El tesoro de Nicolás Flamel (II)

Written by Libre Online

11 de febrero de 2025

Por Jacques Constant (1934)

Defay meditaba profundamente, después de haber pronunciado todas esas palabras. Luego concluyó:

—¡Ya sé!… Eso significa que debemos hundir uno de los ojos de la gorgona. ¿Pero cuál de los dos?

Oprimió con un dedo el ojo izquierdo, suavemente al principio, y después con más fuerza. Hizo después lo mismo con el ojo derecho. Nada se movía. Agarró entonces el mango del azadón de que se había provisto, y dio con precaución unos golpes sobre los dos ojos. Bruscamente, se oyó el rechinamiento de un mecanismo oculto. Seguidamente, los dos hombres percibieron un crujido seco y, un minuto más tarde, un vasto pedazo de la pared se hundió en el suelo. Del otro lado, el túnel se prolongaba en la sombra.

Con precaución, se internaron en el nuevo corredor que descendía en pendiente rápida. A causa de las filtraciones, el corredor estaba impregnado de agua, y Luis, que iba delante del otro, metió las piernas hasta las rodillas en un hoyo. De la bóveda, que se conservaba bastante bien todavía, caían algunas gotas, y se oía como el ruido de un río subterráneo.

En aquel momento, los dos hombres tuvieron que detenerse junto a una gruesa puerta de madera maciza, una puerta hostil, protegida por listones de hierro, y que parecía completamente infranqueable. Por suerte, la madera estaba bastante carcomida y el metal estaba cayéndose en fragmentos.

Por lo tanto, al primer golpe del azadón, la puerta se desplomó. Los dos compañeros entraron entonces en una vasta rotonda de bóvedas muy bajas. A ambos lados de la puerta se levantaban dos estatuas de un tamaño sobrehumano; una representando a Atena, cubierta con su casco y vestida con la túnica de las vírgenes, y la otra representando a un Hércules colosal, apoyado en su maza.

Defay enfocó su linterna hacia aquellas estatuas, quitó algo de la costra de polvo que las cubría y se puso a temblar.

—¡Son de oro! —gritó. —¡Son de oro!

Esculpidos en la bóveda, había dragones y monstruos apocalípticos; y en la base de los capiteles, alrededor de las columnas, unas divisas latinas que compendiaban las grandes leyes perdidas de la alquimia y que Defay traducía así: “La luz astral baña a los seres. Todo es uno. Uno es tres”.

En el fondo, pesados cofres con cerraduras artísticas, semejantes a las de la puerta, se alineaban simétricamente en semicírculo.

Un golpe del azadón hizo saltar una de las tapas, y el resplandor de la linterna se reflejó sobre los lingotes, de oro, sobre los ladrillos de metal amarillo. Había en aquel sótano tanto oro como en las reservas del banco de Francia.

— ¡Ah, señor Defay! —. exclamó Luis, riendo y llorando a la vez. —¡Ahora somos más ricos que todos los hombres del mundo!

—Evidentemente—dijo el otro— -. ¿Pero cómo vamos a sacar de aquí este tesoro?

—¡Bah!… Vendremos todas las noches y lo transportaremos poco a poco.

En aquel momento, Defay se dio cuenta de que un arroyuelo, que brotaba del corredor, penetraba lentamente en la rotonda.

—Es probable que el funcionamiento del mecanismo haya abierto una válvula de agua—dijo el anticuario—. Vamos a comprobarlo enseguida.

Llenaron sus bolsillos de lingotes de oro y se precipitaron hacia el corredor.

Con un ruido casi imperceptible, el agua subía pausadamente. Ya les llegaba a los tobillos. Luego alcanzó sus rodillas y después sus pechos, antes de que se hallaran a mitad del camino. Y observaron con horror que una catarata cada vez más caudalosa se despeñaba desde la bóveda.

Súbitamente, se vieron envueltos en una especie de torbellino. Trataron de nadar, pero les fue imposible a causa de los lingotes de oro que llevaban en los bolsillos y que los arrastraban hacia el fondo.

El misterio, el más trágico de los misterios, se ha tragado los cuerpos de aquellos dos hombres que se creyeron ricos y poderosos durante un momento, como se ha tragado para siempre el tesoro de aquel alquimista, de aquel hechicero que se llamó Nicolás Flamel.

FIN

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