Por Eladio Secades (1957)
Menos mal que algunos lectores sugieren observaciones que tienen valor “De nuestra vida han desaparecido las fiestecillas de familia”. Como desaparecieron aquellos maridos que para ir al teatro se ponían bisoñé.
Usar bisoñé y dentadura postiza es el engañarse a sí propio de los que creen que están engañando a los demás. Si todo el mundo no se hubiese dado cuenta de que la dentadura es postiza, no habría tantos amigos que se asombraran de que parece natural. Usar bisoñe debe ser la delicia de mandar el pelo a la barbería y quedarte uno en casa sin tener que oírle las penas al barbero. La barbería es el sitio donde leemos una revista vieja. Escuchamos una historia que no nos interesa. Y al levantarnos tenemos una pierna dormida. Que es cuando el aprendiz llega con la escobilla.
La propina es el impuesto a la pena que nos da. A veces no tenemos menudo y pagamos ese impuesto con una sonrisa. Que cuando se trata del cuidador de autos, es quedar a deber. Para pagarlo el día menos pensado con el aire de un neumático. El cuidador de autos es la gorra y la gamuza que llegan cuando ya nos vamos. Nos dice doctor para halagarnos. Si lo fuéramos de verdad, a lo peor no podríamos darle el níquel. Hay médicos que hace años que se han recibido y todavía no han podido curar ni una pipa. El cuidador de autos ha estudiado para guardia por la libre. Por eso lo mejor es no discutir con él.
Cuando en las viejas reuniones de familia estábamos sentados largo rato, se nos arrugaba el traje blanco. En el sillón la persona nerviosa se mece más de prisa. Un sillón para los que saben observar puede ser un diagnóstico.
Había gente que en las fiestecitas improvisadas no sabían de qué hablar. Y hablaban del calor que estaba haciendo. En el invierno invariablemente decían que hacía muchos años que no tenían tanto frío. El frío y el calor son el comienzo de la conversación de los que no tienen conversación. Y apuntalan la elocuencia en un termómetro. Los tímidos que estaban en la reunión de familia junto a una mujer bonita, en algún momento hablaban mal del verano. No fallaba. Y la mujer bonita creía una genialidad que todavía faltaba agosto. Tampoco fallaba. Todas las mujeres son bonitas ante el espejo. Y todos los escritores tienen talento en el café.
El silencio que se prolonga en medio de la charla con la mujer que nos gusta es una prueba de que socialmente no estamos preparados. Por eso cuando hablamos con la mujer que nos gusta decimos tantas tonterías. Y sacamos tantas veces el pañuelo. El pañuelo, además de para el catarro, es útil para tapar el silencio de cuando no sabemos qué decir. En el descanso del danzón siempre los hombres cohibidos renegaban del trópico y sacaban el pañuelo. Yo no creo en el catarro del ilusionista. Porque cuando se suena, me parece que va a sacar de la nariz una moneda.
Yo alcancé aquellas fiestecitas de familia en que nos daban una copita de vino dulce. Y al niño con medías largas y chalina escocesa lo sentaban. Y ya no podría moverse, porque la mamá le abría los ojos. La madre criolla antes de salir a la calle le leía la cartilla al muchacho de mil demonios. Las madres cubanas presumían de que los hijos las entendían nada más que con una mirada.
En aquellas reuniones íntimas la hospitalidad solía llegar hasta el juego de las prendas. A la señorita como penitencia le tocaba declararse a un hombre. Pero cuando llegaba la hora se ponía roja de vergüenza. Y le cambiaban la pena por la de salir al balcón y hacer como un gallo. Entonces nos divertíamos más. Con aquello de ¿dónde estabas tú? “En casa de yuca” —respondía el aludido con un alarde de mundología, de serenidad e inteligencia. Yuca a lo mejor era el caballero de la casa.
La vida nueva ha destruido muchas costumbres. Las feministas han ganado ya todas sus batallas. Y se han acabado las feministas. Ahora hay masculinistas que beben whisky y escupen entre fumada y fumada. El escote largo y la falda corta fueron problemas sociales de nuestros abuelos.
Cuando la femineidad todavía tenía límites de ocultamiento. Y una muchacha con mangas por los codos era la proyección de un pecado. Los enamorados querían ver más. Contentándose con adivinarlo. Y tenían ojos de apetito. De apetito abierto por el vermut de unas piernas cruzadas. Cómo perdieron el tiempo aquellas viejas que regañaban a las hijas para que no cruzaran las piernas cuando había visita. La señora gruñía sin dejar de sonreír sin ganas: –Carmelita…
Y la pobre Carmelita bajaba la vista, descruzaba y juntaba las piernas. Y se daba un tironcito honesto en la falda.
Había las reuniones de familia que degeneraban en fiestecita. Porque al novio se le ocurría poner el fonógrafo de manigueta y bocina para bailar un rato. La música de fonógrafo debía oler a perro que pasó. Porque si no, otro perro no se hubiera detenido a oler. Era cuando el fox-trot brincado. Y los jóvenes cursis querían parecerse a Rodolfo Valentino. Para no perder la grasa del peinado, no se lavaban la cabeza.
Había señores serios que todavía no habían aprendido a bailar piezas americanas. Antes de decidirse, iban a un maestro. Lo primero que se aprendían era el one-step. Marcha hecha como para llevar a un pueblo a la guerra. Pero que los muchachos de entonces bailaban con ese aire de gravedad que se adopta cuando se lee el estado del tiempo.
Cuando una pareja lo bailaba muy bien, los demás se echaban a un lado a verla. Los malos bailadores se sentían humillados ante sus compañeras y empezaban a pujar gracias. Era la locura del fox-trot con patrón de geometría. El fox-trot de cuatro pasitos de frente. Así. Y enseguida un pasito para cada lado.
Las muchachas con peinados de cocas sobre las orejas tenían alegría de cabellos de bautizo. Los jóvenes con pantalones de pistolitas.
Los buenos bailadores eran discípulos del Príncipe Cubano. O acababan de llegar del Norte. Se lo conocíamos, porque venían con sombreros de paño y vestidos de invierno en verano. Lo importante era que siempre tenían un paso nuevo. A las viejas les parecía muy mal que los bailadores se acercasen demasiado.
Los presumidos que sabían el tango de salón llegaron después. El tango bien movimentado tenía algo de caricia. Sobre todo, cuando la pareja se abría, echando las rabadillas hacia atrás y mirándose los pies. Mal bailado el tango de salón era una caricia adversa. Era acariciar a contrapelo al gato de la melodía porteña. Lo único bueno de aquellos tangos era la música. La letra podía ser la historia de cualquier amor al menudeo El juramento de una mujer. Siempre nos quedamos un poco desconfiados cuando escuchamos el juramento de una mujer y cuando nos secamos la espalda. El fuelle de la cámara fotográfica quiso ser bandoneón.
En la fiestecita de familia, cuando no teníamos confianza, pasábamos penas. Primero cuando el perro nos estaba oliendo los pies. Y después cuando no sabíamos donde tirar la colilla. En la casa ajena nunca sabemos dónde vamos a tirar la colilla. Terminamos pisándola y desparramando la picadura. Lo que es peor. Pero alguien piadoso nos dice que no nos ocupemos.
Había también el mal rato, de los que no sabían bailar y no podían eludir la sabida y terrible pregunta de “¿usted no baila?”. Que es donde radicaba la tragedia de los españoles a quienes no les entraba el danzón. Pastora fue una mulata famosa que vivió durante mucho tiempo de los españoles a quienes no les entraba el danzón. Su escuelita de bailes era el bachillerato para ingresar en las romerías de “La Tropical”. Pero en la romería a los discípulos de Pastora les volvía la influencia de España. Con el pasodoble, la criada de manos y la rama con rosquillas.
Las fiestas de antes se hacían con dulces finos y vino de pasa. Si la señorita de la casa tenía un pretendiente asturiano, entonces había sidra. Un amigo íntimo iba pasando la bandeja. Los invitados primero decían que no. Aquellas salvillas con encajes de papel y en la cúpula un flan con una banderita. Entre los dulces moteaban los besitos de novia. El besito de novia es el confeti embarazado.
Si era fiestecita de santo, iban llegando los regalos sobre la cama. Los jabones finos se vuelven a regalar. Sin faltar la amiga criolla que al entregar el regalo decía que era una bobería para que vieran que no se olvidó. En esas fiestas siempre había una señorita que estudió piano. Pero lo dejó. Le pedían que tocara algo y no quería. Pero terminaban convenciéndola con el razonamiento de unos tirones de manos y las cosas que siempre se decían en esos casos. Que parecía mentira. Que estaban en familia. Y que no se hiciera de rogar.
Cuando accedía, había que buscar entonces al personaje importante que pasaba la hoja. El que pasaba la hoja ponía cara como si supiera música de verdad. La señorita que había estudiado piano iba a ver si se acordaba del vals Sobre las Olas. La mamá orgullosa llevaba el acompañamiento con el abanico. En la acera se habían estacionado algunos curiosos. Y les mandaban cerveza.
Al día siguiente la familia estaba muy contenta. Porque todo el mundo quedó encantado. Y porque no había faltado nada.
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