HOMBRE DE GUÁIMARO

Written by Libre Online

8 de abril de 2025

Por Francisco Ichaso (1950)

En nuestra historia los arranques de la utopía estuvieron siempre frenados por la razón y la prudencia. Fue lo que Martí llamó “raíz y ala”. El Apóstol mismo se complacía a menudo en soñar; pero tuvo el privilegio de dar a sus ensoñaciones el destino del verso. Cuando se trataba de los planes para independizar a Cuba y de las consecuencias políticas de este sueño, Martí bajaba del Parnaso y barajaba con destreza suma los datos positivos y negativos favorables y adversos, de la realidad.

No hay que asustarse porque la política arrastre fango en sus aguas. Cenagoso es el lecho de los más grandes ríos y no puede evitarse que cuando el viento sopla el lodo salga a la superficie. Lo alarmante es que descienda el nivel de las aguas y todo sea cieno en el cauce. Lo que ha de tener la política es un gran contenido humano, social, histórico. Una política henchida es una gran política superficial, gárrula, sin vuelo, es una política pequeña, aunque esté asistida de las más beatas intenciones.

Cuando se estudia nuestra historia, particularmente la historia de nuestras luchas emancipadoras se advierte que la ambición personal, los rencores, las rivalidades, no estuvieron ausentes de ella; antes, al contrario, en muchas ocasiones las querellas de tipo individual o faccioso hicieron fracasar madurados proyectos y dieron al traste con los más subidos empeños. Pero no hay duda de que durante casi medio siglo la matriz de la patria forjó criaturas de fibra excepcional, por cuyo continuado esfuerzo fue posible la empresa de la independencia a despecho de las caídas y desviaciones inevitables.

Desconsuela un poco cotejar la política de hoy con la política de la manigua y aún con la política del estreno republicano. Aquella política no estaba libre de pecado, pero se esforzaba generosamente por aproximarse al estado de gracia. Durante la guerra fue una política tan previsora, tan llena de doctrina que a veces trató de imponer lo normativo a lo factual, aun a trueque de poner en riesgo el éxito de las operaciones militares. Basta recordar, a este respecto, la pugna constante que sostuvieron los civilistas y los militaristas y la polémica interminable entre los que se habían lanzado a la manigua imbuidos del espíritu moderno, de las ideas de la Revolución Francesa, y los que, por su edad, su cultura, su temperamento o su posición económica, propugnaban un conservadurismo que hacía presagiar una supervivencia de los hábitos coloniales en la nación que se elaboraba.

EL ESTRENO REPUBLICANO

Más tarde, bajo la intervención primero y bajo la República después, nuestra política continuó impregnada durante algún tiempo de las esencias patrióticas que habían sostenido al mambí “a pie y descalzo”, en una guerra numantina de sacrificio y de estrago. Basta leer los diarios de sesiones del Congreso y las actas de los Consejos de Ministros para advertir el pulso lleno de aquella política, el caudal de intereses nacionales que a través de ella se ventilaba, el afán de servicio con que los hombres públicos se entregaban a su faena. 

Bien es verdad que eran aquellos los días difíciles de la postguerra, los días del recuento y de la lucha por la rehabilitación, las horas amargas en que se contemplaba un panorama de desolación y no se sabía por dónde empezar la obra ingente de construir sobre los escombros de la colonia el edificio de la República.

Había entonces mucho que hacer y poco que tomar. Estrenábamos una República pobre, con un presente pavoroso y un porvenir en sombras. La política empezó a malearse a medida que fue dejando de ser preocupación y angustia para convertirse, no en profesión mejor o peor remunerada, sino en granjería o negocio. La vida de la libertad fue mucho más fácil y regalada que lo que habíamos supuesto. Ello nos condujo a unas intermitentes “delicias de Capua”, de las cuales no nos hemos curado a pesar de que sus consecuencias han sido siempre desastrosas.

Ahora estamos en plena comprobación del poder corruptor que tiene la prosperidad y la libertad secuestrada. En nuestra vida ya no resuenan las voces advertidoras de antaño, aquellas voces que temblaban de preocupación o de ira, aquellas voces de imprecación o profecía, aquellas voces que enronquecían en la exhortación o en la prédica.

VERBO Y CARÁCTER

Una de aquellas voces, la más armoniosa acaso en medio de su enérgica sinceridad, fue la de Manuel Sanguily. Si quisiéramos sintetizar con dos palabras su vida diríamos: Verbo y Carácter. Rara vez se conjugan estos dos atributos. Por lo general el hombre de carácter es silencioso, reconcentrado, hermético. Sanguily tenía una gran firmeza de convicciones y un extraordinario don para sostenerlas dialécticamente. Esto hizo de su persona una fuerza irresistible, pues no hay valladar para la palabra cuando la impulsa una voluntad resuelta y denodada. 

A la oratoria de Sanguily se refiere Octavio R. Costa en párrafo escueto y definidor: “Manuel Sanguily es un orador a plenitud. Es un señor de la palabra. No habla al auditorio. Se apodera de él. Le secuestra la voluntad. Le enajena el ánimo. Lo hechiza. Es un mago de la elocuencia. Y la elocuencia es una magia.

Tenía la vocación del hablista. El afán de claridades que la oratoria política exige no lo llevó jamás a descuidar el estilo, ni aún en aquellos casos en que improvisaba. Tal vez la gran pasión de don Manuel fue la literatura y las horas más felices de su vida fueron aquellas en que explicaba Retórica y Poética desde su cátedra del instituto o en que redactaba las “Hojas Literarias”. Pero un humanismo que le desbordaba la sensibilidad lo condujo, como a otros cubanos de su tiempo, a distraer su vocación del camino de las letras para proyectarla, con elegante pasión, en la vida pública. 

Hubiera sido él ese intelectual metido en política que tanto suele sufrir y tanto suele estorbar; pero su férreo carácter y sus condiciones de peleador hicieron de él un político creador. Costa nos ofrece un apretado panorama de su existencia en la guerra y en la paz, contemplado casi siempre desde el ángulo cívico. Por eso da a su obra el subtítulo de “Historia de un ciudadano”, Sanguily cae en efecto, un espejo de ciudadanos. Por temperamento era dado a defender con ardorosa vehemencia sus ideas; pero cuando esas ideas afectaban el decoro o al destino de la patria una fiebre quemante se apoderaba de su espíritu. Costa cita muy oportunamente esta expresión de Rafael María Merchán: “Este hombre se va a morir de una enfermedad que llaman patriotismo”.

LAS ESENCIAS DE GUÁIMARO

Costa dedica uno de los más interesantes capítulos de su obra a referir y comenta la actuación de Manuel Sanguily en la constituyente de 1900. Es significativo que el “introito” del gran parlamento en aquella Convención fuese una declaratoria de adhesión a los ideales propugnados tres décadas antes de Guáimaro.

Guáimaro había querido ser no ya la retorta de una nación más, sino el crisol de una república democrática, capaz de ofrecer a sus súbditos un ambiente de plena dignidad. Allí había librado Agramonte sus tremendas batallas contra los poderes sin freno, contra los providencialismos, contra la desorbitación castrense, contra todo intento de dictadura. Allí llegó a pronunciar Antonio Zambrana palabras tan peligrosas como éstas: “Seamos primero republicanos que patriotas y antes enemigos de la tiranía que enemigo de los españoles”. Allí se había eliminado la imagen espuria de un “colonialismo criollo” que trocaría simplemente una opresión por otra.

Sanguily no era solo un hombre de acción. En medio de los trajines de su vida había podido concentrarse y meditar sobre la empresa histórica en cuya ejecución participaba. En la constituyente confesó ser “uno de esos desgraciados que posee un programa”, un programa inspirado en las ideas políticas y morales consagradas en Guáimaro.

 Y efectivamente toda su actividad en la asamblea tuvo por objetivo plasmar en la constitución su pensamiento democrático y liberal y su civilismo sin mengua. 

Esta pasión por la civilidad movido en la Asamblea del Cerro a presentar una moción contra Máximo Gómez. A quien acusaba de haberse insubordinado contra el organismo más representativo de la nación. Fue aquel un paso difícil que solo un hombre de tan recio carácter se hubiera atrevido a dar en tales circunstancias. La lógica y la emoción que Sanguily puso en tales circunstancias. La lógica y la emoción que Sanguily puso en sus palabras fueron tales que su propuesta original de supresión del cargo de General en jefe fue modificada por otra de destitución que la Asamblea acordó por solo cuatro votos en contra. Por suerte para Cuba, el destituido era hombre de tal magnanimidad que acató el acuerdo y estranguló con su gesto todo conato de violencia. 

Nunca lució tan alto Máximo Gómez como en aquel instante en que abatió su amor propio para ahorrarle nuevas inquietudes a su patria de adopción. 

Esta y otras actitudes igualmente decididas pudieron dar de Manuel Sanguily la imagen de un teorizante intransigente. De un idealista rayano en la utopía. Nada más lejos de la verdad. Costa relata con lacónico vigor aquel desgarrón de conciencia que fue para el gran rebelde la aceptación de la Enmienda Platt. Su primer movimiento fue naturalmente de repulsa. ¿Pero, cuál era la otra alternativa? Sencillamente, la prolongación indefinida del poder interventor. Ante ella, el patriota sensato no podía vacilar. Sopesando prudentemente cada uno de los términos del dilema, Sanguily opta por una soberanía limitada antes que por una dependencia que muy bien podía haber acabado en anexión. 

Todo sería luchar y penar un poco más, ganarse a fuerza de virtudes y alineaciones, el derecho a cortar aquel apéndice infamante. 

Fue este un momento en que Manuel Sanguily dio muestras del más sabio realismo político. Oponerse a la Enmienda era sin duda más gallardo, más espectacular. Pero el líder necesitaba a veces cortarle el cuello a la arrogancia para pasar por el túnel angosto que conduce a la meta entrevista. Tiempo habrá para erguirse de nuevo. En ocasiones, la mayor rebeldía es bajar la cabeza ante la realidad invencible y cargarse de razón explosiva para cuando la coyuntura sea favorable. 

El mismo que votó por la aceptación de la Enmienda Platt se alzó luego innumerables veces ante su pupitre del Senado para defender los derechos del cubano a la tierra, para impedir la penetración económica de los extranjeros, para oponerse a los monopolios y al poder extorsionista de los “trusts”. Para preconizar, en suma, una política de nacionalismo sano y previsor, una política de cubanía digna que encontró naturalmente la resistencia de aquellos colegas que no representaban a la República, sino a sus propios bufetes o a sus negocios. 

¿Escepticismo?

En una prosa enjuta de más simetría que jugo nos ofrece Octavio R. Costa el perfil tajante de Manuel Sanguily, en el que los salientes del carácter aparecen como dulcificados por una elegancia y una ironía que le eran innatas. El historiador exagera a nuestro juicio, un rasgo de aquella personalidad, el escepticismo. 

Don Manuel fue escéptico en la medida en que suele serlo el intelectual; por desconfianza de las ideas más que de los hombres. Su escepticismo era del linaje de aquel que, según Bertrand Russell, conviene a la política, puesto que siembra en ella el humorismo y desarraiga la intolerancia. Pero en el fondo, aquel hombre tenía una gran fe en sus conciudadanos y en el destino de la patria.

Temas similares…

0 comentarios

Enviar un comentario