El domingo 22 de septiembre, fue el primer día de la estación de otoño, preludio para la llegada de la temporada invernal.
El otoño suelen asociarlo con la vejez. Para hablar de una bella dama de ciertos años decimos eufemísticamente que tiene “una hermosa presencia otoñal”. Quizás sea porque esta estación aparece en los meses finales del año y sirve de pórtico a la frialdad del invierno, aunque no podemos negar que es sugestivamente encantadora.
En la Florida, igual que en Cuba y en el resto de Las Antillas, no podemos disfrutar plenamente de todas las estaciones. El invierno es solapado, entra y sale furtivamente, enfría las quietas horas del amanecer y huye cuando aparece el sol con su puntual tibieza cotidiana. No hay nieve que bese de blanco la tierra, ni brumas efímeras que nos toquen con manos gélidas. El invierno entre nosotros es soplo esquivo y fría caricia pronta a disiparse.
La primavera es una estación que nos despierta y nos fabrica sonrisas, llenándonos de esperanzas. Llega con la música de las aves y los colores de las flores. En latitudes norteñas la primavera es la resurrección, el regreso a la vida, el retorno de la calidez solar y el abrazo de los paisajes. Entre nosotros es el jardín renovado, los verdores recién pintados en el lienzo de nuestro césped y una romántica claridad que salpica de brillos los infinitos mantos del cielo.
Nuestra estación es el verano. Florida es un pedazo de Estados Unidos insertado en la geografía del Caribe. El sol es nuestro fiel acompañante diario. Sus rayos nos sofocan, pero nos iluminan los caminos. De tal manera estamos acostumbrados al calor floridano, que las temperaturas ligeramente bajas nos parecen amenazantes.
Cuando nos ha correspondido viajar a regiones donde los días son cortos e inmensamente largas las noches, nos inunda el tedio, nos domina la tristeza. Nos falta el sol y con tal ausencia pesándonos en el corazón, empezamos a contar las horas que nos separan del reencuentro con las tibias olas del mar en nuestras floridanas playas.
El otoño que nos llega es tiernamente encantador. No vemos por acá las hojas de los árboles disputándose el mejor color, ni sentimos el silbido quejumbroso del viento tocando un arpa mágica en las cuerdas de las ramas desoladas. Nuestro otoño no es la mortandad de flores que sufren la caída de sus pétalos, ni el soñoliento peregrinaje de los animalitos del bosque en procura de la cueva que los proteja del invierno que se acerca. Nuestro otoño es bello, romántico y dulcemente discreto. Hemos ido en varias ocasiones a uno de los largos muelles de la acogedora costa de la ciudad de Naples, una estrella del oeste floridano. Allí hemos presenciado las más hermosas puestas de sol. Cuando el astro rey se despide del día hundiéndose en los rosados matices del horizonte, se nos renueva la fe y se nos reviven en el corazón los más dulces recuerdos de la Isla amada. El otoño es un cuadro pintado por Dios en el lienzo de los cielos.
El otoño es el inicio de una época de serenidad. Me encantan los cambios de acuarela de nuestros parques y jardines, y me conmueve la solitaria hoja errante que descuidadamente me roza la frente. En el otoño me enamoro de las nubes vestidas de cansancio. Ese color rojo encendido del horizonte, como si fuera una hoguera que prende Dios para ponerle ritmo a su creación, es un precioso punto final a la travesía de un día que muere con heroísmo.
El otoño es pausa para la meditación. En estos tiempos las reuniones vespertinas que se convocan para cantar himnos convierten en templos un pedazo del patio o una esquina del parque. Una fresca tarde otoñal es una canción que se ve, es la revelación del gran secreto de la brevedad de la vida. Nacemos y somos cálidos como el verano, envejecemos y somos frágiles como una hoja de otoño, morimos y somos inertes y fríos como el invierno. Volvemos a vivir gracias al supremo veredicto de Dios, que más allá de la muerte nos rehace victoriosos y limpios como un arroyo de primavera El otoño es el intermedio entre el pasado del calor y el frío de los finales. Es la estación que nos hace gozar el recuerdo de las flores y nos prepara para que sepamos que hay también páramos en nuestras vidas.
En ambos hemisferios el otoño es la estación de las cosechas. ¿No es interesante que en la época en que los árboles se desnudan de adornos y los paisajes se tiñen de nostalgias sea precisamente cuando la tierra nos da el tesoro de sus frutos?
Siempre nos ha intrigado que en el otoño los árboles se desvistan de hojas cuando quizás las mismas pudieran servirles de protección ante las acechanzas del invierno. Sin embargo, estos cambios tienen una impresionante explicación. Las hojas que se desarrollan durante las estaciones del verano y la primavera tienen la función benéfica de alimentar a los árboles que adornan, y al mismo tiempo sirven para ir acumulando los desechos que las plantas excretan, y es así que envejecen. Las hojas, pues, mueren por dar vida a los árboles.
El otoño es un canto de victoria al sacrificio. Cuando las cosechas se producen, la tierra es como una madre que se santifica al dar a luz. La impúdica desnudez de los árboles se debe a la ausencia de hojas que se deshacen para abrir espacio a los ávidos retoños que pintarán de verde, sesenta días después de haber nacido, el blanco de los ámbitos invernales.
La palabra otoño proviene del latín “autumnus”, y este vocablo, a su vez, se deriva de la unión de dos raíces, “auctus”, que significa aumentar, y “annus”, que significa año. La definición etimológica es, pues, que “el otoño es la plenitud del año”, una clara referencia al hecho de que la vegetación está al final de su ciclo,
No puedo disimularlo. Me encanta el otoño porque lo comparo con mi propia vida, un descubrimiento que hice en la ciudad de Princeton, Nueva Jersey, hace una larga hilera de años. Una vez tuve el calor y la altivez del verano, ahora soporto agradecido el recio peso del tiempo transcurrido y me acerco silencioso y confiado al encuentro final con el invierno. Después, igual que en el mundo en que vivo, me espera la primavera: ¡un despertar de sonrisas en los jardines floreados del cielo!
Me fascina, literalmente traducido, un breve tramo de poesía de Rabindranath Tagore, el primer escritor de Asia en recibir, concedido en el año 1913, el Premio Nobel de Literatura: “la sonrisa que se dibuja en los labios de un niño que duerme, ¿sabe alguien de dónde viene? Existe el viejo rumor de que un suave rayo de la luna dispersó los contornos de una nube otoñal, y fue de allí, de donde surgieron los colores de un niño durmiendo”. El otoño es una sonrisa pintada sobre el lienzo de un romántico sueño.
Y para terminar, cito unos versos impresionantes de Dulce María Loynaz que me recuerdan las tardes de otoño en los campos de mi Cuba querida, y que cada vez que los leo confirman mi rebelde tristeza de hace algo más de medio siglo.
Una hoja seca, viene y me roza
con el viento;
hace tiempo que la miro,
hecho un hilo, de fino, el pensamiento …
Es una sola hoja pequeñita,
la misma que antes vino,
junto a mi pie, y se fue,
y volvió temblando.
¿Me enseñará un camino?
El otoño nos enseña el camino hacia el final, pero felices somos los que llegamos a esa meta inflexible, sabiendo que después del final nos espera la eternidad de una primavera en el cielo, rodeados de ángeles, y amparados por la presencia de Dios.
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