Una colaboración de Yurina Fernández Noa
En muchas ocasiones, hemos paseado por la historia de la mano de los abuelos. De ese legado, pasan a ser depositarios sus propios nietos, desde el mismo momento en que la frase mágica “Cuéntame una historia, abuelo”, abre el cofre de los recuerdos, que viajan por el aire vestidos de colores, olores, sabores, sonidos, para instalarse en la memoria infantil.
Las evocaciones del pasado, en la tierna voz de los abuelos, suelen desplazarse con soltura de una anécdota familiar a un episodio de la vida pueblerina e incluso de la vida nacional. Hasta que un día, llegan a una pluma dotada del don de la palabra escrita, y quedan atrapadas para siempre en los libros.
Pero hoy los abuelos no hablarán de personajes o hechos trascendentales, sino que han decidido abrir su corazón, y compartir con los jóvenes el latir de lo más profundo de su espiritualidad.
Lugar, día y año sin precisar
Estimado joven de hoy:
Dentro de dos meses estaré jubilado. Quizá, sea bueno descansar cuando se ha trabajado por más de treinta años; pero no me acostumbro a la idea. Siento que puedo ser útil. Además, un “part time” sería muy saludable para el presupuesto de gastos semanales. Claro, salir a buscarlo no tiene sentido. A los viejos nadie los quiere.
He pensado como ocuparé mis próximos e interminables días de ocio. Aprenderé a tocar algún instrumento musical. Fue un sueño de infancia y juventud. Eso, si no me tropiezo con el consabido: “a tus años…”. Los domingos serán para el jardín. Atenderé a mis rosas. El sol y el ejercicio físico me ayudarán a reducir los efectos de la artritis.
Cuán diferente era mi vida veinte años atrás. Ahí discrepo con Carlos Gardel. Mi vida es otra después de transcurridas dos décadas. Antes, éramos mis hijos, mi esposa y yo. Ahora, ellos ya no viven con nosotros. Crearon su propia familia. Solo nos reunimos dos veces al año: en diciembre y en julio o agosto. En ese momento, la casa se vuelve bulliciosa, alegre y debo estar pendiente para que los nietos, con sus carreras, no estropeen el jardín. Cuando se marchan, el silencio se torna insoportable.
Tantas cosas han cambiado… Hoy entiendo mejor la lectura que hice en la preparatoria de “El retrato de Dorian Gray”. El protagonista de Oscar Wilde sentía pavor al imaginar la huella que dejaría el paso del tiempo en su rostro… Claro, no soy igual de egocéntrico y vanidoso que Dorian. Me considero un hombre sencillo. Sin embargo, el tiempo también pasa por el rostro de los hombres sencillos. Aparece un cabello entre blanco y plateado, arrugas en la cara, resequedad en la piel. Esto sin mirarnos por dentro, pues entonces hay que contar con la catarata, la artritis, los problemas del colesterol o la hipertensión arterial.
No quiero que tú, joven de hoy, me tildes de pesimista. Mucho menos, cuando acabo de leer una novela que publicó Gabriel García Márquez a los setenta y seis años, en la cual un anciano con noventa primaveras tiene ante sí el amor por última vez.
La vida enseña a no detenerse en detalles hechos para ojos pequeños. Hay que sonreírle a la vejez. Nunca se es viejo para crear, amar y soñar.
Hasta aquí mi epístola. No quiero pecar de aburrido,
Afectuosamente,
Un joven de ayer
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