La educación temprana, que abarca desde el nacimiento hasta los seis años, representa una de las etapas más significativas en la vida de una persona.
Es durante estos primeros años cuando el cerebro humano se desarrolla con mayor rapidez y cuando se forman las bases del aprendizaje, las emociones, los vínculos afectivos y la identidad personal.
La educación temprana no se limita a enseñar números o letras, implica enseñarles a los niños que son valiosos, capaces y escuchados. Se trata de cultivar su autoestima, su curiosidad y su capacidad de relacionarse con los demás.
Diversas investigaciones han demostrado que los niños que acceden a una educación inicial de calidad tienen más oportunidades de éxito escolar y social a lo largo de la vida. Además, presentan menores tasas de abandono escolar, mejores habilidades para resolver conflictos y mayor resiliencia emocional. Sin embargo, en muchas regiones del mundo, el acceso a esta etapa educativa sigue siendo limitado, lo que refuerza las desigualdades desde la infancia.
El rol de las familias, educadores y cuidadores es fundamental. Desde leer un cuento hasta jugar o escuchar activamente, cada interacción amorosa y significativa deja una huella positiva en el desarrollo del niño. Invertir en la primera infancia no es solo una decisión educativa, sino también una estrategia de transformación social y económica, que construye comunidades preparadas para el futuro.
Educar desde el amor, con empatía, respeto y compromiso, es sembrar las semillas de una sociedad más justa. Porque un niño que florece en sus primeros años, es un adulto con más herramientas para transformar el mundo.
Dianelys Vargas
Miami, Fl.
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