Por Suzanne Blatin (1957)
La dactilógrafa que golpea con soltura sobre un teclado dócil, a razón de sesenta palabras por minuto, no sospecha los avatares de la maquinita de escribir.
Ha revestido, una después de otra, las más singulares formas: la de una máquina de coser adornada de flores y montada sobre pedestal con múltiples, aunque inútiles volutas, la de una gigantesca ratonera, la de un piano mecánico —antes de fijar su personalidad en el admirable utensilio de precisión que conocemos.
La forma que tenía a su nacimiento nos es desconocida, aunque pudiera preguntarse uno si es que existió de otro modo que no fuera en los planos. Fue en Inglaterra, en tiempos de la reina Ana, cuando se otorgó a Henry Mill, por cartas patentes de 1714, el derecho exclusivo de venta, durante catorce años “de una máquina artificial para la impresión de caracteres”.
Sus ventajas eran múltiples: la escritura era tan limpia que «resultaba imposible distinguirla de la de imprenta, y su impresión era más durable que toda otra». La idea siguió su curso y hallamos inventores en Viena en 1760, en Suiza en 1780, en Francia en 1784, en Italia en 1823; precursores hoy olvidados, ya que la gratitud no recae más que en los felices triunfadores.
Más de una de estas máquinas fue concebida para que pudieran escribir los ciegos y la gente de poca vista. Más de aquí algo más serio: En una granja de Michigan un tal William Austin Burt cultivaba la tierra para ayudar a sus hermanos, empero no era aquélla su vocación. Consagraba todos sus ratos de ocio a la lectura y en su espíritu bullían mil invenciones mecánicas. Por ejemplo, a los catorce años construyó un sextante: forma ésta, algo desviada, de satisfacer su pasión por el mar del que no se consolaba de verse alejado.
Más tarde fue designado para formar parte de un consejo legislativo provincial, mas, a pesar de la ayuda de su tierna esposa Febe, naufragó en el papeleo. ¿Qué hacer? ¡Inventar una máquina de escribir! Durante el invierno de 1828-1829 con trozos de madera y herramientas improvisadas, Burt construyó, con ayuda de una serie de caracteres de imprenta, un Tipógrafo. Una rueda giraba hasta la letra deseada, se apoyaba seguidamente sobre una palanca y la escritura se imprimía sobre una larga cinta de papel que se rasgaba a voluntad.
Un péndulo anunciaba el final de las líneas. El conjunto era bien legible, pero de un funcionamiento en extremo lento.
Así y todo, la máquina llenó de entusiasmo a un amigo de Burt, quien le escribió al presidente Jackson: “Estoy seguro de que el ‘Tipógrafo’ ocupará su lugar entre los inventos más nuevos y más agradables de estos tiempos”.
¡Opinión un tanto optimista! Sin embargo, Jackson otorgó la patente solicitada.
Pocos años después la misma idea brotó en un cerebro francés. En Marsella, Xavier Progin obtuvo, el 6 de septiembre de 1833 una patente por su Pluma Tipográfica. Las palancas articuladas que llevaban las letras estaban dispuestas en semicírculo y golpeaban de arriba abajo el papel, que permanecía fijo, mientras que el carro se desplazaba.
La escritura no era visible. El mecanismo, con todo eso, aportaba un inmenso progreso y cuarenta años después, los modelos, que aparecieron en serie tenían numerosos puntos en común con la creación de Progin.
Por todas partes, los inventos se multiplicaban. Ya comenzaban a conocerse los ensayos de fabricación y servían de punto de partida a nuevos hallazgos, empero, ninguna de esas máquinas permitía todavía al operador alcanzar las veinticinco a treinta palabras por minuto que podía obtener con su pluma un escribiente rápido.
Apareció entonces el quincuagésimo segundo inventor, Cristopher Sholes, un norteamericano un poco periodista, un poco actor, un poco político y a mayor abundamiento, un mucho aprendiz de todo, único título de su renombre.
A la edad de cuarenta años se dedicó a la máquina de escribir. ¿Iba a producir algo valedero donde tantos otros habían encallado?
Sholes imaginó a los martillos que herían el papel un poco a la manera de los martinetes de un piano que golpean las cuerdas. No utilizó ya tinta sino un papel carbón que el operador sostenía con la mano izquierda.
Durante años se encarnizó en su invento e ideó más de quinientos modelos. Todo eso era dispendioso, y Sholes acabó por hallar un prestamista confiado que puso cuanto poseía en la vorágine de la investigación.
—Creo en el invento desde lo alto de mi sombrero hasta el último clavo del tacón de mi calzado —decía éste con una imagen osada.
Mas no dejaba de capitalizar esta convicción y demandaba el veinticinco por ciento de los beneficios por venir, porcentaje que aumentaría cada vez que hiciera nuevos desembolsos. Sholes trabajaba dieciséis horas diarias, y Densmore el prestamista, vivía de galletas y manzanas, pero le sostenía la fe.
Tras de haber experimentado muchos perfeccionamientos, la máquina salió por primera vez del limbo, y tal parecía que había llegado ya la hora de lanzarla al mercado.
Una gran firma, que fue sondeada, repuso que el precio que se pedía por la exclusividad de la fabricación era demasiado elevado y que un tal Edison proponía algo mejor y menos caro (Sholes exigía $50,000). La creación que sacará a la luz Edison en 1872 se parecerá más a las máquinas de cintas registradoras de la Bolsa que a una máquina de escribir.
Densmore no cesaba de moverse, llamaba a todas las puertas, tanto a las del gobierno como a las de empresas privadas. En todas partes las viejas rutinas harían diferir la introducción de una máquina tan revolucionaria en las oficinas. Entrarán por docenas de millares, pensaba Densmore, “pero es preciso empujarlas.”
Por fin, Eliphalet Remington, que fabrica con su familia máquinas de coser y maquinaria agrícola, se interesa en el asunto y el 1 de marzo de 1873, firma un contrato mediante el cual ofrece un ala de su planta al benjamín de los inventos, y se compromete a producir mil en el año.
Un especialista en máquinas de coser, a quien encargan de la fabricación, resuelve muchos pequeños problemas con que tropezara Sholes, aquel genial aprendiz de todo.
Con todo eso, el hábil técnico Remington no puede deshacerse de la obsesión del renglón de máquinas de coser en que por tanto tiempo trabajara, y le da ese aspecto a la “tipewriter” que se le ha confiado.
Lanzada al mercado en 1874. La Remington, no tuvo al principio un éxito fulminante. El precio de 125 dólares es elevado para un objeto, sin duda curioso, pero cuya utilidad parecía discutible. Uno de los primeros compradores fue Mark Twain.
—La máquina escribe cincuenta y siete palabras por minuto, -afirma el vendedor, y al instante una bella joven hace la demostración.
—¿Puede ella recomenzar con esa celeridad? — pregunta el escritor.
Una nueva experiencia convence a Mark Twain un poco dudoso todavía al ver que la muchacha golpeaba siempre las mismas palabras aprendidas de memoria. Como la dactilógrafa, se ejercita con una sola frase: “El mancebo se sostenía en la punta ardiente”, hasta alcanzar la rapidez de doce palabras por minuto, después de lo cual, retoma su buena y vieja pluma.
Empero, quería deslumbrar a sus amigos con sus realizaciones, y atiborra sus bolsillos de tiras de papel sobre las cuales ha escrito “el mancebo sobre su punta ardiente”. Fue el primer escritor que envió sus manuscritos a máquina a su editor. Tolstoi figuró también entre los precursores, y su hija pasó a máquina “La Guerra y la Paz” que él le dictaba.
La exposición de Filadelfia, en 1876 ¿proporcionará el esperado vuelo? En un pequeño espacio de exhibición una linda mecanógrafa escribía por veinticinco centavos una carta a máquina.
El éxito fue inmenso, afluyeron los clientes. Éxito de estimación y de curiosidad porque nadie sueña en gastar 125 dólares en este juguete de personas mayores.
Sholes esperaba, cuando menos, recibir el homenaje que se le rinde al inventor, más era Bell quien en el espacio vecino, monopolizaba la admiración del público con su teléfono que aparecía también por primera vez.
La máquina adquiere entre tanto asaz importancia como para suscitar la publicación de un Typewriter Magazine, dirigido por Wyckoff. Demasiados inventores se abstraen en el silencio de la creación, y con el alboroto del anuncio, en la actualidad, como se lanza un invento. Así lo entiende Wyckoff.
Los modelos que produce Remington se anuncian con engolosinadoras promesas: “El modelo cuatro tiene todas las cualidades: sin ruido y portátil”. Se guarda bien en indicar el peso de once kilos. Es poco, desde luego, en comparación con los mastodontes del principio. “¡Y qué ventajas para la salud: ¡No más pérdida de vida, no más calambre del escribiente, no más desviación de la columna vertebral!”
Hay que hacer frente también a las objeciones que surgen por todas partes: “Toda correspondencia privada escrita a máquina es insultante, dicen los detractores, en cuanto a las cartas de amor, como nadie, fuera de los profesionales, sabe escribir así, sería introducir un tercero entre los amantes”. Habiéndosele pedido por carta mecanografiadas a un hotelero que reservara habitación no le hizo caso, porque la misiva esa no le parecía seria. Otros tantos obstáculos para la venta.
Remington no despacha más que 1200 máquinas en 1881. ¡Es poco! Si hubiera sabido que en 1955 iba a salir de la fábrica la máquina número 15,000,000, habría tenido una visión más optimista del porvenir.
Mas he aquí que se presenta un aliado imprevisto: la Asociación de Jóvenes Cristianos. La directora veía más allá de su época y fundó en 1881, en Nueva York, un centro de enseñanza dactilográfica para muchachas.
¡Qué grita! Por todas partes aparecieron artículos desfavorables a la empresa: “Un error manifiesto de juicio de esas damas, bien intencionadas, pero mal inspiradas”. “Seis meses de curso, escribía otro diario, acarrearán el hundimiento físico y mental de las jóvenes”.
Se inscribieron ocho alumnas, con talle de avispa, apretadas en sus corsés, derechas en sus sillitas-sus polizones no le permitían recostarse. Golpeaban con aplicación sobre las máquinas, floridas y contorneadas al principio. El hundimiento pronosticado no se produjo, y las candidatas afluyeron. Las escuelas seguían a la demanda y en 1888, se contaban en los Estados Unidos 60,000 mecanógrafas.
Durante esos años la máquina de escribir había hecho más por la emancipación de la mujer que toda la propaganda feminista más activa. Fue la introducción de la mujer a las oficinas. Los secretarios masculinos quedaron prácticamente eliminados: en 1904 la demanda no pasaba de un diez por ciento.
Las encuestas de los diarios invitaban a las mujeres a dar su parecer sobre sus jefes. La lista de las críticas es larga:
“Uno de sus hábitos preferidos es parlotear por el teléfono con sus amigos del colegio hasta las cuatro y cincuenta y cinco, para pedirme enseguida, con la sonrisa más suave, que le escriba dos cartas urgentes para el correo de las cinco”.
Otra, pinta a su jefe dictando una carta:
“Barbotea mientras mordisquea un lápiz, o una goma, emite gruñidos ajenos al tema, se ahoga, olvida lo que va a decir, se hace releer la carta, se asombra de lo que está escrito, hace recomenzar todo y, para concluir dice las más de las veces: Usted terminará. ¡Arregle eso para que quede contento, pero no lo diga con firmeza!”.
Las responsabilidades que incumben a la secretaria han reducido insensiblemente la distancia que, veinte años antes, separaba al hombre instruido de la muchacha, entonces consagrada a las artes que se decían de adorno. Hay trabajo para todas porque si se busca a la “linda rubia” también se busca a la mujer “nada linda”.
Concteau nos ha demostrado que la máquina de escribir podía servir de tema dramático. Por los años de 1900, suministra episodios sentimentales. Tal como el de aquel jefe enamorado de una mecanógrafa que no se atreve a declararle su pasión, puesto que ella lo intimida con su empaque de perfecta secretaria según las normas de la época. Él la llama y le dicta una solicitud de matrimonio que ella mecanografía, con lágrimas en los ojos, porque ella también está enamorada y, dominando con dificultad su emoción le pregunta: —¿A quién debo dirigirla?
Las opiniones se hallaban entonces muy divididas en cuanto al número de dedos con que se debía escribir. La utilización de los diez dedos parecía revolucionaria por los años de 1880-1890. “A menos que el anular se haya ejercitado en el piano, es inútil intentar servirse de él en la máquina”, afirmaba un periodista. Se comienza así a exigir la memoria del teclado, pero no hubo inmediatamente unanimidad sobre estos problemas.
De las discusiones nacieron las competencias. Se organizaron concursos casi en todas partes. Underwood fundó una escuela de rapidez donde se adiestraban mecanógrafos reclutados entre los mejores alumnos de diversas escuelas. Cien palabras por minuto, ocho horas al día, cinco días por semana, tal era el adiestramiento que se hacía sobre las máquinas del “curso intensivo”.
El día de los concursos los hombres se presentaban en mangas de camisa, las mujeres en trajes ligeros; todos llevaban viseras de paño verde para protegerse la vista. Una campana daba la señal de arrancar.
Al cabo de tres cuartos de hora a una hora, se paraba y los concursantes, sudando a chorros como después del más duro torneo de tenis, aguardaban la puntuación con impaciencia.
La rapidez, que antes de 1900 alcanzaba hasta 100 palabras, asciende a 142. Una joven bate todos los récords con 204 palabras por minuto, más lo hace repitiendo una frase aprendida de memoria.
Mientras tanto, la máquina progresa. La escritura visible, de la cual las mecanógrafas parecen preocuparse poco, fue objeto de investigaciones que en 1885 desembocaron en el “Bar Lock”, primer tipo de su género.
Diez años más tarde, la fabricación de la Underwood con escritura visible se perfecciona, y la venta sube verticalmente. El juego de palancas se hace más ligero, más manejable y la velocidad aumenta. Las portátiles son ya verdaderamente portátiles. Aparece la Corona, menuda, pimpante y plegable, y hace una brillante carrera.
Hay que estimular sin cesar a la clientela. El director de una gran firma, en los Estados Unidos, compra un avión en 1926. y lanza con paracaídas once mil máquinas en un parque, sobre un paño blanco, delante de un público maravillado. Las resistentes máquinas y esta prueba de solidez alentaron al comprador norteamericano.
Parece paradójico hablar de la vieja China a propósito de la máquina de escribir cuando se sabe que el Celeste Imperio posee más de cuarenta mil caracteres. Aun cuando se reducen a una quincena de millares en los grandes diccionarios de uso corriente y a nueve o diez mil en los de los escolares, la dactilografía, para la milenaria escritura con pincel, parecía absurda.
No obstante, se realizó en 1911 por un chino que fabricó una máquina y para suplir los caracteres que no podían contener las palancas, introdujo como complemento una caja situada al alcance de la mano, de la cual el operador sacaba caracteres de acuerdo con sus necesidades.
El conocido escritor Lin-Yu Tang, ha hecho luego algo mejor. La máquina por él construida tiene sesenta y ocho teclas; siendo todas de un volumen medio, escribe siete mil caracteres enteros, completados por trescientos signos y por medio de un juego muy ingenioso de yuxtaposiciones, forma la mayor parte de los caracteres chinos que se usan.
La fabricación de una máquina es muy minuciosa. En América, por ejemplo, entran en cada una 1.856 piezas compuesta de 243 materias diferentes, comportando la fabricación y el montaje 12,480 operaciones.
El menor defecto se deja sentir. En una fábrica grande, se quejaban un día de que cierto tornillo había sido insuficientemente apretado en buen número de máquinas. Al instante una nube de inspectores cayó sobre el taller incriminado.
Nada parecía anormal y todos trabajaban concienzudamente cuando, de repente, se advirtió que uno de los obreros era mucho más pequeño que los otros, que colocaba su destornillador sesgado y no podía por tanto atornillar a fondo. Tras madura reflexión, se le dio un cajón sobre el cual podía encaramarse, y todo volvió a estar en regla.
— ¡Y he aquí que hoy ha aparecido ya la máquina de escribir eléctrica!
La cinta y el papel carbón progresan también a su lado. El viejo papel carbón ha mejorado gracias a la cera de abejas, al negro de humo y la grasa. En cuanto a la cinta, cuando es de calidad sigue fiel a la seda
natural y mira con desdén el algodón y el nylon que sirven para 900,000 golpes de tecla mientras que la seda natural imprime 2,300,000 teclazos. Los Estados Unidos solos, venden 50 millones de dólares en cintas al año.
Como en tantas invenciones, la historia del aprendiz de brujo se repite, y la máquina de escribir amenaza con asfixiar al hombre bajo resmas de papel. En los Estados Unidos el gobierno se encontró con una ola creciente de legajos que no había donde alojar, y en 1930 se encargó a una comisión de expertos que seleccionara los documentos inútiles. La comisión condenó las dos terceras partes.
Una compañía de seguros sola tenía tantos legajos que se hubieran elevado, de haberlos puesto uno encima de otro, a cincuenta y una veces el alto de Empire State Building, el rascacielos más alto de Nueva York. Una torre de Babel de género nuevo.
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