Por ELADIO SECADES (1956)
Novia, esposa y madre son las transformaciones que tienen más importancia en la mujer. La mujer cela cuando es novia. Exige cuando es esposa. Y cuando va a ser madre usa la trampa de los antojos para darle al mal genio una explicación científica.
Las señoras toman para sí toda la gloria de la procreación. Y creen que, si el mundo está poblado, el hombre puso muy poca cosa. Por eso cuando empiezan los vómitos sospechan que algo les ha caído mal. Que es olvidar bastante al esposo para echarle la culpa a las judías del almuerzo. Las primerizas saben que han emprendido un viaje en el que fatalmente han de perder la línea. Y lo menos que puede hacer el marido de castigo, es perder la paciencia. Hay que volverse un poco niñera. Y regresar a los mimos de al principio.
Los ginecólogos nos enseñan que todo lo que piden las mujeres durante el embarazo, es la influencia patológica de su estado sobre el sistema nervioso. Así se llega a la enormidad de tener que comprar un frasco de perfume por prescripción facultativa. Y de tener que ir al cine, aunque esa noche den el boxeo por televisión. Aquellas feministas que para reclamar el derecho al sufragio y mejores asientos en el tranvía decían que todos los hombres somos unos sinvergüenzas, no vieron nunca a esos esposos buenos. Que se levantan a medianoche para ir a buscar mantecado.
Cuando ya falta poco, piden permiso en el trabajo. Y hasta dan recetas para hacer fuerza. Creadores del parto con ensayo general. Almas blancas que en el fondo quisieran que saliera varón. Pero no lo dicen temiendo que salga hembra. Y solucionando el problema jurando que les da lo mismo. Que lo que desean es que dure poco y que sea con felicidad. En el noveno mes hay la paradoja de que la mujer se deforma por delante. Pero luce más fea por detrás. ¡Oh, esas locutoras de la televisión que están a punto de ser madres y se empeñan en seguir anunciando jabones hasta la víspera!
El salón de espera del partero es la antesala de la vida. Entre las clientas hay un intercambio de síntomas. La vanidad de las que ya sienten que se mueve. Se habla de la acidez que sube. Y de la amargura que baja. Sin que falte la encantadora sinceridad de la criolla que confiesa las ganas que tiene de largar el paquete. Porque a la verdad que es una lata.
No hay primeriza que no determine no volver por las andadas. Aunque después de olvidar los trámites y los dolores, se anime a buscar la parejita. Que es cultivar el amor con ánimo de coleccionista. Que la coquetería de la mujer va más allá de los zapatos sin tacones y del vestido de maternidad, se comprueba en la consulta del ginecólogo. Todas, todas creen que a las otras se les nota más.
Una señora puede agradecer un piropo en la calle, a los ojos, a las piernas, a los labios, a las caderas, pero no hay piropo más hondamente sentido que aquel que se le dice a una primeriza que camina con dificultad de cowboy que acaba de desmontarse. Tiene hinchazón en los tobillos. Picazón en los pies. Manchas en la piel. Y aparece el amigo galante que le garantiza que no se le nota. La del séptimo mes es una gordura como de bebedor de cerveza.
Ya en el octavo se discute el nombre que se le va a poner. En el noveno cuando el matrimonio va al cine, ella al entrar se fija de reojo donde está el servicio de señoras. De repente al gabinete del comadrón llegan los esposos precavidos que quieren tenerlo todo preparado para cuando llegue el momento.
Él pronto va a ser el padre honesto de cargar la bolsa con la mudita de ropa, los pañales, el biberón y la toma de leche. Por un fenómeno de cariño excesivo, se refiere a los trastornos de su mujer como si fuesen trastornos propios. Después de todo, no podemos quejarnos. Porque hasta ahora, a Dios gracias, no hemos sentido fatigas. Yo sé de un caballero de calva absoluta, grande, bigotes, papada, voz gruesa y el orgullo de haber mandado los padrinos tres veces, quien unos días entes de dar a luz su señora, comentó con optimismo:
—Nos hemos hecho una fluoroscopia y parece que la criatura viene bien.
Hay el padre de película americana, que mientras ella grita, él se impacienta y da zancadas en los pasillos de la clínica. Cree que ya cuando ha salido la enfermera a buscar algo. Es injusto que se pregunte primero cuánto pesó el hijo, qué como quedó la madre. La madre es traída a la cama. Todavía muy gorda y bastante pálida. Si es primeriza, pensando que no merece la pena. Y aconsejándole a la hermana soltera que ni se meta.
Ya se sabe que la casa va a llenarse de pañales puestos a secar. Y de visitantes que coinciden en que el crio está monísimo. Y en que traen de regalo, o un Pato Pascual envuelto en celofán. O una caja de talco.
Un recién nacido es motivo polémico de a quién se parece. Los familiares de ella creen que ha sacado los ojos de la madre. O cuando menos la frente de un tío. Los familiares de él le ven la boca del padre. Y esperan el talento de ese pariente remoto que se retiró a vivir de las rentas. La verdad es que en las primeras horas de la vida uno no se parece a nadie.
El niño nace como muere el viejo. Con arrugas, con poco pelo y sin dientes. Todos los curiosos que meten la cabeza bajo el mosquitero de la cuna terminan diciendo una mentira. La madre quiere tenerlo cerca. El padre no se atreve a cargarlo. Cargar a un niño de pecho es un arte que consiste en coger la cabeza primero. Y ponerse a hablar solo después. ¿Quién quiere al niñito? ¡Pobrecito!… A ver un pucherito. ¿De quién es la trompita esa? Si abre los ojos, creemos que ha sonreído. Y nos ponemos contentos. Porque va a darse con nosotros. Si llora es porque ya le toca.
Hay ángulos muy criollos en el nacimiento del primer hijo. El azabache para los malos ojos. Y la idea de que nuestro perro es tan inteligente, que se ha puesto celoso. Los cariños que se exhiben en voz alta y como si fuesen trofeos, incitan a la sensiblería. Querer a una madre en silencio, es cosa conmovedora. Querer a una madre para que se entere todo el mundo, es cosa de tango. A ver si me entienden los que convierten cualquier amor casero en espectáculo público. Y los que tienen un sato y lo sacan a orinar para que se emocione el vecindario.
Por lo mismo que han cambiado las costumbres, ya han desaparecido aquellas madres que parían veinte veces. Sin gas y sin conteo globular. Las sociedades regionales llegaron a tener noventa mil socios. Madres-multígrafo que ya eran amigas íntimas de la comadrona. Antes de las vitaminas. Cuando hasta las damas ricas daban a luz con rapidez de criada de mano. Y se trataba la tripa del ombligo con la divina naturalidad con que se cose un expediente.
Hoy la mujer se prepara para el parto como se prepara para el noviazgo. Y como se prepara para el matrimonio. El baby-shower es la premiere del alumbramiento. Así la primeriza llega a la mesa de la clínica rodeada de ceremonias que la convierten en heroína de una jornada que después se la cuenta a todo el mundo. Para que sepan lo bien que se portó.
Aquí no puede faltar la vieja que elogia las manos del médico. A pesar de que no quería que entrara a ver la operación. Ya el vástago está en la casa. Mamá llora. Le molesta la luz. Pero nada más, cuando se le cae la mamadera, chupa la punta de la almohada. Pero ya tiene un chiforrober. Su libro diario comprado en el Ten-Cent. El diario del baby es la teneduría de libros de la primera infancia. Hay un amigo que trae la cámara para retratarlo. Han empezado las visitas de los amigos que se enteraron por casualidad. Todos preguntan, naturalmente, lo que pasó al nacer. Si el padre ha sido una calavera, el primer hijo sirve para que se formalice. Si ha sido un tonto, el recién nacido ha de atarlo más al matrimonio.
De todos modos, se le caerá la baba. Y será ese hombre histérico de despertar al médico. Y ponerse contento porque el muchacho expulsó un gas y ensució el pañal. Pero el padre primerizo considera una precocidad. “Porque a este sí es verdad”. Cuando el nene tenga hipo, la abuela reprochará la inexperiencia de la madre. Escupirá una hebra de la frazada y se la pegará al niño en la frente…
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