Aunque el joven Travers hacía ya tres meses que llevaba relaciones con la bellísima miss Paddock, rica heredera de Long Island, sólo vino a conocer al padre y al hermano de su prometida unas semanas antes de la fecha señalada para la boda.
El hermano era un renombrado maestro de caza en el aristocrático distrito de Southampton, donde los Paddock tenían su magnífica quinta de recreo, y era el orgulloso propietario de una valiosa jauría, especialmente importada de Inglaterra.
Padre e hijo pasábanse los días enteros, y hasta las primeras horas de la madrugada, hablando y discutiendo de caballos y carreras, pues su establo de pur-sangs era famoso en todos los race-tracks del país. Y el viejo Paddock declaraba enfáticamente que al hombre que le pidiera la mano de su hija no le preguntaría nunca si sabía comportarse bien, sino, únicamente, si sabía montar bien; dependiendo su consentimiento de una contestación afirmativa.
Pero Travers había conocido a Miss Paddock y a su buena mamá en Europa, mientras los exigentes varones de la familia se quedaban en casa, y las relaciones se formalizaron sin que el padre supiese de antemano las habilidades caballísticas de su presunto yerno, ni este sospechase lo que le esperaba.
Y he ahí que, al apuntar el otoño, ya de regreso, y en los mismos comienzos de la temporada de caza, el joven fue invitado ceremoniosamente por los Paddock a pasarse unos días en su regia quinta de Long Island.
Allí, en un rinconcito coquetón del invernadero, pasó Travers unas horas deliciosas junto a su linda novia, la misma noche de su llegada. Pero, apenas se retiraron las damas, su futuro cuñado se dirigió a él y, a boca de jarro, le disparó la siguiente pregunta:
—Usted, naturalmente, ¿sabe montar?
Travers jamás en su vida había cabalgado sobre un jamelgo-, pero, ya debidamente prevenido y aleccionado por su prometida, respondió con gran aplomo:
—Nada en el mundo me gusta más que montar un buen caballo.
—¡Magnífico!—exclamó el joven Paddock.—En la cacería de mañana le daré a montar a Satanás. Es un excelente animal, aunque un poco resabioso, ahora, a principios de temporada. Ninguno de nosotros quiere montarlo desde que mató al segundo caballerizo, el año pasado. Pero usted, sin duda alguna, sabrá dominarlo si es un buen jinete…
Travers tuvo una angustiosa pesadilla aquella noche. Soñó que daba brincos frenéticos en el aire, sobre un corcel salvaje, que relinchaba fuego y saltaba los paredones más altos como si fuesen estacadas de trigo.
Por la mañana, al despertar, pensó excusarse, alegando hallarse indispuesto; lo cual, dado su estado de ánimo, no hubiese resultado incierto. Por dos razones poderosas no deseaba montar al fiero de Satanás: quería conservar la vida para hacer la felicidad de miss Paddock y la quería conservar también para hacerse feliz. Reflexionó, no obstante, que como tarde o temprano durante su visita estaba condenado a desempeñar el papel de jinete, y como, por otra parte, si al fin se rompía la crisma, sería en defensa de una noble causa, lo mejor era hacer de tripas corazón, y jugarse el todo por el todo de una vez…
El día se presentó triste y nublado, y Travers concibió esperanzas de que la cacería fuese suspendida. Pero no tardó en desengañarse cuando un sirviente llamó a la puerta de su habitación y le entregó el traje completo de montar.
Travers bajó de su habitación sacando fuerzas de flaqueza, pero sintiéndose presa de los más lúgubres presagios.
Ya Satanás había sido conducido al punto de reunión, y Travers vio con creciente pánico como el animal se encabritaba y coceaba, y como arrastraba a los tres caballerizos que lo tenían sujeto por la brida, tratando en vano de mantenerlo quieto.
Travers decidió permanecer en tierra firme todo el mayor tiempo posible. Y así fue que cuando soltaron la jauría y los demás jinetes partieron al galope, el joven debutante quedó en pie, pretendiendo arreglarse una polaina floja, hasta que vio a todos ya a respetable distancia.
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