Capítulo I
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Con las manos entrelazadas, a la altura del pecho de senos diminutos, perdidos en tela sobria, que no conocieron una caricia masculina y jamás amamantaron a una criatura; la vista baja, en prueba de fe, tras recibir el sacramento de la comunión, regresó Piedad Piedra. Tan pronto llegó al banco abandonó la pose de recogimiento y con entonación dulce dijo.
—Es el momento de ofrendarle a la Virgen nuestras flores.
Manos piadosas volvieron al teclado del órgano y la melodía religiosa se deslizó por los espacios del templo.
Los feligreses se incorporaron. Con roce de cuerpos y rumor de pisadas, abandonaron los asientos. Rosa en mano se formó una fila lenta que al pasar depositaba, a los pies de La Inmaculada Concepción de la Virgen María, el tributo floral. Para la festividad la imagen de la Santa, esculpida en mármol blanco, de tres metros de altura y peso considerable, fue colocada delante del altar, junto al reclinatorio donde los devotos recibían la oblea con el cuerpo de Cristo.
El órgano invitó al canto y los fieles corearon: Con flores a María que madre nuestra es…
—¡Niños, canten! -La vieja catequista arengó a su rebaño-. ¡A ver, que la Virgen los escuche…! con flores a María que madre nuestra es… y el coro de voces infantiles repetía mientras avanzaba lentamente hacia la imagen. Con flores a María que madre nuestra es…
En medio de la fila iba Rosalía Rosado. Detrás Florencio Flores y el inquieto Candelario Candela que, con su rosa roja, trazaba en el aire arabescos imaginarios.
Con flores a María que madre nuestra es… Rosalía Rosado y Florencio Flores cantaron con más fuerza. A punto de colocar sus flores a los pies de la Virgen, escucharon reír a Candelario Candela, al tiempo que lanzaba su rosa roja contra el rostro marmóreo de la imagen.
De algún lugar cercano, surgió la figura iracunda del joven sacerdote Palomino Palomo, a quien los bromistas de la barriada, llamaban hermano Palomita. Sin miramientos, tomó por un brazo al infractor y lo sustrajo de la fila.
—¡Insensato, discípulo de Satanás; cómo te atreves a insultar a la Santa Virgen María…! -increpó y abofeteó, repetidas veces, el rostro de Candelario Candela que, despavorido y lleno de dolor, comenzó a chillar.
Rosalía Rosado estalló en llanto. Los niños se desbandaron. Sin embargo, Florencio Flores permaneció junto a ella. En acto de protección, le tomó la mano y apartó del altar.
Piedad Piedra, conmocionada por el suceso, perdió el liderazgo. Con mirada atónita y balbuceos de asombro fue incapaz de reagrupar a los pequeños.
Varias personas intervinieron para que el cura enardecido dejase de castigar a Candelario Candela.
—¡Está bueno ya de golpear al muchacho…! -exigió el boticario Herminio Hermida.
—¡Quién se ha creído que es el hermano Palomita! -cuestionó el relojero Zacarías Saca.
—¡Disculpas… pido a todos disculpas por mi soberbia…! Me dejé llevar por el amor a la Virgen María -exclamó el sacerdote-. ¡Perdón, perdón…! -repitió y se pasó la mano por la coronilla rasurada.
Candelario Candela, libre de las zarpas coléricas, sin dejar de gritar, huyó de la casa de Dios.
—Que alguien avise a la madre -pidió la maestra Alma Almaguer.
La mano de Rosalía Rosado temblaba en la de Florencio Flores.
—Ya todo ha pasado -trató de calmarla-. No le hemos dado nuestras flores a la Virgen. Debemos hacerlo.
Rosalía Rosado, en sordina, le dedicó una sonrisa. Elevó la diestra con la rosa blanca e indicó.
—Los pétalos se están poniendo tristes.
—Vamos; vamos a ponerlas a sus pies.
— ¿Tú y yo solos…? ¿Y los demás niños…?
***
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