Nací el 25 de junio del año 1927 en la barriada de Pueblo Nuevo en la calle Santa Rita, en la señorial ciudad de Matanzas. Era la época en que nos iluminábamos con lámparas de carburo y los tranvías, lentos y ruidosos, recorrían la calzada de Tirry y terminando su ruta doblaban en semicírculo frente a la antigua estación de trenes. Casi rozando con la acera de nuestro hogar cruzaba un tranvía cada media hora. Los perros saludaban alborotados al puntual vehículo que parecía regalarnos una sonrisa con su chata cara.
Un grato paseo dominical nos lo proporcionaba el tranvía, éste si era veloz, que se desplazaba sobre sus líneas frente a las aguas de la bahía. Desde la playa saludábamos a los pasajeros, y estos nos devolvían simpáticos el improvisado saludo.
Mis recuerdos de muchacho matancero incluyen escenas relacionadas con los ríos. Mi abuelita paterna poseía un viejo caserón con una terraza frente al río San Juan, cerca ya de su desembocadura. Recuerdo los dos puentes que hermanaban sus orillas, el de San Luis y el Calixto García, y cerca de éste el imponente teatro Sauto, orgullo legítimo de los matanceros.
Un coterráneo amigo se lamentaba de que nunca había visitado el teatro Sauto. Yo recuerdo este teatro por su precioso edificio, inaugurado el 6 de abril de 1863, su recibidor con estatuas e imágenes de figuras clásicas, sus finas butacas y los parcos circulares, elegantes y altivos, y un detalle que no puedo ignorar es el de su telón original de madera y el espacioso escenario por el que han desfilado las más grandes figuras del arte en todas sus dimensiones.
El nombre con el que se inauguró este teatro fue el de Esteban¸ en homenaje al gobernador del territorio, Pedro Esteban Arraz. Todavía existe la carretera que lleva su nombre, en la que está enclavado el famoso Palmar del Junco. Después fue designado con el apelativo de Colón, en reconocimiento al descubridor; pero el nuevo apelativo nunca se acomodó a la vida que le dieron. Posteriormente se le confirió el nombre de Martí, para honrar al Apóstol de nuestras libertades; pero finalmente recibió el nombre de Sauto, en homenaje al doctor en Farmacia Ambrosio de la Concepción Sauto y Noda, gran amante de las artes, vecino del lugar y uno de los benefactores más destacados de Matanzas.
Por supuesto que debiera hablar del valle de Yumurí, del Pan de Matanzas y de las Cuevas de Bellamar; pero ya estos temas han sido tocados en otros artículos, por lo que decido referirme a la Catedral, frente a la cual, en la calle Milanés, había una cafetería que solíamos visitar después de una “matiné” en el cine Velasco, sede recordada de gratos momentos románticos de la adolescencia.
Se fundó el territorio de Matanzas el 12 de octubre de 1693 al colocarse la primera piedra de la Catedral San Carlos de Borromeo y celebrarse la primera misa por el obispo Diego Avelino de Compostela. El templo original era una mezcla de adobe y guano y poco después fue destruido por un huracán. Pasado un tiempo prudencial se inició la construcción de una nueva iglesia, concluida en el año 1735, con todas sus instalaciones disponibles en el 1750. Dañada nuevamente por otro huracán sufrió desperfectos que fueron corrigiéndose, en especial en las dos torres que hasta hoy perduran.
La Catedral se encuentra en el barrio de Matanzas, la sección de la ciudad entre los dos ríos, el San Juan y el Yumurí, a media cuadra del Parque de la Libertad y del Palacio Provincial. Carece de amplios espacios exteriores, situada en una intersección por la que transitaban todos los vehículos que vienen por la carretera central desde La Habana, los que hoy día, en su mayoría optan por el tramo de la llamada Vía Blanca, al noreste de la ciudad. El interior de la Catedral con su techo en tramos de arcos y sus artísticas pinturas, es acogedor por su sencillez y humildad.
Cerca de la Catedral está el parque de La Libertad, en el que paseábamos habitualmente los jóvenes mientras las personas mayores se sentaban en los bancos de madera a tomar fresco, a ver a los muchachos, a dormitar una siesta o a hojear una revista o un libro. A finales del siglo XIX en el centro del parque había una fuente que años más tarde fue reemplazada por un espectacular monumento dedicado a honrar la Memoria de José Marti, y a “la dama de la libertad que rompía las cadenas”. En tiempos de la colonia el parque se llamaba Plaza de Armas, después de ser ganada la Independencia cubana el parque tuvo otros nombres. Lo llamaron Parque Central y después Plaza del Gobernador hasta que finalmente se le dio el nombre que hasta hoy ostenta.
Probablemente los matanceros más jóvenes no recuerden el histórico Palmar de Junco, que se halla situado en la calzada de Esteban entre las calles San Ignacio y Monserrate, en la barriada de Pueblo Nuevo. Fue allí, el 27 de diciembre del año 1874 donde se llevó a cabo el primer juego de béisbol oficial en la Isla. A pesar de que ya en el antiguo estadio del Cerro existía el Salón de la Fama para exaltar a los peloteros cubanos que se destacaron en el deporte, en el año 1991 se dedicó en un anexo al Palmar de Junco una placa para honrar a los peloteros locales más famosos de la historia isleña. Sin embargo, nos han hecho saber que en dicha placa no se menciona a ninguno de los peloteros que brillaron después, fuera de la Isla, abandonando justificadamente la llamada “pelota revolucionaria”. Tuve el imborrable privilegio de conocer a Martín Dihigo, amigo de mi padre y a Edmundo Amorós a quien visité par de veces en la ciudad de Tampa. La ironía del desprecio del castrismo por los héroes que hicieron historia es que después de medio siglo de represión, regresa la tiranía a una práctica incipiente de profesionalismo.
Uno de mis grandes orgullos matanceros es que el seminario en el que estudié mi carrera pastoral se halla avecinado a las famosas alturas de Simpson, cima de músicos y cuna en la que nació el danzón. Desde uno de los ventanales del seminario se veía al viejo río Yumurí acercándose con paso reflexivo a su destino final en las aguas acogedoras de la bahía. Cada vez que me deleitaba en el paisaje reafirmaba mi convicción de que Matanzas es una maravillosa ciudad de música y poesía. Triste es que hoy haya lágrimas en la música y luto en la poesía.
No me quedan familiares en Matanzas, ni amigos. Mis abuelos y algunos de mis tíos duermen la eternidad en tierras grisáceas del cementerio; pero me quedan los recuerdos, y esos duran lo que dure mi vida. No hay noche en la que no visite en el viaje espectacular de mi imaginación un sitio preferido de Matanzas, el portal de mi abuela Anita o la humilde casona de marchita madera de mis abuelos Ramón y Luz María. A veces no quisiera despertar para quedarme tendido sobre un manto de césped en los brazos profundos del valle de Yumurí.
A veces he pensado que cuando Dios hizo a Matanzas se sintió tan enamorado de su obra que quiso firmarla. Y ahí queda su autógrafo: ¡la inolvidable ciudad del sol que besa, ríos que riman melodías, lomas y valles que dibujan los paisajes con el fino pincel de su presencia y una brisa preñada de aromas!
No sé cómo encuentran los cubanos de la Isla a la ciudad de Matanzas porque yo me la traje conmigo el día en que le dije adiós a Cuba.






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