Las Vacaciones

Written by Libre Online

4 de noviembre de 2025

ELADIO SECADES (1957)

El trabajador es un acumulador de cansancio. Y de aburrimiento. Abrumado por el complejo de lo mismo. El complejo de lo mismo es lo que sostiene a las compañías de turismo. Un día se nos olvida el nombre de un pariente. O se nos olvida donde hemos dejado el otro calcetín. Y si no, somos discípulos de Freud y nos ponemos a buscar en el sótano del subconsciente la relación que tiene la pérdida con lo que el día anterior nos dijo el compañero de oficina, comprendemos que necesitamos unas vacaciones.

Sigmund Freud fue un sabio vienés que hizo del cerebro un “file” riguroso. Archivó las ideas como la Standard Oil la correspondencia. Siempre que un archivero se va, nadie puede continuar manejando el archivo. Por eso Freud no tiene continuadores. Hay psicoanalistas que quieren untarnos mercurocromo en las paredes del alma para que cicatricen las penas. Las vacaciones sirven para eliminar las toxinas que en el espíritu acumulan las responsabilidades. Hay que huir de vez en cuando del aburrimiento de nuestra propia vida. Evadirnos de nosotros mismo. 

El humano no puede resignarse con el destino del macao que lleva siempre la casa a cuestas. Salimos de vacaciones. Para lo cual contamos con unos ahorros. Y con ese amigo que presta una maleta. Así nos vamos a una playa. O a un balneario medicinal. Donde encontramos personas que de tanto estar enfermas, hablan como médicos. Y donde experimentamos esa felicidad artificial de cuando conocemos gente nueva. La amistad nueva siempre es grata, porque no ahonda más allá del primer barniz de la cortesía.

Una amistad vieja es un tratado de reciprocidad para soportar los defectos ajenos a cambio de que nos soporten los defectos propios. Por eso la amistad nunca anda lejos del heroísmo. 

En el hotel donde pasamos las vacaciones asumimos la importancia las personas que viajan. Porque al llegar al comedor saludamos. Y cuando nos vamos decimos que aproveche. De reojo observamos a los huéspedes que parece que se han puesto guantes para comer pollo. El pollo es para comerlo en casa. Chupando a la vez los huesos y los dedos. Porque comemos pollo con cierta pena, al día siguiente aparecen en el menú croquetas de pollo. Con las croquetas hay que hacer como con las divorciadas. Aceptarlas sin importarnos el pasado. Para hacernos la idea de que estamos viajando de verdad, cuando llega otro huésped le preguntamos qué hay por La Habana. Aunque estemos de vacaciones a dos horas de La Habana.

Cuando nos fugamos de la capital, vamos por la carretera enhebrando pueblos. Todos los pequeños pueblos de Cuba se parecen. Por lo menos coinciden en la tristeza humana. Al pasar el automóvil salen al camino un niño que vende billetes y otro que vende pan con lechón. En el café están inmovilizados unos clientes que no han pedido nada. Y que le están enmendando la plana al manager de los Yankees. La iglesia. La estación gasolinera. La farmacia con un dependiente viejo que es corresponsal de un diario y que sabe poner inyecciones. Pertenece a la época de los sinapismos y la contra de caramelos. La oficina de correos. Un cojo. El parque que espera un hijo ilustre para que le pongan un busto. Sabemos que se acaba el pequeño pueblo, porque se acaban las casas. Y empieza el campo criollo. Verde, parejo, con la silueta de la palma y el canto del grillo. Faltan la bandurria, el atardecer y el río para completar la acuarela de los que quieren una beca en San Alejandro. 

Enseguida la velocidad nos trae un bohío. El bohío es la casa peinada con rayas al medio. El guajiro tiene una mujer que envejece hecha una curva frente a una batea. Y seis hijos descalzos que coleccionan parásitos. Y que no tienen más diversión que decir adiós cuando pasa el tren. A veces ya nos hemos olvidado del pueblo que dejamos atrás y tenemos que recordarlo. Porque aparece el cementerio del pueblo. Que es el único lugar en el campo donde se puede estar acostado sin que molesten las moscas. 

Todavía en algunos entierros de pueblo va el muerto tirado por caballos con plumeros. Y empleados de funeraria que visten como domadores de circo.

De las vacaciones se regresa quemado del sol y con un balance de amistades nuevas. Que prometemos volver a ver, pero que nunca vemos. Si hemos ido a una playa, al principio el sol despelleja los hombros. Le contamos a todo el mundo que no podemos dormir. Pero los que llevan muchos días despellejados nos dan un remedio que no falla. Si hemos ido a un sitio tierra adentro, del primer viaje a caballo volvemos caminando como caminan al apearse los que han montado mucho y los que no han montado nunca. Y también nos dan un remedio que no falla. 

En el hotel siempre hay un matrimonio veraneando con las niñas. La señora a la segunda conversación nos confiesa que padece del hígado. Y ya no le da pena llevar a la mesa un pomo de medicina. Está loca por comerse un par de huevos fritos. Al tercer día, de tanto ver las mismas caras, el hotel nos parece un barco. Con la inevitable vieja que al encontrarnos en cubierta nos dice que parece que vamos a tener buen tiempo. Y el idiota que ante la idea de un viaje, compró muchos magazines, no leyó ninguno y quiere de todos modos prestarnos uno. 

Ahora en los lugares de vacaciones alquilan bicicletas. Algún viejo se anima y sale con los muchachos. Con la euforia de que va a ver si se acuerda. Cuando arranca y no se cae, dice que eso no se olvida nunca. Hay barrigas que no son para pasearlas en bicicleta. Son barrigas que invitan a ponerse el chaleco y la cadena de oro con un dije. El tándem son bicicletas siamesas. Pero de una en fondo. El tándem debe haber sido la invención de la esposa celosa de un mensajero que se empeñó en acompañarlo a repartir los telegramas. El pepillo que durante las vacaciones monta en bicicleta, nunca puede invitar a la compañera. Porque viene en short y no ha podido traer el dinero que no tiene. 

Las señoritas ciclistas cruzan por los caminos como libélulas con muslos que estudiasen para ingresar en el coro. Desde la cinta de asfalto contemplan un terreno de golf. Los que juegan al golf hacen deporte sin que se entere el corazón. Pantalones cortos, la visera y un niño que lleva los palos. Cupido era el caddy de los enamorados. Pero le sacaron las flechas de la bolsa para utilizarlas como señales del tránsito. Los terrenos de golf parecen campos arreglados por un barbero. La esfera blanca salta y huye. Sobre un césped de pluma corta.

Veranear en una playa es quemarse de prisa. Cuando vivimos cerca del mar, se despierta en nosotros un instinto anfibio. Contamos las horas de la digestión para volver al agua. No sé cómo no acabamos aburriéndonos de tanto azul. En la playa descubrimos que todavía quedan adultos cursis que se bañan con salvavidas. Y gordos que llegan con sombrilla y cámara de cajón. El amigo que tiene una cámara de fotografía nos hace reír fingido. Hasta que suene el resorte. Después nos promete una copia que nunca nos manda. La sonrisa es un sistema de arrugas. La vejez es una sonrisa sin sonrisas. Las mujeres cuando van dejando de ser jóvenes, se vuelven risueñas al enfrentarse al sol. Así no sabemos si es el espíritu alegre. O el almanaque triste. 

En la playa de sopetón nos conmueve la bañista que vista de espalda parece una hembra excepcional. Pero nos hemos equivocado. Es que se le ha encogido la trusa. La ropa estrecha miente mujeres bellas. Las amazonas siempre parecen bellas. Porque siempre llevan apretados los pantalones. La Musita de jersey muy ceñida es un avance de la cirugía plástica. La playa revela el error de aquellas cubanas que cuando se casaban perdían el miedo a engordar. Y se dedicaban por entero al marido y al sillón. 

Ahora la mujer sabe que el matrimonio suele ser un lazo transitorio. Y no engorda por si acaso. Hace deporte. Se aferra a la dieta. Es decir, odia las salsas. Hay las que esmerilan el espíritu con los bailes modernos. El chachacha nació cuando al pentagrama le dio el mal de San Vito. No queda una corchea sin calambres. Aquellos caballeros que sacaban el zapato de charol en la vuelta del danzón no pudieron sospechar que el baile llegara a la epilepsia. Y que se sudara menos cogiendo un ponche que bailando una pieza.

La playa el domingo se viste de una animación de excursionistas que llegan en guaguas. Traen cansancio y tamales. Es el domingo cuando hay un ahogado. El ahogado es un muerto decente que se baña antes de morir. Se van los bañistas que vinieron el domingo y parece que la arena queda revuelta y desierta. Con las colillas. Las latas de conserva. Las envolturas amarillas de Kodak. La tarde desaparece detrás de un velero que es un bostezo de lona. Y los temporadistas volvemos a vivir la gratitud del aburrimiento.

Se están terminando las vacaciones y el dinero de las vacaciones, y sentimos extrañas ganas de mandar tarjeta-postales a los amigos. Diciéndoles lo que siempre se dice en las tarjeta-postales. Desde aquí te envía un saludo. Pero creemos que la frase es una originalidad de viaje. Casi inmediatamente después de las tarjetas, llegaremos nosotros. 

En el fondo tenemos deseos de regresar a la ciudad, que días antes odiábamos tanto. Ya se nos había olvidado que había ómnibus en el mundo. El barullo de la población se nos mete hasta el fondo. La capital es un picnic de tejados que echan humo. Los nervios navegan con los mástiles rotos. Vamos a zambullirnos con los ojos cerrados en la vida de siempre. En el complejo de lo mismo. Pero en las vacaciones nos hemos quemado de sol. Hemos ahorrado un poco de salud para que la gaste el trabajo.

Temas similares…

0 comentarios

Enviar un comentario