La Elocuencia, del latín eloquentia, es el privilegio de disponer de un vocabulario abundante, elegante y sensible. Un buen orador impresiona, atrae y cautiva, aunque no todos los que nos servimos de la palabra llegamos a ese pináculo del lenguaje. Hablar es un don de Dios insertado en el ser humano, pero a menudo nos olvidamos del extraordinario poder del silencio.
En La Biblia hay una frase que no podemos evadir: “tiempo de callar y tiempo de hablar”, y una orden que debemos obedecer: “calle delante de Dios toda la tierra”. Leímos en un libro cuyo autor se nos perdió escapándosenos de la memoria estas sabias palabras que tuvimos el gusto de copiar: “el silencio es un poco de cielo que desciende hacia el hombre”. De quien sí me acuerdo es de Confucio cuando sentenció “el silencio es un amigo que jamás traiciona”.
¿Por qué hablar del silencio? Porque a menudo, con la palabra mentimos, dañamos, interrumpimos, acusamos, blasfemamos y engañamos. Y detenemos la lista porque no quiero que se me acuse de defensor de los mudos, a quienes respeto y a quienes he aprendidos a tratar con compasiva admiración. Precisamente mi hija mayor es profesional en la técnica de darle voz, con el movimiento de sus manos, a los que no puede expresarse verbalmente.
Cuando éramos niños nuestros mayores nos imponían la disciplina de no interrumpir con nuestras palabras a los adultos que estaban en el uso de las mismas. Los maestros, en la escuela, tan solo con una mirada firme y frontal nos obligaban a callarnos de inmediato. Guardar silencio era una señal de buena educación. En las iglesias mantener los labios cerrados era una sagrada actitud de alabanza. La abstención de usar palabras obscenas y expresiones de mal gusto o cargadas de insultos, era la manifestación de una limpieza interior que enlazaba la agradecida admiración de los que nos rodeaban.
Hoy día, simplemente para poner un ejemplo, ir a un restaurante es soportar la confesión pública de desconocidos que gritan, sobre todo, los que se aferran al teléfono celular. La cortesía suele dispersarse cuando a gritos la desafiamos. Me agrada mencionar este pensamiento de Philippe De Commynes: “muchas veces me he arrepentido de haber hablado, pero nunca de haberme callado”.
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, Silencio significa “abstención de hablar, falta de ruido, el silencio de los bosques, del claustro, de la noche y pausa en la música”. Y según Séneca “el silencio es un amigo que jamás traiciona”. No queremos decir, por supuesto, que debemos permanecer siempre totalmente callados. Hay voces que fascinan, notas musicales que nos conmueven, mensajes que nos transforman, lecciones que nos iluminan, maneras dulces de hablar del amor, y espacios que se llenan de religiosa devoción cuando oramos y alabamos. En el evangelio de San Juan leemos que “en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios”. Ahora bien, y copiamos a Voltaire: “no empleéis una palabra, a no ser que tenga estas tres cualidades: ser necesaria, inteligible y sonora”. Guardar silencio es una suave y digna manera de aprovechar el tiempo cuando se nos detiene la voz. Baltasar Gracián lo dijo de una simple manera: “el silencio es el santuario de la prudencia”.
Probablemente haya quienes nos pregunten qué hacer durante los espacios de nuestro silencio. La repuesta tiene un contenido estrictamente personal, porque todos tenemos nuestras preferencias. Generalmente el llamado tiempo libre lo usamos para dormir una siesta, disfrutar de una merienda o internarnos en la trama de una novela televisada. Hay, sin embargo, otras cosas llenas de recompensas a las que podamos dedicar nuestras pausas silenciosas y con gusto las enumeramos.
Primero, por espíritu de reverencia, dedique unos minutos a orar. En lugar de estarle dando vueltas a sus problemas, deposítelos en las manos de Dios. Pudiera mencionar decenas de citas, pero ésta, poco conocida, es suficiente: voy a escuchar de que habla Dios, pues Él habla de paz con los que le prestan atención” (Salmo 85:9).
Una satisfactoria manera de usar el silencio es dedicándolo a los recuerdos. Piense en su niñez, en las cosas gratas de la familia, en los viajes de que ha disfrutado, en los días de estudiante, en la hora en que nos enamorábamos… “Recordar es vivir”, dijo un escritor, “recorrer en silencio las largas avenidas que nos fueron propicias”. No permitamos que el olvido haga desvanecer los momentos culminantes de nuestra vida. Recordarlos en silencio es repetirlos. Alfredo De Musset, un reconocido escritor, nos ha legado este pensamiento: “un recuerdo feliz quizás es en este mundo más verdadero que la felicidad”.
Si dispone de ávido interés, busque un buen libro y dedíquese a leerlo a solas. Recuerdo estas palabras de Rubén Darío: “el libro es fuerza, es valor, es poder, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial del amor”. Hoy día, lamentablemente, el acceso a entretenimientos eléctricos, métodos estériles de recreación y ausencia de literatura creativa y edificante, nos privan de la compañía de libros gratos de leer. Nos olvidamos del pensamiento de Voltaire: “la lectura engrandece el alma”. Tengo un viejo amigo que me confesó en cierta ocasión que se había despojado del aburrimiento y había conquistado un generoso tramo de cultura por medio de la lectura silenciosa. Me hicieron sus palabras recordar un viejo pensamiento de Pascal: “la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con la más honrada gente de los siglos pasados”. —
Recuerdo que en mis tiempos de pastor solía repartir unos bellos cuadernos que contenían una guía para leer La Biblia en un año, simplemente utilizando las diarias etapas cotidianas de silencio que nos regala Dios. Marcelino Menéndez y Pelayo exhaló esta queja: “y que lástima morir cuando me queda tanto por leer…”
Otra agradable manera de gozar el silencio es la de practicar el arte de la observación. Andamos con tanta rapidez, tenemos tantas ocupaciones a puerta cerrada, en la oficina y el almacén, y aún dentro del hogar, que nos perdemos los grandes espectáculos naturales que nos quedan disponibles. Lamartine, un fecundo escritor nos ha legado este retador pensamiento: “la naturaleza te está invitando y amando; húndete en el regazo que ella siempre te ofrece”. Los atardeceres de nuestros escenarios son un concierto de belleza. ¿Cuándo nos hemos asomado al mundo en el que vivimos para ver un nido de pájaros, un árbol florido, una estrella fugaz o a unos niños jugando? No fijamos la mirada en la inmensidad azul del mar, no nos detenemos a mirar el paisaje tranquilo poblado de animalitos que pacen y no guardamos silencio para ver revoleteando a las mariposas sobre la alfombra mágica de los cercanos jardines. El silencio no es el vacío, es el escenario; no el desgano o el desinterés, sino el conquistar brillos en la mirada y ritmos en el corazón. Desperdiciarlo es perder parte vibrante de la vida.
Nuestro consejo final es que no debemos nunca desperdiciar la fuente de paz, sabiduría y espiritualidad que caben en un fragmento de soledad.






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