Que haya existido Elena de Troya, la mujer cuya belleza lanzó al mar mil naves «y quemó las empinadas torres de Ilion», sigue siendo cuestión de conjetura; pero su rival en belleza, fama o influencia fue una figura real en la historia del mundo. Cleopatra fascinó al gran Julio César y, después de la muerte de éste a Marco Antonio, que tuvo a su vez al mundo en sus manos. Pero conquistaba a los conquistadores, y fue ella quien condujo a Antonio a su ruina, ruina que dejó a Octaviano en posición de llegar a ser el primer Emperador de Roma. Sin embargo, la tan citada observación sobre la nariz de Cleopatra comete con ella una injusticia; aunque atraía a los hombres con su belleza y su presencia, los retenía con su encanto personal, su ingenio y su cultura.
Por JOHN ALLEN (1956)
En el palacio de los Ptolomeo, en Alejandría, estaba sentado Julio César, rodeado de sus generales. El problema que se le planteaba era cómo servir mejor los intereses de Roma en la crisis surgida: una enconada riña entre la joven princesa de veintiún años, Cleopatra, y su hermano Ptolomeo XIV, un mocito de catorce años, que compartían entre sí el trono de Egipto.
Cleopatra, que había estado exilada, había reunido un ejército en Siria, y marchó sobre la frontera egipcia a reconquistar su reino. Por entonces César, que regresaba victorioso de su guerra con Pompeyo el Grande, llegó a Alejandría y la facción de Ptolomeo le pidió el apoyo del ejército romano en la inminente guerra civil.
Iba a terminarse el consejo de los generales romanos. La decisión en favor de Ptolomeo estaba casi tomada, cuando introdujeron a presencia de César a un mercader griego con un presente de tapices. Un silencio de asombro se hizo en el gran salón cuando el rollo de tapices fue deshecho, porque de él emergió una jovencita pequeña desgreñada, riendo: Cleopatra, reina de Egipto, Hija del Sol, Hermana de la Luna. Era la mujer cuyos encantos y belleza, casi dos mil años después de su muerte, siguen frescos en la memoria de los hombres, cuyo lujo y prodigalidad jamás han sido sobrepujados; quien, acusada de fratricidio y de toda suerte de crímenes atroces, nunca perdió el amor de quienes la rodeaban. De ella se ha dicho que “los reyes se desmayaban al entrar a su presencia”, y dos grandes romanos estuvieron a sus pies, haciendo uno de ellos labor de su vida la satisfacción de los deseos de aquella mujer.
César, el general y libertino, gastado por las guerras, cayó inmediatamente preso del hechizo de aquella encantadora chiquilla, que se había atrevido en tal forma a entrar a la capital hostil para abogar personalmente por su causa; y aquella misma noche la más hermosa voz que jamás encantara oídos humanos expuso tan bien la causa de Cleopatra ante César que al amanecer Ptolomeo había perdido a su presunto aliado.
Desde aquella noche data la gran camaradería y apego romántico entre la reina de uno de los países más ricos y más cultos de aquellos tiempos y el primer ciudadano de la invencible Roma. La sociedad formada por ellos había de durar hasta la muerte de César.
En Cleopatra, César, el ambicioso guerrero, había hallado una aliada digna de compartir su sueño de imperio mundial. Era resuelta, valiente, inteligente; una mujer que, cuando él la asegurara en su trono, tendría a su disposición todos los recursos y riquezas de su opulento país. César había encontrado en una mujer lo que buscara separadamente en otras: belleza, encanto, ingenio, inteligencia, y sobre todo un espíritu de juventud que nada debía a su falta de años.
El romano admiraba en ella el producto de una civilización más grande y más vieja que la suya; porque Cleopatra, -como todos los miembros de la dinastía ptolomeica, era de pura sangre macedonia. Cuando murió Alejandro Magno se desmembró su imperio, y Egipto tuvo en suerte a uno de sus generales, Ptolomeo Lagos, que fundó la dinastía de su nombre: y de este modo los griegos gobernaron a Egipto durante cerca de trescientos años, haciendo de su capital, Alejandría, primero la rival y luego la superior a Atenas en belleza, cultura y riqueza. Cleopatra, la última de los Ptolomeo, los sobrepujaba a todos en protección al arte y la literatura, en lujo y en saber. Se nos dice que hablaba diez idiomas, incluyendo el latín, el hebreo y el siriaco.
Para Cleopatra, César no sólo fue el medio por el cual substanciaría ella en definitiva sus compartidas ambiciones; instintivamente le otorgó un afecto cordial y pleno y el admirativo respeto de un discípulo por su maestro. Esta mujer, a quien la leyenda nos ha enseñado a considerar como una voluptuosa inmoral, parece, según los datos conocidos, que consideraba a César su marido; y parece también que en todos sentidos actuaba como esposa ejemplar. (Empero, para romanos no era más que la amante de Cesar; su esposa legal a la sazón era Calpurnia).
Durante muchos meses César peleó contra la facción de Ptolomeo y aseguró para Cleopatra el trono de Egipto por medio de sendas victorias en Alejandría y Faros. El joven Ptolomeo, huyendo en derrota, se ahogó, y Cleopatra devino soberana absoluta de Egipto. Durante estos meses de guerra civil, Cleopatra y César hallaron tiempo para fiestar y hacerse el amor. A través de días y noches la risa argentina de Cleopatra resonaba en el palacio. César era feliz. César se sentía dichoso y en medio de la alegría y la ventura fue que vino al mundo el hijo de César y Cleopatra. Le pusieron por nombre Ptolomeo Cesarión, como convenía al heredero de dos grandes casas. Pocas horas después de estrechar a su hijo en los brazos, zarpó César de Alejandría. Sus vacaciones habían terminado; había que conquistar nuevos reinos para el heredero de Egipto y Roma.
Durante un año Cleopatra aguardó mientras César guerreaba victorioso en Asia y el Norte de África. Luego, respondiendo a su llamado embarcó hacia Roma. Con ella iba su hijo Cesarión, y el malhadado hermano menor que le quedaba, Ptolomeo Dionisio (Ptolomeo XV) que nominalmente compartía el trono egipcio con ella. Iban como huéspedes de honor a participar con César del aplauso del pueblo; pero, según la costumbre romana, la hermana rebelde de Cleopatra, Arsinoe, llegó también en cadenas para ser exhibida al pueblo romano en el triunfo del vencedor César. Los romanos contemplaban asombrados el cortejo de aquella hechicera reina, cuya belleza y riquezas jamás fueron igualadas. Temían su influencia sobre César, de cuya ilimitada ambición desconfiaban ya esos severos republicanos
Cleopatra fue a residir a una villa de César a orillas del Tíber, viviendo abiertamente como amante de Julio pero sin tomar parte en la vida política. Permaneció en Roma unos años durante el periodo en que llovían cada vez más honores sobre César. Pero, si bien tenía éste muchos amigos, tenía también muchos enemigos; y un día, en marzo del 44 A. C., a la villa junto al Tíber llegó la trágica nueva de su asesinato.
Cleopatra sabía que ella era impopular en Roma y no perdió tiempo en regresar a su tierra natal. Su hermano, el joven Ptolomeo XV, había muerto, envenenado por orden de ella, y Cleopatra proclamó a su hijo Cesarión, co-soberano de Egipto.
Durante tres años Cleopatra contempló de lejos las guerras civiles de Roma. De pronto recibió un día la orden de presentarse ante Marco Antonio, uno de los Triunviros de Roma, en la ciudad de Tarso, en Cilicia, Asia Menor, para explicar por qué como aliada había dejado de prestar apoyo en ciertas ocasiones. Cleopatra había estado aguardando antes de prestar su apoyo, a descubrir quién sería el romano que con más probabilidad abrazaría su causa. El tan esperado momento había llegado, y con una sonrisa en los labios, y nuevas esperanzas en el corazón, Cleopatra, Reina de Egipto, encarnación de la diosa Isis-Afrodita, se preparó a obedecer el llamado del más poderos de los romanos.
Había oído hablar mucho del carácter de Antonio, y puso a contribución hasta el límite sus recursos personales y materiales para seducir al gigante de corazón de niño, a este soldado por quien morían los hombres sin hacer preguntas, a este héroe sobre cuyos hombros cayera el manto de César.
Antonio estaba sentado en su estrado, en la desierta plaza del mercado, aguardando a Cleopatra. La multitud que media hora antes lo rodeaba, había corrido en masa a la costa donde anclara la nave de la reina y desde el muelle llegaron a los oídos de ella grandes clamores de adulación. Pasaba el tiempo y Antonio seguía aguardando. Por fin, irritado, envió un mensaje invitando a la reina a comer con él.
La respuesta de la reina fue una invitación comer con ella, y Antonio, siempre cortés con las mujeres aceptó. Al acercarse al río Ciduo, la más encantadora visión regaló sus ojos. En un barco de proa dorada, con velas de púrpura y remos de plata, yacía tendida Cleopatra, ataviada como Venus. Bellas esclavas la rodeaban; llenaba el aire suave música, ricos perfumes se elevaban en volutas de humo de los pebeteros e incensarios labrados. Entonces la voz que un tiempo encantara a César saludó a Marco Antonio; y este, “el niño colosal, capaz de conquistar el mundo, incapaz de resistir al placer”, olvidó sus reconvenciones en una ola de regocijo y felicidad. Cleopatra había encontrado a su campeón.
La fiesta preparada para Marco Antonio fue la más magnífica que conociera en su vida. Costosos regalos se hicieron a todos los invitados; semejante gusto y riquezas jamás habían sido presenciados antes ni siquiera por él, cuyas fiestas y orgías eran famosas en el mundo entero. El populacho en la orilla contemplaba la bella nave iluminada y declaraba que “Venus había bajado a la tierra a fiestar con Baco por el bien común de Asia”.
Siguieron muchas noches de fiesta; el agasajo de Cleopatra fue sucedido por un banquete dado por Antonio, y éste, a su vez dio lugar a una nueva fiesta de réplica por parte de la reina. Y la magnificencia de Cleopatra siempre eclipsaba a la de Antonio. De suerte que al fin éste se vio obligado a una dichosa confesión de inferioridad.
Se dice que una noche, para ganar una apuesta, Cleopatra dejó caer una perla valuada en lo que hoy equivaldría a un millón de pesos, en una copa con vinagre; la perla se disolvió y la reina apuró aquel trago. Este incidente se cita con frecuencia para probar la caprichosa extravagancia de Cleopatra; pero es más probable que, necesitando la alianza de Antonio, esperara ella por medio de aquel acto impresionar la mente del guerrero, haciéndole ver la inmensidad de la riqueza que tendría a su disposición si se decidía a echar su suerte con la de ella.
Día tras día, durante aquellos pocas semanas hilarantes en Tarso. Antonio caía cada vez más bajo el hechizo de Cleopatra. Sus facultades de conversación, su ingenio y encanto, junto con aquella alegría juvenil que era tan grande por parte de ella, lo arrebataban; mientras que ella, aunque nunca perdía de vista sus ambiciones, se sentía irresistiblemente atraída por Antonio.
Fue en esta época cuando Cleopatra consiguió la ayuda de Antonio en la acción que tanto ha ennegrecido la historia de ella. Su hermana Arsinoe, que había peleado contra ella en tiempos de César y había adornado en cadenas el triunfo de éste, se hallaba de nuevo en Egipto conspirando contra Cleopatra. Y también un hombre que sostenía ser el ahogado Ptolomeo XIV. Con la ayuda de Antonio, Cleopatra proyectó el asesinato de estas amenazas a su trono, y la política fratricida se llevó debidamente a cabo.
Antonio había seguido a Cleopatra a Alejandría después de la entrevista de Tarso, y pasaron el invierno juntos. Durante muchos meses la reina lo agasajó con su característica prodigalidad —una prodigalidad raras veces conocida en el mundo antes o después de ella. Formaron la célebre sociedad de “Los Vividores Inimitables”, el objeto de cuyos miembros era excederse unos a otros en lujo, protección a las artes, cultura, y todos los placeres de la mente y el cuerpo. Antonio se entregó de todo corazón al goce, hasta que por fin los asuntos de Roma no podían esperar ya más.
Las relaciones entre los dueños del mundo se hacían tensas, pero todavía no iba a producirse el rompimiento. Antonio se vio con su contriunviro, Octavio, en Brundisium, y una vez más hicieron un pacto y se dividieron el mundo romano entre ellos: Octavio se quedó en Roma y gobernó el Occidente; a Antonio le correspondió el Oriente. Para sellar el pacto de Antonio se casó con Octavia, hermana de su colega.
Luego, el año 37 a. de J., regresó a Siria y a los brazos de Cleopatra. El amor y el lujo estuvieron de nuevo a la orden del día y de la noche. Y después Antonio partió para su campaña contra los partos. A la terminación victoriosa de aquella empresa, él y Cleopatra esperaban fundar su imperio. Pero la decepción aguardaba a la reina otra vez. Nació un cuarto vástago hacía no más que unas semanas, cuando le llegaron nuevas de que la expedición había tropezado con un desastre. Cleopatra, la firme aliada, partió en el acto en ayuda de Antonio.
Cuando sus naves penetraron en el puerto de La Villa Blanca, donde descansaban los restos del ejército de Antonio, fue un ejército en harapos lo que hallaron y a un Antonio abatido, desaseado, ahogando en vino su aversión a encontrarse con ella derrotado.
Pero esto se olvidó pronto con nuevas alianzas y una campaña victoriosa contra los armenios.
Entretanto, Antonio, con su actitud hacia su esposa, Octavia, había ofendido a Octavio, el hermano de ella, y las relaciones entre los dos amos de Roma volvían a ser tirantes. Pero a su regreso de Armenia, Antonio insultó a Roma. Celebró su triunfo en Alejandría, sustrayéndole a Roma la gloria de la conquista y sugiriendo tácitamente la supremacía de la ciudad egipcia. Más aún, en una ceremonia magnífica donde se colocaron tronos de oro sobre un estrado de plata, repartió reinos que legalmente pertenecían a Roma, entre Cleopatra y los hijos habidos en ella. La guerra entre las facciones de Antonio y Octavio era inevitable; la gran contienda por el imperio que había de terminar en la batalla de Accio, era inminente. El Senado privó a Antonio de sus honores, y la guerra se declaró en el 32 A. de J.
En Cleopatra surgió una creciente duda. Antonio no era ya el joven lugarteniente de César, intrépido y nacido para el éxito. Su identificación con Baco, el dios del vino y la alegría había sido demasiado completa. Sus preparativos para la guerra eran tibios; los placeres de la vida de un potentado oriental lo redamaban; y en el corazón de Cleopatra el resentimiento y el desprecio habían comenzado a envenenar el amor. Luego llegó el día en que Cleopatra a la cabeza de su flota, y Antonio al frente de sus legiones partieron para el golfo de Ambracia, en Grecia, con el fin de enfrentarse allí con las huestes de Octavio. El odio casi había suplantado al amor.
Discrepaban en todo en la campaña. Cleopatra, que había sido engañada una vez, desconfiaba de Antonio, incapaz de ver que en él sólo podía poner sus esperanzas; y Antonio, su inteligencia embotada por el vino, desconfiaba de Cleopatra.
Así estaban las cosas cuando la flota de Octavio y las de Antonio y Cleopatra se enfrentaron en la gran batalla de Accio que se libró el año 31 a. de J.
Esta batalla sigue siendo un misterio para los historiadores. La pelea duraba ya seis horas, no habiendo ganado ventaja ninguno de los dos bandos, cuando Antonio vio que el barco en que iba Cleopatra izaba sus velas y abandonaba la lucha seguido de las sesenta naves de la reina. Antonio las siguió en veloz persecución, huyendo de la batalla todavía indecisa, y dejando a Octavio convertido en vencedor sin victoria. Se ha sugerido que Cleopatra creyó pérdida la batalla y temió caer viva en manos de Octavio, o que un súbito ataque de cobardía de ésta, la más valiente de las mujeres, la obligara a retirarse. Mas en la fuga de Antonio aún podemos creer menos en la cobardía; ni puede uno dar crédito, como sugiere Plutarco, a que su desenfrenado capricho por Cleopatra lo hizo abandonar un imperio, temiendo verse separado de ella.
Sea como fuere, debido a esta conducta jamás explicada, el imperio romano-egipcio se perdió, y Octaviano se convirtió en César Augusto, el primer emperador romano.
Cleopatra había huido a Alejandría, donde hizo preparativos para la defensa— preparativos en escala heroica. Antonio se fue a Libia en un vano esfuerzo por hallar tropas leales.
Los dos sabían que estaban condenados, y la amargura y los reproches murieron en sus corazones, dejando sólo el deseo de estar juntos al final.
Por eso retornó Antonio a Alejandría, y como otrora formaran la sociedad de los “Vividores Inimitables”, ahora formaron otra sociedad magnífica— la sociedad de “Los Que Mueren Juntos”. En fiestas gloriosas y sin embargo desesperadas aguardaban el fin.
Cerca del templo de Isis, Cleopatra construyó un mausoleo, un palacio espléndido para los muertos, en verdadera forma faraónica. A este edificio hizo llevar todos sus tesoros y joyas.
Luego, de las prisiones hizo llevar al palacio a los condenados a muerte, y se les administró veneno o se les hizo morder por serpientes. Cleopatra buscaba el medio más fácil de salir de un mundo demasiado fuerte, aún para su espíritu indomable.
Octavio se hallaba a las puertas de Alejandría; y Antonio, durante breve momento recobró su hombría y lo atacó con éxito. La caballería de Octavio huyó. Alentado por esta vuelta de la fortuna, Antonio determinó hallar la muerte a la victoria en una última batalla; pero sus aliados lo abandonaron en el último momento, y se halló solo no más que con un puñado de fieles seguidores. Regresó al palacio. Allí le llegó la nueva de que Cleopatra se había suicidado. Muerta Cleopatra, el mundo y todo lo que significaba estaban perdidos para él, y “a la venerable manera romana” Antonio cayó sobre la punta de su espada, “un romano vencido por un romano”.
La herida no lo mató, y aunque imploró a los que le rodeaban que acabaran su obra, ninguno se atrevió. Llegó en eso un segundo mensajero contradiciendo la primera noticia: Cleopatra estaba viva y lo aguardaba en el mausoleo.
Antonio, moribundo de su herida, hizo que sus soldados llorosos lo condujeran a la gran tumba en que Cleopatra y sus dos doncellas, Charmian e Iras, se habían encerrado. Temiendo ser apresadas vivas por Octavio, las frenéticas manos de las tres mujeres habían echado de tal forma los cerrojos que no les era posible abrir la reja.
Por eso, con la fuerza que sólo prestan la desesperación y el amor izaron al gigante moribundo por la pared de la torre con cuerdas y cadenas. Así murió Antonio, en los brazos de Cleopatra, todo su odio olvidado, y con sólo el amor de sus primeros tiempos en el corazón.
Muerto Marco Antonio, perdido su último reino, ella misma condenada si vivía a seguir a pie y encadenada el carro triunfal del vencedor, Cleopatra hizo un último esfuerzo por hechizar a otro romano, el frío Octaviano.
Este, temiendo que la reina se quitase la vida y robara de tal suerte a su triunfo el espectáculo de la humillación de la gran enemiga de Roma, le hizo insinuaciones y mentirosas promesas, ofreciéndole su reino y la seguridad para ella y para sus hijos.
Pero las nuevas de las verdaderas intenciones de Octavio llegaron a oídos de Cleopatra. Por eso al espléndido mausoleo ella y sus dos fieles sirvientas escaparon para hacer las últimas libaciones en la tumba de Antonio.
Con las lágrimas lentas que sólo acuden a los ojos cuando no queda más que el pesar y la esperanza ha muerto, Cleopatra colocó coronas de flores en el féretro de su amado, murmurando tiernas palabras. Luego, habiéndose ungido con costosos perfumes, se adornó con su real esplendor y celebró una fiesta por última vez —sola.
Por fin, un esclavo, portando una cesta de higos, se le acercó, y, sonriendo, ella tomó la cesta y dijo: “De modo que ha llegado”. Sus devotos esclavos no la habían abandonado; porque ella sabía que, a solicitud suya, habían escondido un áspid bajo las hojas de higo. La turbamulta de romanos no se burlaría de ella, no recibiría ella una muerte ignominiosa; Cleopatra moriría como la diosa que era, a su modo; a la hora escogida por ella. Y esa hora había llegado.
Oprimió el flexible y pequeño reptil contra su pecho casi con amor. Y la última de la casa de los Ptolomeos lentamente fue sumiéndose en el sueño final.
Después de su muerte la ambición de aquella gran mujer se cumplió irónicamente, porque Roma adoptó la civilización y la cultura helenísticas representadas por Alejandría y formó en verdad un imperio romano-egipcio.
Pero en su trono se sentó Octaviano y no Cesarión.
Cesarión había muerto por el cuchillo del asesino; no había en el imperio lugar para dos Césares.
0 comentarios