Madrugada Criolla

Written by Libre Online

23 de septiembre de 2025

Por ELADIO SECADES (1957)

La verdadera diversión consiste en hacer una vez lo que no puede hacerse muchas. No hay diversión legítima si no brota de un fondo de aburrimiento. Los borrachos acaban teniendo mal genio, porque quieren sistematizar la alegría. Las mujeres de la vida alegre se aburren en las juergas, por la misma razón que se aburre en el circo el hijo con crespos de la amazona gorda. La amazona es la felicidad del jockey que puede comer como pelotari. 

A las mujeres que montan con frecuencia a caballo toda la femineidad se les va para las caderas. Caderas que antes servían para arruinar banqueros y para buscar la pulga. Por eso, aunque muchos circos anden en quiebra, la amazona sigue saliendo a la pista con sus brillantes como lágrimas de cien bujías. El tiempo también ha alterado el concepto que tiene el hombre de la belleza de la mujer. Ya no hay maridos que cuenten como usureros. Las libras que ha aumentado su señora.

 Ya no hay que esperar que pase una mujer para comprobar si en realidad es bella. La autenticidad de la mujer, como la del papel moneda, se mira al trasluz. De la que hoy se dice que tiene buen cuerpo, se decía antes que no tenía cuerpo. 

Siempre tardamos en comprender que tiene buen cuerpo la señorita que usa espejuelos. Nos fijamos cuando nos lo dice otro. Que tampoco se había fijado. Debe ser porque la mujer con lentes hace pensar en la virtud y en el estudio.

Cuando conozco a una dama con gafas, lo único que se me ocurre es prestarle una novela. Confesar la miopía es renunciar a ser coqueta. La institutriz perfecta lleva gafas, falda almidonada y tiene de vida matrimonial un criterio de receta de medicina. A ningún novelista cursi se le ha ocurrido matar de amor a una institutriz. La institutriz es la criada de manos que habla idiomas y no tiene en el parque un novio que le pellizca un muslo mientras los niños juegan al aro.

Para el hombre hay dos formas de divertirse. En familia. Y fuera de familia. Se llama divertirse en familia sacar a divertir a la familia. Con el week-end los norteamericanos han dado a esto una forma heroica. Que empieza en la mitad del sábado. Y termina el domingo. La señora lo arregla todo como si se tratara de un largo viaje de turismo. Hasta se despide de la mamá. 

El week-end es un cachito de vacaciones. La primera noche no se puede dormir. Por el cambio de cama. Y la segunda hay que levantarse temprano para volver al trabajo. Como el caballero se aburre con la mujer y los hijos, invita a otro matrimonio. Entonces ellos hablan de negocio. Y ellas hablan mal de las amigas. Igual que en la ciudad. El  week-end es trasladar lo mismo al campo, o la playa. Para los fines de semana se llevan radios de pila. O tocadiscos. O televisores portátiles. Pero ni con eso. 

El week-end es un pequeño ensayo de lo que sería la vuelta al mundo cargando con toda la familia. Para eso sirven los yankees y los ingleses. Razas que tienen el divino privilegio de viajar a gusto con una kodak nueva y una mujer vieja. Y olvidan el amor para ver una catedral por dentro. Nosotros para comprender la sinfonía del grillo tierra adentro y la afinación de los flautines del mar, tenemos que ir en luna de miel. Entonces somos egoístas hasta creer que las rosas han brotado en los jardines para la economía privada de nuestras frases ridículas. Que la locomotora lejana resopla y pita para nuestra melancolía exclusiva. Y que la sombra de los árboles ha sido hecha a la medida nuestra. Por mucho que llueva nunca se llenarán las copas de los árboles.

Se dice que en La Habana nos divertíamos mucho. Sería poco patriótico negarlo. La creencia debe perdurar, por lo menos para ayudar a la industria del turismo. De día La Habana es una ciudad comercial. Una ciudad de liquidaciones. Cuando las tiendas hacen una liquidación se ponen las mercancías en desorden. Como las deja la mujer cuando ha estado viendo mucho sin comprar nada. Los dependientes que atienden a las mujeres acaban teniendo para vender la misma paciencia que tienen las mujeres para no comprar. 

La Habana de noche tiene un viejo prestigio de alegría que ya ni siquiera reside en las academias de baile y en los bares servidos por señoritas. En algunos bares modernos se respira una atmósfera de piano de manubrio y meseras con la madre en un hospital y el hijo en una escuela. Tangos que no se han escrito. Pero que han sido dictados al oído del cliente que ha ido al bar con ganas de olvidar las propias penas y ha tenido que escuchar las penas de la señorita de delantal y bandeja. La mujer que ha sido desdichada en el amor, no cree que el hombre conquista. Sino que engaña. 

La traición del hombre siempre es un mal femenino. Porque para que el hombre se burle de una mujer, invariablemente hace falta otra mujer. Que es lo que nunca han querido comprender las mujeres.

Ha desaparecido el único sitio donde de verdad se hacía de la diversión íntima un espectáculo público. Los que estaban contentos “vamos a las fritas”. Como el que se ponía un traje nuevo. Por la madrugada la playa de Marianao era una mezcla de barraca de pueblo y pasillo por donde transitaban su inspiración aquellos cantantes que fueron los últimos rematadores de la poesía. Llevaban la bandurria bajo el brazo como el cazador lleva la escopeta. De los quioscos de la playa salían música de electrola, olor a perfume barato y ese vaho que tienen las fritas y las confidencias de los que acaban de comer cebolla.

La frita es la democracia de la hamburguesa. Es la albóndiga hecha sándwich para servicio del proletariado. Es una liga de restos de no se sabe de qué. A veces tienen hasta un poco de carne. Como el café con leche, en Cuba significa la comida de los que no han comido y la ilusión de los que ya no pueden ilusionarse. Dondequiera que haya un poco de miseria, en la esquina habrá un carro de fritas. 

La bola de todo y de nada que constituye la frita, cae en la plancha caliente y saca un ruido de fritura, mientras el hombre la aplasta con una cuchara de albañil. Después la coloca entre dos tapas de pan casi blanda y casi dulce y le hace un peinado de papas fritas y picadillo de cebolla.

Y la envuelve en un pedazo de papel que es el impermeable de la manteca. Quien en la madrugada criolla come una frita con hambre, queda cerca de Dios. Pero lejos del beso.

Las noches en La Habana se han vuelto más tristes desde que se extinguieron las fritas hipotéticas de la playa. Allí iban a divertirse los que ya se estaban divirtiendo. Reducto de los últimos policías de machete. La verdadera vida de la playa empezaba cuando cerraban los balnearios. Y salían los trovadores de acera. Poetas de sombrero de paja que se diferenciaban de los otros poetas, en que al terminar pasaban el sombrero.

Y que se parecían a los otros poetas en la creencia de que la poesía viva en ellos. La playa por la madrugada era un rico cromo de La Habana. Los improvisadores de bandurria, clave y cuello deshilachado le llamaban doctor a todo el que llegaba a las fritas con una mujer “Ese doctor que está ahí”. Es decir, hacían doctores de mentira con tanta facilidad como la Universidad los ha hecho de verdad. Los médicos malos llenan los cementerios y los abogados malos llenan las cárceles.

 En las fritas de la playa se confundían las clases sociales que trasnochaban. EI empleado que no pensaba ir al día siguiente. Y el guagüero que estaba libre. Y decía que iba a acabarse la vida. Acaso porque, por lo mismo que estaba libre, no podía acabar la vida de los demás. 

La fiesta en los quioscos de la playa consistía en oír un punto guajiro (que es la música nuestra que antes de llegar al corazón hace una paradita en el estómago), comer fritas, tomar unas copas y llevarse una muñeca en el tiro al blanco. Y regresar cantando. Porque entonces La Habana era más divertida. Aquellas ferias de la madrugada criolla se han ido acabando. Apenas quedan noctámbulos y bohemios. Las grandes capitales madrugan más cuanto más crecen. Los cafés de la playa se han modernizado y las electrolas gigantescas y escandalosas han decretado el ayuno de los bardos a propina que exaltaban la belleza de la mujer con acompañamiento de clave. 

Ahora tan solo se ve a esas parejas de enamorados que piden una cerveza en dos vasos. Y echan un níquel para vivir un bolero. Casi siempre de Lucho Gatica.

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