Por EMMA PÉREZ (1956)
Sabiendo que sufría como ella, la juventud —no sólo ya de los Estados Unidos, sino del mundo—, lo siente cada vez más cerca de su corazón, a James Dean, de 24 años, muerto el 30 de septiembre de 1955, al timón de su Porsche Spider, corriendo hacia Salinas. Aquel maravilloso cuerpo, tan próximo a su adolescencia y formado para no envejecer, dejó paso, por todas, sus heridas, al fuego de un espíritu abrasador, cuyas quemaduras sienten hoy millones de jóvenes, negados a olvidarlo. ¿Por qué? Porque sufría como ellos todos los tormentos.
No es sólo que James Dean fuera mejor actor que otras estrellas juveniles cinematográficas, sino que era otra cosa: alguien en quien la juventud se vio reflejada con su pudor de sentimientos, su fantasía, su pureza moral sin semejanza con la moral corriente, y más rigurosa; con el gusto eterno de esa edad por la embriaguez, y el orgullo de oponerse al mundo de los mayores, antes de aceptarlo o rechazarlo definitivamente.
Pero James Dean representaba más: la violencia y el pesimismo nacidos del miedo, de la desesperanza, de la trágica frustración de una época en que lo peor no es la amenaza contra la vida, sino el engaño, la mentira, el cinismo, la falta de horizontes espirituales y la apatía general. James Dean simbolizó a una juventud que rechaza los mitos y buscaba la verdad, mientras la aprisionan toscos engaños los más groseros y numerosos inventados desde que existe el hombre sobre la tierra. En el triste rostro de Jamen Dean, aureolado de fatalismo, tuvieron y tienen un espejo los jóvenes librados a la impaciencia, a la violencia, al odio, al asco. A la conspiración del mundo adulto, James Dean y sus idólatras oponen otra conspiración, loca, sin esperanzas, pero obstinada.
Puesto que la vida es tan baja, al diablo con ella. (Por eso ha triunfado François Sagán con su sonrisa de Mona Lisa y con dos novelas que ella llama “indecentes y escandalosas”, “Buenos Días, Tristeza” y “Una Cierta Sonrisa”). El escándalo, el desafío, la violencia, la sangre entran en el cuadro de la lucha a muerte contra un mundo que está separado por un abismo del que crea en sus sueños la juventud. James Dean encarnó esa rebeldía gesto por gesto y réplica por réplica. Y su ascendencia sobre los espectadores —que incluye un talento extraordinario, no parecido a ningún otro; y a la vez una leyenda creada por tres películas y una corta vida––, en vez de decrecer, ha creado al año y meses de su muerte.
La muerte de James Dean, como su vida —primero niño único y mimado: a los nueve años huérfano de madre, de cuya pérdida no se consoló jamás: después expulsado del colegio, desorientado en el mundo, amando sin que le pagaran su amor, trabajando de parqueador de automóviles, aprendiendo, ansiando, exigiendo, queriendo vencer a toda costa y comprobando que el triunfo no le servía sino para tener que soportar nuevas ansias; pasando “esas vacaciones en el infierno que son las adolescencias apasionadas” y todo ello en un mundo infernal— le sirvieron a los jóvenes de motivo de idolatría indeclinable porque Dean les permitió corroborar su idea de que ellos eran, los primeros seres del mundo sin culpa y sin reproche. O tal vez de que eran, al revés —esos crímenes pueden cometerse por las sociedades endurecidas de ambición y crueldad— los seres más culpables; y reprochables, ellos, las criaturas.
El aire de embriaguez y la fiebre delirante de los corazones juveniles encontraron su cielo en James Dean, muchacho prodigio y muchacho culpable del cine, que, en la pantalla como en la vida, combatió la dureza y la hipocresía con el lirismo de un poeta.
Una juventud con el espíritu conturbado está inquietando al orden establecido en cualquier meridiano de la tierra. En los Estados Unidos se clama por los psiquiatras para curar el fanatismo del Rock and Roll; en Inglaterra la Reina y los jefes del Estado han tratado seriamente el caso de “la generación perdida” (en los últimos meses y precisamente a causa del Rock and Roll, el baile maldito —ese pretendido sustituto del culto a James Dean, fabricado a todo galope por una publicidad concentrada y desatada— la adolescencia londinense ha destrozado los cines y se ha batido fieramente con la policía). En Moscú la revista “Krokodil” arrastra al oprobio a la nueva juventud que descubre con un ardor ingenuo los pantalones estrechos, los cócteles enervantes, los cantantes de moda y la música americana, mientras otra parte de esa juventud (moscovita) ha sido impresionada visiblemente por el poema “Estación de Ferrocarril en Invierno”, escrito por el siberiano Yergeni Yevtusbenko, que se ha comparado con otro de igual influencia reciente, el del polaco Adam Wazyk, “Poema para Adultos”. Ambos rasgan el velo que oculta una realidad endurecida de opresión y desesperanza. Dice el del ruso:
“Si, hay cambios, pero sólo en los discursos.
Un juego extraño está librándose.
Podemos hablar de lo que no podíamos hablar ayer.
Pero no de lo que no podíamos hacer ayer”.
En Alemania han traducido completa la poesía de Yevtushenko y la dicen por Radio-Liberación, una estación privada anticomunista de Múnich:
“Pensemos. Todos somos culpables.
Por la poesía estéril, por los millares de consignas, por las conclusiones estereotipadas en nuestras palabras, ¡por lo que matamos en nombre de la verdad!…
No queremos vivir de la manera como está soplando el viento, de acuerdo con las cosas que ahora nos enseñan.
Queremos buscar nosotros mismos las respuestas a nuestras preguntas:
¿Por qué? ¿Por qué?” …
De un lado a otro del planeta, se escucha el coro de los jefes de gobierno y conservadores: “¡Culpable Juventud!”, Mientras la juventud universal lucha desesperadamente con cualquier arma para arrancarse del pantano, “tirando de sí misma por los cabellos”.
Paul Guimard, que encara el problema con valor de su trabajo “Inquietante Juventud”, dice: “Que las autoridades se quejen y pongan como remedio, según su humor, las minas siberianas, los psicoanalistas o los cuerpos militares de Argel (o las horcas de Budapest, las ejecuciones de Chipre, los asesinatos de Cuba, añadimos nosotros), parece normal y tradicional. Pero que los escritores entren en la danza con caretas de moralistas y hagan objeto a la juventud de inmundas agresiones, es más de lo aceptable”.
¿Qué tienen los jóvenes? Furor de vivir, pero de vivir con un alma y sin que obstruyan y manejen su conciencia de la libertad, sin la cual un hombre no es hombre. ¿Cómo responden a ese humano anhelo los administradores del terror? Cargando la mano, amenazándolos con la bomba H, con los cohetes dirigidos, con los aviones de propulsión a chorro, con el Infierno. Esto acrece la sed furiosa de hacer todo lo posible e imposible antes de que sea demasiado tarde. De vencer a todo precio, de imponerse, de dejar huellas, de darle al mundo lo que les fue dado para él. Si no se puede llamar la atención de otro modo —y la Juventud quiere que la atiendaaaan–– se recurre al escándalo, a la bufonería, a la violencia, o a la muerte. Esto es así. Está en la masa de la sangre de ese ser que se llama humano para diferenciarse de los demás (aunque hasta las bestias llegan a todo para sentirse libres y felices). Es la levadura de todo lo que vive y particularmente de la humanidad. Quien petrificara a la juventud, petrificaría la existencia del hombre sobre la tierra.
El alma de la juventud— divino tesoro, sagrada primavera–– es la inquietud. Es la edad en que se realiza la individual creación del mundo–“la vida crea desde cada individuo su propio mundo” –– todas las violencias, todos los desórdenes, todas las incertidumbres y negaciones son indispensables. “Los censores de hoy—dice Guimard––, los viejos mandarines, olvidan que ellos fueron una vez jóvenes —si lo fueron–– y que por ellos el mundo avanzó”. “Toda esa amnesia voluntaria— añade— es un espectáculo vergonzoso”.
Los jóvenes protestan ––¡e impulsan el mundo! —saliéndose del camino trillado y no expresando sus sentimientos de la manera que expresan los suyos, por lo general fingidos, los del mundo adulto. Siempre ha sido así. La universal experiencia humana nos enseña que desde que el niño pasa imperceptiblemente de su infancia a su adolescencia, empieza la lucha. Pero en nuestra época de aparatos avasalladores, más terrible que cualquier otra de que tenga memoria la humanidad, la protesta juvenil, concordantemente, adquiere formas de locura, en defensa de la libertad esencial del hombre.
En un mundo cerrado cada vez más a la libertad, es inevitable que los jóvenes caigan por abrir una brecha. ¡Sólo por abrir una brecha hacia la libertad, jóvenes cubanos están dando sus vidas en cumplimiento de la ley natural de que sin libertad no puede vivirse! ¡Entiendan esto!
Bajo otro aspecto, ahí está James Dean, dando una leyenda a este sórdido tiempo, ángel de alas de oro––. La histeria James Dean es un fenómeno posible porque él se apareció ante la juventud con su inquisitiva mirada; su boca distendida, en una sonrisa amarga, demostrando estar atormentado como los demás. James Dean, no pudo aquietar su corazón ni habiendo triunfado a los 22 años, tenía que convertirse en el ídolo esperado por la juventud: “¿No eres feliz tú querido James Dean? Tampoco nosotros lo somos–– pensaban los jóvenes–– ¿Por qué? ¿Por qué…?”
Buscando su propia respuesta a esos por qués, un muchacho romántico de su tiempo ––racionalista, un poco entendido en psicoanálisis, ansioso de destruir mitos y gritar la verdad––, un amoroso que lo exigía todo o nada, James Dean, corría como un endemoniado de Dostoievski una tarde californiana, conduciendo su Porsche descubierto, color aluminio, aerodinámico —exacto a un relámpago–– a 160 millas por hora, delirante de sed de Eternidad. No se juega nadie furiosamente la vida a los 24 años si no tiene sed de Eternidad. Pero ¿de qué nacía una sed así tan abrasadora como precoz? De la resequedad e inhabitabilidad del mundo enemigo, del mundo que él culpaba, acusador.
Dicen que únicamente lo serenaba la música de Mozart; pero, en la asfaltada carretera de San Luis Obispo a Salinas, sólo se oía al viento desolador, estremeciendo lúgubremente al gran misterio que separa la muerte de la vida. ¿No querían eso? ¿No era el objetivo de la conspiración del mundo adulto que la juventud se estuviera quieta como un cadáver? James Dean, el rebelde, obedeció. Momentos antes, en una brevísima parada, había encontrado a otro alucinado que corría más que él ––170 por hora— y que lo saludó como a su ideal: el hijo de la millonaria Bárbara Hutton.
El que siendo idolatrado muere joven, adquiere un encanto indefinible y el valor de un símbolo, reteniendo a su sombra romántica los corazones exaltados de millares y millones de adolescentes —cada vez más—, deslumbrados por una imagen en que creen verse repetidos, con una aureola de fatalidad.
Este es, lector, el caso de James Dean (“Al Este del Edén”, “Rebeldía sin Causa”, “Gigante”). La publicidad ha intervenido en él—como en todo — pero el fenómeno la supera, la deja a la zaga, puede más. James Dean, convertido en la representación del descontento y la agonía de la juventud, así como de su rebeldía y de su anhelo de victoria, es ahora un amado sobrenatural.
Mientras los que pasen imperceptiblemente de su infancia a su juventud no encuentren en el mundo la cantidad de decoro indispensable ––aquélla que exigió nuestro Martí—, ni de belleza ni de verdad; mientras se cierren los horizontes y no se les dé libre vuelo a la iniciativa, el poder creador y la energía de los que arriban en incontenibles olas a su adolescencia.
James Dean será la encarnación del tormento juventud, de su desafío y de su sacrificio. Y esto no es necrofilia ni morbosidad. Son los efluvios reconfortantes de la sagrada primavera que es la juventud, tendiendo a un cielo de pobreza, en medio de los sucios infiernos que le destinan.
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