Capítulo II
El padre que, apegado a la tradición de generaciones, roturaba los campos con arado tirado por bueyes, a instancias de Florencio, adquirió un tractor acondicionado para trabajos agrícolas y otros adminículos que potenciaban la explotación de la máquina.
Un renglón que Florencio Flores desarrolló cuando tomó las riendas de la finca, fue la apicultura. El padre, por años, a escala menor había producido miel que repartía entre familiares, amigos y comercializaba limitadamente.
Florencio vislumbrando el potencial industrial, incrementó el colmenar. Pronto, la calidad del elíxir embotellado, bajo el nombre de Miel de los Flores, rebasó las fronteras de Santa Clara. Logrando, en temporadas navideñas, el cénit de consumo, gracias al néctar que las abejas liban de las flores blancas, silvestres, pequeñas y acampanadas que nacen de una planta trepadora de tallos y hojas verdes que, entre los meses de noviembre a diciembre, inundan los campos. Los campesinos las nombran Campanillas de Pascua o Aguinaldo. Cercas de maderas o alambres de púas, troncos de árboles y grupos de maleza, sucumben al abrazo de los bejucos cuajados de flores.
El perfume que desprenden las cajas rebosantes de guayabas, mangos y demás frutos, embelesa el aire dentro del rancho, soportado por horcones cortos de los que se agarra un piso rústico de tablas de palmas reales. La techumbre, de dos aguas, esqueleto de maderos y cujes de guao entrelazados ata a la armazón, con tiras de yaguas, pencas de las mismas palmeras que también, llegando hasta la tierra, fungen de paredes. Entre sus facilidades los ranchos varentierra resultan idóneos para guarecer personas, animales domésticos pequeños y cosechas recolectadas, en meses de tormentas y ciclones.
Florencio coge una guayaba. Le propina un mordisco y la ofrece. Ella profundiza la brecha.
Para los padres de los jóvenes, amigos y vecinos de la barriada, acostumbrados a la afinidad que desde niños los caracterizó el escalamiento de los lazos sentimentales fue visto como algo natural e inevitable. Piedad Piedra, Galatea Galatraba, sin olvidar al cura Casto Castor nunca objetaron la relación. Por eso, creídos que el matrimonio culminaría una parte de la historia, callados y comprensivos, aceptaron el amor, por el momento libre, de la pareja.
Cesa la lluvia y asoma un sol lavado. La brisa del mediodía, que se convierte en tarde, trae el canto de un gallo próximo y otro lejano que responde. Gruñidos de cerdos que se alimentan en la canoa; comedero hecho con un tronco largo, grueso y ahuecado de almacigo que, lleno de palmiche, está a escasos metros del varentierra, se añade a la armonía de la campiña.
Rosalía Rosado vuelve a morder la guayaba. Florencio Flores pega su boca y trata de apropiarse del mordisco. Ríen al unísono y ella, sensual dice.
—¡Glotón. ¡No te llenas con nada…!
Y sobre el piso de tablas y sacos de yute vacíos, en función de nido, retornan a fundir sus cuerpos.
Rayan las cinco de la tarde cuando salen del rancho. Una humedad fresca impera. Rosalía Rosado termina de abotonar la blusa y acomodar la saya. El sol dorado la enceguece. Con las manos se alisa el cabello y exclama.
—Se nos ha ido la tarde. Debemos tener más cuidado.
—No todos los días tenemos esta oportunidad -responde y le besa el cuello.
—Me da pena con mis padres.
—Diles que después de clases te quedaste en la escuela para revisar trabajos de los alumnos o que el aguacero te retrasó. Lo que se te ocurra…
—¡Me da pena…! -repite.
—Lo nuestro, para nadie es un secreto.
—Así y todo, me da pena…
—Te comprendo, pero, según el proyecto, nuestro secreto, nos casamos el año que viene; en plena semana de Las Flores de Mayo.
—Es un proyecto; como dices… -Rosalía Rosado repite y aprensiva mira para lo alto de las lomas que ocultan el horizonte del que, hace más de un año, llega ruido de detonaciones y olor a pólvora-. Me preocupan las explosiones, casi constantes y los pájaros que huyen. No me agrada lo que no veo.
—¿Qué tiene que ver eso con nosotros…?
—Nada y mucho… Pudiera interferir en nuestros planes.
(Continuará la semana próxima)
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