Por F. de Ibai Zabal (1934)
La mujer miraba de cuando en cuando hacia la multitud, por encima del mar de cabezas que ondulaba como un campo de trigo. Miraba a los automóviles que pasaban, llenos de risa y de mujeres. Al interior de los restaurantes iluminados. A Hilario le daba la sensación de que se le había perdido algo.
—Quizá, algún perro,—pensó.
La mujer dijo, de pronto:
—¿Cuál es su nombre?
—¡Hilario dijo él. Hilario Longer.
Cruzaban frente a un restaurant y él propuso:
-¿Por qué no entramos?
Había renacido en él un dormido afán de aventura, de cosas extraordinarias y nuevas. Habían llegado al término de la avenida, al extremo de la ciudad. Era la zona de las fondas baratas, de los cafés conciertos de poco costo, de los cabarets de barrio, de los vendedores ambulantes de frutas, de objetos. Fósforos, cigarros, almanaques, petacas, todo lo ofrecían al transeúnte deteniéndose ante él y estorbando el paso.
–Es lo mismo,—dijo la mujer con un tono de cansancio en la voz.
La tomó por un brazo y entraron a uno de los reservados. Hilario estaba persuadido de que no se trataba de una trotacalles en busca de aventuras remunerativas. Debía ser discreto.
Pidieron ostras, vino. La mujer procedía distraídamente.
—Seguramente, pensó él, su pensamiento está lejos de aquí.
Miraba a la mujer de reojo y observaba su preocupación. Pero preocupada, ¿por qué? Por él no sería, absolutamente. Nunca, ni aún en sus años más lejanos, había sido un gran conquistador. No se hacía ilusiones acerca de su parecido con Brummell. Miró su flus ajado, sus zapatos sin brillo, su corbata que empezaba a deshilacharse por los bordes, su rostro, que se reproducía en el espejo con una barba de dos días. ¿Qué podía él interesar a la mujer?
Ella había cesado de ingerir ostras, y escuchaba atentamente. En el reservado de al lado reían, hablaban en alta voz.
—Es aquí, ¿sabe?—dijo ella en voz baja, —donde viene algunas veces mi marido. Sé todos sus pasos…
Él se sobresaltó.
—¿Él, aquí?
—Es probable. Pero no hay que temer. Casi no le importaría saber que yo estoy en este reservado. Acaso sí por la otra.
—¿Por la otra?,—dijo Hilario apenas sin comprender.
—Sí. Por la mujer que está con él.
Llamó al camarero.
—¿Llamaba el señor?
—¿Hay gente ahí al lado?,— preguntó ella bajando la voz.
—Sí,—dijo el mozo—. Es un caballero con una señora.
—¿Vienen aquí, frecuentemente, verdad?
—.¡Psh!—saltó el camarero—. Son clientes.
El camarero salió del reservado.
Pasó un rato. La música cesó de repente, como si el ruido de los metales hubiera sido cortado con un cuchillo.
—¿Vamos?,—insistió Hilario. Puso un billete sobre la mesa.
—No ahora,—dijo ella,—. Espere un momento.
Se levantó y salió al pasillo que separaba los reservados. Hilario quedó sentado, molesto por la actitud de la mujer. Fuera de la vista de las gentes que ocupaban el salón, ella arrimó el oído a la puerta del reservado contiguo. Hilario se puso en pie. La observaba desde la puerta de su reservado. La mujer seguía atentamente el curso de la conversación vecina. De pronto, la mujer dio un puñetazo en la puerta.
—¡ Abre!,—gritó exasperada.
La puerta estaba sin el pestillo interior y cedió bajo la presión del golpe de su puño.
—¡Canalla!—dijo Eugenia.—. Sabía que estabas ahí. Y con esa.
El marido quedó paralizado. No dijo nada, sino que, plantado delante de la puerta, parecía atento a evitar la invasión de su reservado por la mujer furiosa. Los dos quedaron un momento en silencio, mientras la compañera del sorprendido trasnochador se arrebujaba en una espesa piel de oso, alzado el cuello hasta las orejas.
Hilario avanzó un paso, prudentemente. Pensaba en que iban a dar las dos de la mañana, que su mujer estaría ya de regreso en la casa y que él no podría justificar, si se demoraba, su estancia en la calle después de terminar su trabajo. Aquella escena lo turbaba. ¡Por cuánto haría él eso a Silvia! Si estaba allí, era por un azar de la suerte, tal vez por una mala pasada que le había jugado el destino. Pero seguía considerándose un hombre puro, modelo de trabajadores y de esposos. No amaba las aventuras, indudablemente. Aquella dama, en plena sorpresa de su marido infiel, le hacía sentirse satisfecho de sí mismo. Él no era así. Se dispuso a salir. El asunto, después de todo, no le interesaba y era desagradable.
Eugenia había partido velozmente. Acaso estaba en la acera, dispuesta a escandalizar. Era mejor no mezclarse en estas cosas. No hacía nada allí. El otro lo confundió seguramente con un espectador curioso, un policía secreto tal vez, y al mirar hacia el pasillo lo observó sonriente. Iba a salir, con la mujer del brazo, e Hilario se echó a un lado para dejarlos pasar. Miró sin curiosidad a la mujer. Casi se desmaya.
El desconocido llevaba a Silvia, su mujer, cogida amorosamente del brazo…
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