En olor de lluvia

Written by José A. Albertini

22 de julio de 2025

Capítulo II

—No hay nada que temer. El ruido de explosivos forma parte de las perforaciones que, en busca de petróleo, realizan compañías extranjeras en los Llanos del Agabama. El alcalde Cornelio Cornides y los concejales lo informaron. También, el periódico local, El Eco de Villa Clara, publicó la noticia. Cuentan que un arriero, de paso por el pueblo, lo dijo -reitera la información.

—Lo sé… pero así y todo siento miedo… 

—Tranquilízate. Las detonaciones no son asunto nuestro. Somos jóvenes. Tenemos proyectos y nos casamos el año que viene.

—El futuro; eso es lo que me preocupa -Rosalía Rosado precisa.

Florencio Flores sonríe y mira para las lomas. Aparatosamente abre los brazos y exclama.

—¡Son ruidos; simples ruidos que no dañan! -El sonido de una explosión remota e invisible empaña la expresión. A sus ojos asoma un destello de recelo. Se recompone. Varía el tono de voz y añade-. Ves; no dañan. Ruidos; sonidos de un posible progreso para Santa Clara y nosotros; los habitantes.

—No me convence, por una parte, lo que no veo; por otra, lo que veo y siento.

—¿Qué ves y sientes que te preocupa…?

—Veo; me alarma, que los totíes del Parque Vidal ya no cantan y que los tomeguines sabaneros escapan al norte. Veo que en los amaneceres y a la caída de las tardes, las cumbres de las lomas se llenan de una neblina espesa, nunca vista por nosotros. Pero no veo de dónde viene… eso me atemoriza.

—Lo que llamas neblina, de seguro, es el humo de las explosiones y el ruido asusta a los pájaros.

—Quizá es como dices… Pero, así y todo, no me gusta el comportamiento de los pájaros… -contesta y del tronco de la mata de aguacates en que la dejó apoyada rescata la bicicleta de diseño femenino. Comprueba el maletín de trabajo que cuelga del manubrio y repite-. Se nos ha ido la tarde. Ojalá, mis padres, no pongan mala cara.

Florencio Flores se aproxima y le besa los labios. Ella corresponde. Él sonríe y la anima.

—Nada dirán. Ellos; todos saben que desde niños somos inseparables.

—Así y todo, me da pena…. -insiste.

—Nada de penas. Pronto seremos matrimonio -y vuelve a besarla.

Rosalía Rosado sonríe halagada. 

—Nos vemos. Te quiero -se despide. Pero a punto de iniciar el pedaleo el joven la detiene. 

—Aguarda. Todavía queda, de las navidades pasadas, miel de campanillas. Llévale un poco a tu madre. 

Entra en el varentierra. En breve reaparece con una botella de cristal transparente, que en un tiempo contuvo cerveza, llena de miel clara y taponeada con un pedazo de tusa de maíz.

—Dile que es un regalo mío. Ella prefiere la miel de campanillas. Dice que es curativa. Rosalía Rosado amplía la sonrisa. 

—Ahora sí sabrán que me demoré porque estaba contigo—. Toma la botella y la guarda en el maletín. 

—Diles que, a primera hora de la mañana, te la llevé a la escuela.

—Tanto decir y decir no los engaña. Sobre todo, a mi madre.

Florencio Flores asoma una expresión traviesa y agrega.

—En definitiva, son mentiras blandas. Nos benefician y no dañan a nadie.

—No me agrada disfrazar la verdad.

Florencio vuelve a besarla.

-No me tardo más. Te quiero -y se aleja pedaleando.

—Guía con cuidado. El aguacero empapó los caminos -grita la advertencia.

La observa, retratada por el sol de la tarde, desplazarse por el trillo que conduce a la carretera estrecha que enlaza a la ciudad con el embalse Gramal. La ve llegar a la vía; girar el manubrio y enrumbar a Santa Clara. La ve pedalear con fuerza. Pasar frente al portón de la finca Cayocupeyare y cruzar el puente de madera. Y sigue viendo hasta que la imagen es tragada por una curva del camino.

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