Por Eladio Secades (1956)
Los celos nacen en el corazón, de acuerdo con la idea romántica del amor. Pero en realidad, los celos, como el hábito de discutir, son funciones propias de la vesícula. A nosotros nos enseñaron a discutirlo todo los españoles. Que trajeron a la América muchas cosas buenas. Como el idioma, la religión, la raza y la siesta, pero que también trajeron cosas malas. Como la gaita en la romería. El pisotón en el pasodoble. La blasfemia en el tute. Nada más cerca de la maldición y del puñetazo en la mesa que el español que no ha podido cantar las cuarenta.
Los celos pueden ser deliciosos en el noviazgo. Casi necesarios en el primer año de matrimonio. Porque son una asignatura de primer año. Después los celos son una tortura china. Y es que luego la gran pasión suele convertirse en espectáculo cotidiano. Como el saludo al vecino. Y el menú de la casa de huéspedes. El amor comienza en romance y termina en calistenia casera. Nada más que de cuando en cuando.
De los buenos ratos que la mujer hace pasar al principio, pasa la cuenta luego. Cuando hay que seguir aguantando los celos. Aquellas señoras que no tienen bastante talento para comprenderlo siguen pensando en la otra hasta la edad avanzada en que Eva dejó sin cascara la última manzana del paraíso. La manzana es la fruta más antigua. Porque es igualmente antigua que la mujer. Y que el pecado de la mujer. Que es lo mismo.
Como propaganda de un producto que se lanzaba al mercado, Eva regaló la primera manzana. Lo que han costado las demás no puede calcularse. Una manzana en pastel puede ser el postre honesto de un norteamericano. En hipótesis, una manzana puede ser el precio de un trono. O la simple recompensa a un favor recibido. Cuando pagamos un favor con un cesto de frutas, exageramos un pasaje bíblico. La manzana en el frigidaire es símbolo de una pasión congelada.
Los celos son una de las tantas maneras inventadas por la mujer para fastidiar al hombre. La mujer nos fastidia cuando al salir de pronto se voltea en la escalera y tiene que volver. Porque se le ha olvidado algo. Yo todavía no he conocido a esa encantadora mujer que cuando va a salir no se le ha olvidado algo. Y encima de que nos hace esperar, nos regaña. Diciendo que tenemos la culpa, porque siempre la hacemos vestir a la carrera.
La mujer fastidia cuando después de muchos años de matrimonio, nos recuerda delante de la gente las tonterías que le decíamos de novios. La dulce compañera de un amigo, veinte años después de la boda, cada rato le enseña la violeta aplastada entre las páginas de un libro de poesías. ¡Y el mechón de cabellos con un lacito color de rosa!
Es muy difícil que lleguemos a viejos sin que tengamos que arrepentimos de los versos cursis que escribimos en un cuaderno. Y del juramento de que el primer amor iba a ser el último. También nos fastidia la mujer cuando se pone a sacar la cuenta del tiempo que hace que no la llevamos de paseo. Y cuando nos voltea el espejito del automóvil para ver si tiene bien pintados los labios.
Las damas buenas se pintan los labios para enmendarle la plana al diablo. El beso con rouge deja la marca de un sello de lacre. Y como el sello de lacre, al principio quema, pero se enfría enseguida. Debe ser atroz para una mujer el besar sin amor a un hombre con bigotes. Cuando nos arañamos con el cepillo de dientes, comprendemos un poco la magnitud de ese sacrificio. Beso Fuller.
El celo más ridículo es el de la señora que no deja en paz al marido insignificante. Es decir, indigno del celo. La debilidad de algunos hombres va formando el tipo de mujer prepotente que llega a ser un militar doméstico. Algo así como un general de andar por casa. Los amigos se ríen de él, porque no tiene carácter. Y las amigas se ríen de ella, porque lo miran a él como realmente es y comprenden que puede quedarse solo sin peligro.
Siempre tendremos cerca al infeliz que no puede mirar hacia atrás en el cine. Porque la señora enfurecida, sin querer demostrar que lo está, le pega un pellizco en el muslo. Y entre diente lo llama por su nombre. ¡Julián! Y le pide por Dios que no la ponga en ridículo.
En cualquier parte de la pequeña vida que vivimos encontraremos la falda imperiosa que rige el carácter del hombre que no puede llegar tarde a casa. Ni saludar dos veces seguidas a otra mujer. Ni tener secretaria particular. Batalla ganada por obra de adhesión. Como el esparadrapo. Viajar en ómnibus. Y los hermanos siameses son el parto de una mecanógrafa disciplinada. Que no concibe que se pueda hacer algo en la vida sin sacar una copia.
Cuando la mujer celosa se enferma, o tiene que ir a casa de la familia, el hombre se queda solo y siente la gratitud de unas vacaciones. Es el matrimonio con descanso retribuido. Cuando tomamos vacaciones, sentimos la sensación estimulante de evadirnos de lo que nos rodea todos los días. Y creemos un acontecimiento feliz el comer en el campo un pedazo de empanada con gente nueva.
El más triste de los celos es el del hombre muy viejo que se ha casado con una mujer muy joven. Porque es el miedo a lo inevitable. Disfrazado de gran amor. Los ancianos celan sin dejar de tratar a la mujer joven con amabilidad de dependiente de sedería.
En los viejos verdes el amor vuelve a ser el aprendizaje difícil que fue a los quince años. Hay un estado imperfecto de aprendizaje en lo que no se sabe hacer. Y en lo que se sabe hacer y no puede hacerse. Sin embargo, el hombre da consejos de amor cuando ya no puede amar. Los que redactan recetas de cocina, quizá estén a dieta de vegetales. Y las señoras facilitan fórmulas maravillosas para conservar la belleza de las demás, cuando ya han perdido su propia belleza.
La mentira de laboratorio de la mejor crema para embellecer no resistirá un instante la verdad de abrir una ventana para que entre el sol del mediodía. Aquellas que creen que a pesar de ser viejas siguen siendo jóvenes, le deben la ilusión a la noche. Y a la educación de los amigos que inventaron la tontería de que “los años no pasan por tí”. El sol escandaloso del mediodía es la placa de Rayos X que va tan profundo, que llega al sitio donde la mujer esconde la fe de bautismo.
El celo por desconfianza conduce al mundo de las suposiciones. Y de la cursilería. Cualquier cosa puede ser una pista para el brote de la duda que ya se tiene. Ya me habrán entendido los maridos convertidos en detectives. Y los que registran la cartera de la señora. En la cartera de la señora hay siempre un espejo. Un creyón de labios que ya se está acabando. Un peine que le faltan dos dientes. El anuncio de un salón de peluquería. Tal vez con la letra de una canción de moda.
En el salón de peluquería la manicurista recibe una propina por contarle a la cliente que llega la vida de la cliente que acaba de marcharse. Para eso el gran arte de la manicurista consiste en arrancar el pellejo sin dolor.
El celo que llega al crimen, o al suicidio, es el amor convertido en enfermedad. Eso que se conoce por amor ciego. Cuando un hombre se enamora de esa manera, siempre le encontrará algo a la mujer. Aunque la pobrecita no tenga nada. Mujeres feas, pero que tienen bonito el cuerpo. Mujeres de cuerpo feo, pero que tienen la cara bonita.
A veces la única atracción de la mujer que nos elogia el amigo enamorado radica en los ojos. O en la boca. O a lo mejor en las piernas. En último caso se puede justificar la pasión por una mujer que no tiene atracción alguna diciendo que es virtuosa.
De ahí los amigos que nos dicen que su esposa es un ángel. Las señoritas que no tienen otra atracción que la de la virtud, deben cuidarla. Evitando las tentaciones. Como otras mujeres cuidan la línea evitando las salsas.
Hay también el celo tremendo y simulado de algunas mujeres criollas que para que las amigas rabien, se dicen perseguidas por los celos de Juan. Que no la deja salir sola. Que no la deja vivir tranquila. Pintan al pobre Juan como un Otelo. Y a lo peor resulta que el pobre Juan está loco por largar el paquete.
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