madres a las que les tocó desempeñarse en épocas pasadas. A la familia, y en especial a los hijos, nos ha sido asignada una posición diferente a las que vivieron nuestros antepasados. Mencionemos parcialmente las tres características más evidentes que definen las relaciones familiares en la sociedad en la que hoy vivimos.

En años anteriores era inusual que las madres trabajaran fuera del hogar, atendían a sus hijos y esposo, preparaban los alimentos, mantenían la limpieza y el orden hogareño y disfrutaban la compañía de los pequeños que se iniciaban en el proceso inicial de sus vidas. Hoy los niños viven fuera del hogar la mayor parte del día y sus relaciones con los padres es limitada y casual. La familia queda rezagada y parcialmente descuidada. Ahora, en el cercano Día de las Madres habrá una pausa de gozo, paz y unión.  Lástima, de veras, es que no todos los días sean dedicados a la confraternidad hogareña.

En nuestros tiempos la familia solía permanecer unida. Hoy día nuestros hijos residen lejos de lo que fue el hogar. Conozco, y no es raro, a un matrimonio que tiene cuatro hijos: uno vive en Inglaterra, otro en Canadá, y los dos restantes en Estados Unidos, uno en California y el otro en Nueva York, y les aseguro que no exagero.

Un hecho que ciertamente nos inquieta es la ausencia de la familia del amparo de la iglesia. No muy distante nos quedan los días en que la familia completa se iba a la iglesia, los niños de la mano, los ancianos asistidos y el matrimonio al frente. Hoy día prevalece la indiferencia, el secularismo y abstención. Nos contaba un sacerdote amigo que los sermones por televisión, la práctica de los juegos electrónicos y la disolución de la unidad hogareña, cada uno con sus entretenimientos, había desalojado de la iglesia a las familias espiritualmente orientadas de antes. Si este es el camino que nos queda para internarnos en el futuro, muy mal vemos el futuro de la sociedad.

No creemos que las rutas de ayer se instalarán fácilmente en nuestras vivencias de hoy, pero en esta celebración del Día de las Madres intensificaremos el mensaje de la Palabra de Dios: oremos, leamos La Biblia, sigamos las enseñanzas de Jesús y renovemos nuestro compromiso con la asistencia a la Iglesia.

Tuvimos el privilegio de conocer a Yolanda del Castillo Cobelo, una mujer talentosa como compositora y cristiana de profunda dedicación. Escribió, entre muchos otros, un himno que tituló no hay palabras, y hemos decidido compartirlo con nuestros amigos lectores como un apropiado regalo para el Día de las Madres:

“Madre, para cantarte no bastan las palabras

que puedan expresarte el amor,

agradecerte por todo lo recibido,

primero por la suerte que yo de ti he nacido;

pero te canto porque ya no eres tronco,

porque en flor te convertiste

que, por corona de nieve, tu cetro de ayer perdiste.

Leona para defenderme, paloma para arrullarme

Sabia para comprenderme, estrella para guiarme,

simiente que me sembró de sueños el horizonte,

música que me llenó de trinos como a un sinsonte.

¡madre, madre, no hay palabras para cantarte!”                   

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