Por JORGE QUINTANA (1956)
Nuestra historia patria se halla repleta de grandes figuras que, al modo de héroes anónimos, no obstante, sus brillantes servicios prestados, permanecen unas olvidadas y otras casi desconocidas por sus propios compatriotas. Uno de estos hombres, que desde muy temprano se preocupó por el pleno disfrute de nuestra libertad política, y por el progreso cultural y social de Cuba, mediante la instrucción y educación difundidas a conciencia desde la escuela primaria, fue Francisco Castro y Pérez Prado, nacido en la ciudad de Santa Clara, en la calle de Buenviaje 13, el día 10 de octubre de 1855, hijo de Juan Castro, natural de la villa de San Juan de los Remedios, y de Dominga Pérez de Prado, natural de Villa Clara. Justamente dos semanas después de su nacimiento, el día 24 del propio mes y año, fue bautizado en la Iglesia de término de su ciudad natal por el Presbítero José Ramón Alfonso, siendo sus padrinos José Ceferino Rute y Josefa Pérez de Corcho. Nuestro biografiado sufrió el dolor de no haber conocido nunca a su padre, por haber nacido como hijo póstumo.
Realizó los primeros estudios en Villa Clara hasta los 9 años en que quedó huérfano, al morir también su madre, continuando sus estudios en Cienfuegos a donde fue llevado al lado de su hermano mayor Juan Ramón por su tío Manuel Castro. Más tarde, sin el acogedor calor del hogar, buscó aliento y consuelo en los libros, y así fue creciendo el adolescente, cada día más dedicado al estudio. Esta vocación intelectual lo preparó para ejercer luego, con eficiencia pedagógica y amoroso entusiasmo, el magisterio docente en la escuela primaria elemental y en la superior.
Siempre con el pensamiento puesto en Cuba, sufría las condiciones imperantes en su país, sometido a un despótico régimen de gobierno colonial en que toda clase de derechos políticos habían sido suprimidos desde 1837; y nuestra economía era tan sólo impulsada y movida por el trabajo del esclavo, “el crimen diario que a todos nos daba de comer”, como consignó Martí en admirable sentencia.
Cuando estalla la Guerra Chiquita, el día 26 de agosto de 1878, siendo Castro todavía muy joven, el amor patrio le hizo conspirar junto con el entonces general Francisco Carrillo y otros patriotas, dando lugar a que fuera preso e internado en el Castillo de Jagua. Poco después, habiéndosele dado por las autoridades españolas un plazo de 24 horas para que abandonara el país, triste y sin recursos de ninguna clase, partió del puerto de Cienfuegos con dirección a Suramérica en un barco ganadero de un buen mayorquín, quien, apenado por la difícil situación del joven desterrado, lo llevó sin costo alguno y le obsequió con una Biblia para que en ella buscara consuelo en caso de apuro en tierra extranjera.
Durante su permanencia en el exilio depuró y moldeó sus conocimientos por sí propio, y, además, entre los indios ejerció como maestro y médico. También, entre sus múltiples actividades, hizo teatro. Su juventud y su figura atractiva, buenos modales y gran memoria, fueron condiciones favorables para que entrara a formar parte del elenco de la compañía teatral de la eminente actriz cubana Luisa Martínez Casado, desempeñando, con éxito, el papel de galán joven en un largo recorrido por Suramérica, hasta que regresó con la compañía a Cuba a mediados de 1882.
En el mes de octubre de este año se inicia en la masonería. Es la Logia América, en Cienfuegos, la que presta sus columnas para la iniciación masónica de Castro. Teniendo en cuenta que las conspiraciones casi siempre tenían por asiento las Logias masónicas, él trabaja bajo el nombre del filósofo romano Séneca. Poco tiempo después, en enero de 1883, aparece como afiliado a la Logia San Juan en Caibarién, hasta el mes de mayo, que contrae matrimonio en esa localidad el día 5 de dicho mes, con Angelina Valdés y Valdés, maestra incompleta, y se da de baja por trasladarse para La Habana, donde en el mes de septiembre ingresa como afiliado a la Logia Amor Fraternal. A través de los años y por el exacto cumplimiento de sus deberes y obligaciones, alcanzó el grado de Maestro Masón, que era su mayor anhelo dentro de la institución.
Castro fue un ferviente devoto de la vida y de la obra de José de la Luz y Caballero, tanto que a su hijo mayor le puso por nombre José de la Luz. Es indudable que el sabio educador de El Salvador ejerció decisiva influencia en la formación de su carácter y de su inteligencia, a tal punto que en todas las actuaciones de su vida se ve el reflejo del evangélico maestro. Y como él, Castro quiso consagrarse a la enseñanza. En La Habana, en compañía de su cariñosa y abnegada esposa, en quien siempre encontró el necesario consuelo y estímulo en los momentos más difíciles, a la vez que estudia en la Escuela Normal para Maestros, que sostenía la Sociedad Económica de Amigos del País, practica el magisterio en el Colegio de La Divina Caridad, situado en Habana y San Juan de Dios, plantel que era sufragado por elementos de la raza de color; así como también en la Escuela Municipal de término del barrio de Monserrate.
Transcurren los años consagrado Castro a la enseñanza, donde pone de manifiesto sus excelentes condiciones de maestro, preparando para el mañana hombres dignos y honrados como él. Aparte de maestro, según certificado de buena conducta y antecedentes, expedido en febrero de 1885 por José Arias Fernández, Alcalde accidental del barrio de Peñalver, Castro ejercía de platero, cuyo oficio era bastante productivo en aquella época, y aparece como vecino de Campanario 147, donde residían los padres del infortunado Anacleto Bermúdez y Pinera, una de las víctimas inocentes fusiladas el 27 de noviembre de 1871.
En la mañana del 25 de junio del propio año de 1885, en la Sala Capitular del Excmo. Ayuntamiento, ante un tribunal presidido por el Ledo. Pedro Martín, Presbítero Canónigo; los vocales Francisco Rodríguez Ecay, Víctor Songel, Victoria Villegas y María Luisa Dolz, y el secretario Luis Biosca, se presenta Castro a examen para Maestro de Instrucción Primaria Elemental, mereciendo la nota de Sobresaliente. El día 16 de octubre siguiente, le es expedido el honroso título firmado por el Teniente General Ramón Fajardo e Izquierdo, Gobernador de Cuba.
Ya graduado de modo oficial en el sacerdocio de la enseñanza es designado Director interino de la Escuela Municipal para Varones de Quemados de Güines en el mes de noviembre, cargo que ocupa hasta mayo de 1886 en que por oposición es ascendido a Director propietario de la misma.
En esta población, por sus dotes de caballerosidad y hombría de bien, se hace querer y respetar por todos. Hace patente de hombre de generoso corazón y nobles sentimientos durante el terrible ciclón que azotó a la Isla el 4 de septiembre de 1888, prestando inmediatos auxilios a los necesitados, exponiendo para ello su propia vida, por lo que la Junta Local de Beneficencia de Quemado de Güines, en sesión solemne, acordó otorgarle un voto de gracias por su loable comportamiento. Como para él no era un mérito hacer el bien, este hermoso gesto humanitario lo reiteró cada vez que la furia de algún ciclón azotó a la Isla, abriendo las puertas de su colegio para dar refugio a las víctimas.
Con el aplauso de todos, paulatinamente, continúa su labor pedagógica en Quemado de Güines, por lo que el Gobierno le otorga la medalla de María Cristina, con uso de banda, por méritos a la instrucción, y la Junta Provincial de Villa Clara le concede una pensión, que nunca le pagaron.
Poco después, para sorpresa de propios y extraños, por Decreto de 9 de julio de 1890 dictado por el Gobernador General es nombrado Director en propiedad de la Escuela de entrada para Varones San Juan, situada en la calle Gloria 25, en la villa de San Juan de los Remedios, plantel que había sido dirigido por el célebre educador Mariano Esplugas. Aquí su estancia ha de ser corta, toda vez que, en abril del siguiente año, por convenir así a los recurrentes; se le autoriza permutar con Fernando Jiménez, de la Escuela de entrada para Varones San Narciso, en Caibarién.
En el lugar de nacimiento de su esposa, como en todas partes, bien pronto supo ganarse el cariño de cuantos le trataban, y en su vehemente pasión por crear hombres útiles para la patria, efectúa clases nocturnas, gratuitas, en la Sociedad Recreo de Artesanos de Caibarién.
Considerando Castro que educar no era sino templar el alma para la vida, según el concepto de José de la Luz y Caballero, la enseñanza no se podía interponer ante la libertad de su patria. Así, vuelve a sus antiguas actividades de conspirador durante la Revolución de Martí, ocupando todo el tiempo que duró la guerra de independencia el cargo de secretario del Club Vencedor, en Caibarién, que presidía la insigne patricia María Escobar, a quien el general Máximo Gómez estimaba y profesaba gran afecto.
A través de toda la durísima y gloriosa campaña, Castro prestó inestimables servidos a favor de la causa cubana. Su propia casa era, a escondidas de las autoridades españolas, un pequeño hospital donde eran atendidos soldados cubanos enfermos o heridos en combates contra el enemigo, labor peligrosa en la que prestaban sus servicios los médicos Bernardo Escobar y José Cabrera Saavedra, así como un farmacéutico de apellido Savón.
Francisco Castro como hombre austero, amoroso y enérgico cuando era necesario, fue un ferviente contribuyente a la obra del evangelismo de confraternidad cristiana y desarrollo de la piedad. Su consagración a la doctrina de Cristo lo convierte, en 1901, en Ministro de la Iglesia Evangélica en Cienfuegos, a la que asistía como miembro de ella desde 1880.
En octubre del propio año de 1901, acompañado de su familia embarcó como Ministro de la Iglesia Congregacional a Humacao, en Puerto Rico, donde fundó un colegio que llevó su nombre y la Logia Masónica Aurelio Almeida. De regreso en Cuba se ordena en la Iglesia Presbiteriana en junio de 1905.
Algunos años después, el 7 de febrero de 1923, por sus amplios conocimientos en la exposición y demostración de los dogmas y preceptos de la religión cristiana, le es otorgado el título de Doctor en Teología por el Maryville College, en el Estado de Tennessee, en los Estados Unidos.
El día 2 de enero de 1908 funda el Colegio Castro en Candelaria, el cual dirigió oficialmente hasta 1926, y aunque dejó al frente del mismo a una de sus tres hijas maestras, la Directora doctora Eloísa Castro Valdés, nunca se separó del Colegio, presidiendo todos los viernes el acto cívico. Pocos meses después se instala en la calle 11 número 45, en el Vedado; y un año más tarde en Neptuno y Águila; en 1914 lo establece en Reina 77, entre Manrique y San Nicolás; y, por último, desde 1930, en Reina casi esquina a Escobar.
Como justo y merecido premio a sus valiosos servicios prestados durante más de cincuenta años a la educación en Cuba, la Corporación Nacional de Asistencia Pública, en 1941, le otorgó una medalla de oro.
Cuando ya le iban contados los 88 años de su hermosa y fecunda vida, el 24 de octubre de 1943, murió lamentando no haber oído por última vez el Himno Nacional, el que debido a su enfermedad no lo entonaron aquel viernes sus muchachos, como él llamaba a sus discípulos. Acaso murió con la satisfacción de haber cumplido fielmente con la patria y de haber sabido llevar el lema que se impuso durante toda su vida e implantó en su Colegio: “Todo por Cuba y la moral”.
De las aulas de su colegio han salido para la batalla de la vida hombres y mujeres que han figurado de manera destacada en distintas actividades de nuestra vida nacional. Ejemplos elocuentes de estos tenemos al doctor Luis Ángel Gorordo, Secretario de la Corporación Nacional de Asistencia Pública, Dr. Carlos Márquez Sterling, profesor de la Universidad de La Habana; Dr. Eduardo Moreno, profesor de la Universidad de Santo Tomás de Villanueva; los hermanos doctores Pedro Luis y Oscar Barroso, doctor Benigno Sánchez Santiago, doctor Abdo Tomás, Juan Manuel González Rubiera, asesinado durante el machadato; los hermanos Ramiro y José Antonio Valdés Dausá, ambos muertos también trágicamente; Jorge Quintana, Decano del Colegio Provincial de Periodistas de La Habana; los también periodistas Eduardo Héctor Alonso y Armando Canalejos, Fred Poey, Andrés y Alice Dana, Alfonso Rego y tantos otros que haría muy larga la lista, que desde los más humildes hasta los más nombrados pasaron por el Colegio Castro en más de cincuenta años de vida.
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