Por FERNANDO ORTIZ (1955)
Desde que publicamos, en 1916 nuestro libro “Los Negros Esclavos” hemos combatido la creencia, por entonces muy común, de que los negros africanos tenían tal inferioridad en la escala de la cultura humana que por naturaleza eran irremediablemente serviles y como predestinados a la esclavitud. Ya en 1538 el alcalde mayor de Santiago halló que muchos negros sublevados mataban a españoles y a indios y tenían tan aterrada la población que “nadie osaba andar por la tierra”. Y así ocurrió siempre que los esclavizados tuvieron oportunidades y esperanzas de librarse de la esclavitud, a pesar de ser esta institución mantenida por la fuerza y consagrada por las leyes y las religiones.
En toda América, sin exceptuar a Cuba, mientras duró la esclavitud hubo esclavos que se fugaban a los montes y se quedaban en ellos para siempre, formando a veces poblados con sembradíos de conucos y corrales de aves y cerdos, y hasta con palizadas y trampas, a manera de fortificaciones. Algunas de esas armas defensivas eran muy usadas en África, consistentes en estacas puntiagudas o púas de madera que se clavaban en tierra, con su aguda punta hacia arriba, ligeramente cubiertas con tierra y yerbas para que los atacantes, que ignoraban la estratagema, pasaran sobre ellas y se hincaran los pies, inutilizándose para la marcha. A veces los apalencados tenían fusiles y pólvora, que conseguían por robo en los ingenios y cafetales o por comercio con los campesinos.
En la toponimia de toda Cuba hubo y todavía se conservan muchos poblados conocidos por Palenque o Cimarrones, y otros con nombres en lenguas africanas (Songo, Hongolosongo, Bemba, Arabos, Motembo, Magarabomba, Cambute, Cañoneo, Camarioca, Managua, Manaes, Jimaguayú, Zaza, Cararajícaca, Chambas, etc.) que en sus orígenes fueron refugio de cimarrones o lugares de negros.
Sería ocioso que señaláramos, por ser bien sabidas, las rebeliones y resistencias que los negros y mulatos realizaron en Cuba para romper sus cadenas y cepos, y ganar las libertades ciudadanas. Bastará citar, como héroes históricos al moreno Aponte y al pardo Maceo. Sin la
liberación de los esclavos y sin la cooperación de los negros, el pueblo cubano, del cual aquéllos formaban parte integrante, no habría podido alcanzar su independencia. La fecha de la abolición de la esclavitud por los libertadores cubanos alzados en armas debiera conmemorarse anualmente en Cuba como la del 10 de octubre y la del 24 de febrero.
No es cierto, y seria pérfida demagogia sostenerlo, que todos los negros fueron separatistas. Así como en los ingenios y cafetales hubo mayorales “de color”, que también ajilaban a los esclavos para la fagina a fuerza de rebencazos, así en las ciudades populosas había negros horros o aún en servidumbre que estaban resignados con su situación personal que les daba a veces ciertas seguridades y buenas esperanzas. España, sin duda, contó con batallones y guerrilleros morenos y pardos; pero siempre fueron minoría, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX cuando, con la abolición de la esclavitud por los mambises, ya los cubanos, blancos y negros, podían trabajar juntos no sólo como separatistas de España, sino como independizadores de su patria común con instituciones democráticas, republicanas e igualitarias.
En esas luchas por la libertad intervinieron hasta los más incultos negros africanos, muchos de los bozales recién traídos de África, que en las plantaciones y partidos rurales habían logrado fugarse a los bosques y serranías como cimarrones, apalencarse y vivir aislados, aún sin ajuste ni transculturación a la vida cubana, e inconscientes de la integración nacional y política que se trataba de conseguir.
Es interesante observar cómo en esas rebeldías e insurrecciones de esclavos africanos estos se defendían por los recursos estratégicos que les eran usuales en África. Ya citamos los ardides materiales, las empalizadas, fosas y trampas de que se valían, así como las lanzas y machetes que tenían a su alcance.
Pero también usaban medios bélicos de religión y de magia. Acaso el más eficaz de estos era el suicidio, que es la última defensa del desesperado. Como los indios cubanos a veces se libraban de la opresión de los conquistadores por el envenenamiento con jugo de yuca agria o con la ponzoña de cierto rejalgar, así los negros, como aquéllos se mataban no sólo aisladamente sino por grupos, produciéndose por sugestión epidemias de tanatomania. Indios y negros creían que en otra vida ultramundana les iría mejor.
A veces se suicidaba gran parte de la dotación de un ingenio, creyendo que al morir resucitaban allá en su tierra africana. Tan arraigado fue ese criterio que cuando un negro se suicidaba los mayorales lo mutilaban para que así al resucitar no pudiera hacerlo íntegramente. Estos suicidios por grupos eran a modo de una “huelga de brazos caídos”, interminable e invencible, que hería de modo inexorable los intereses del amo. Era ésta una liberación total de los esclavos desperados; era una estrategia religiosa, que ellos creían definitiva y triunfante. Pero no era la única estrategia africana de ese género a que acudían los negros.
Es perfectamente comprensible que los bozales al sublevarse o hacerse cimarrones llevaran consigo sus creencias, ritos, ídolos y magias y que las aplicaran en su nueva vida insurgente como armas de ofensa y defensa. Así como los blancos en sus guerras evocaban al Apóstol Santiago y hasta a la Santísima Virgen María, (que en algunos países ha merecido el titulo militar, el bastón y la paga de Capitana Generala) así los negros africanos invocaban a Ogún o a Nsambí Mpongo; y se valían de sus conjuros y ritos como los cristianos de sus rogativas y bendiciones. Consta, por ejemplo, que en una sorpresa de palenques, cerca de Batabanó, verificada en la primera mitad del siglo XIX le ocuparon al negro cabecilla Mariano Mandinga, “cuatro jabucos con objetos de brujería”.
Cuando, hace ya una cuarentena de años, estuvimos bojeando y ojeando en el Archivo Nacional los legajos de la causa instruida por la famosa Conspiración de la Escalera, hallamos algunas referencias a muertes y envenenamientos de mayorales de ingenios, por medio de bebedizos con brujería. Y en las guerras de independencia solían llevarse, por blancos y negros de ambas banderías, sendas medallas, escapularios, detentes, talismanes, amuletos, collares, makutos cargados, resguardos y otros objetos mágicos similares para ser invulnerables contra las balas y todo género de asechanzas enemigas o “cosa mala” que les ocasionara desgracias o muerte.
No cabe duda de que, en la guerra de los diez años, los negros recién libertados celebraban en las maniguas sus ancestrales ritos, ceremonias, cantos y danzas tribales. Antonio Zambrana, en El Negro Francisco, novela de costumbres cubanas, habla de los negros mambises: “sus compañeros y él, acostumbraban a reunirse periódicamente para celebrar los ritos singulares y fantásticos que prescribía la religión de sus padres, que entonces un negro anciano refería una historia de la patria en una canción compuesta por él.
Un refrán melancólico que iba detrás de cada estrofa, que salmodiaba el viejo cantor, era entonado por todos, y encerraba siempre en una frase enérgica el tema de la narración. Nosotros que, durante la guerra de Cuba, hemos tenido oportunidad de asistir a estas ceremonias, sentimos no poder encerrar en algunas líneas una idea completa de la elocuencia salvaje y poderosa que hay en esas leyendas místicas, obra de un patriotismo que el espectáculo de la civilización no extingue”.
En la guerra de los diez años ocurrieron los más interesantes episodios de esa africana estrategia de magia, practicada por los cimarrones bozales, como fue la brujería de los matiabos.
Carlos Manuel de Céspedes, por el artículo 8 de su Decreto de 27 de diciembre de 1868, dispuso lo siguiente: “Serán declarados libres desde luego los esclavos de los palenques que se presentaren a las Autoridades Cubanas, con derecho bien a vivir entre nosotros o a continuar en sus poblaciones del monte, reconociendo y acatando el Gobierno de la Revolución”. Por ese decreto “las poblaciones del monte”, o sean las de los palenques, quedaban incorporadas a Cuba Libre, y aún después del llamado Pacto del Zanjón, que no fue en realidad sino una tregua forzosa, las “poblaciones del monte” siguieron libres y aisladas a manera de reducciones o refugios mambises, esperando la reaparición de la estrella cubana en una nueva alborada de sangre.
Por matiabos o matiaberos se entendían ciertos cimarrones apalencados y belicosos, que durante la guerra de Independencia cubana estuvieron muy en contacto con las fuerzas mambisas, en Oriente, participando a veces a su lado en la contienda, pero produciendo en ocasiones tropelías y desordenes. En nuestro libro Las Negros Brujos, de 1906, escribimos: En un artículo publicado por F. López Lava en ‘La Discusión’ de La Habana, el 13 de agosto de 1903, se refiere por un testigo ocular el siguiente curioso caso de adivinación en un palenque: “A poco tropecé con una partida de negros desarmados y medio desnudos. Me dijeron que eran cubanos y me condujeron al campamento de su jefe. Yo había oído hablar algo de los matiabos y sabía que éstos eran unos cimarrones que vivían ocultos en los montes, huyendo, guardándose tanto de los cubanos como de los españoles, siendo mitad brujos y mitad plateados o sea bandoleros que alegando ser afiliados a uno de los ejércitos beligerantes cometían toda dase de delitos. El campamento de los matiabos estaba situado monte adentro en un claro como de dos besanas de tierra. En el centro había una especie de altar hecho con ramas y cujes, y encima de todo aquel catafalco había puesto un pellejo de chivo, relleno de tal suerte que parecía vivo. Dentro de la barriga y sobre el altar tenía mil porquerías, tales como espuelas de gallo, tarros de res, caracoles y rosarios de semillas. Aquel pellejo era el Matiabo, el dios protector del campamento, (…)
Recuerdo todavía -dice el mambí Cástulo Martínez– el modo de explorar la tropa que tenían los brujos aquellos. Puestos en rueda alrededor del chivo cantaba el taita: Buca guango, joya guango… y el coro repetía: cácara, cácara, caminando y empezaban a gritar y saltar como endiablados. De pronto a una de las negras, porque también había mujeres, se le subía el santo y le daba una sirimba. Caía al suelo revolcándose, echando espuma por la boca y el resto del palenque seguía cantando como si tal cosa. Luego taita Ambrosio se dirigía a la accidentada y le preguntaba tocándole la cabeza: Ma fulana, ¿dónde etá la tropa? Toropa ma ceca, en tal punto, respondía ella, sin dejar sus revolcones. Y el punto señalado estaba siembre a diez o doce leguas de distancia. Los matiaberos repetían el nombre del lugar y armaban el escándalo padre con sus gritos y los toques de tambores, forrados con piel de jutía. “Yo miraba todo aquello con curiosidad y temor, porque sabía que aquellas gentes en algunas ocasiones habían rociado el chivo con sangre humana”.
El famoso escritor mambí Ramón Roa con su pluma clara, versista e incisiva, con anterioridad había referido en síntesis quiénes eran los matiabos. “Ofrecimos al Brigadier nuestros servicios, los cuales, con mil amores fueron aceptados, para honrar nuestra visita, agregándosenos consecuentemente al estado mayor de aquella flamante brigada compuesta, cuanto a infantería, de refunfuñadores matiabos, secta endiablada y misteriosa de hombres ignorantes y ultra viciosos, los que en aquellos tiempos eran cazados a viva fuerza para traerlos a prestar servicios a la república, ya que de miseros esclavos habían pasado a ser ciudadanos libres. Eran los matiabos dados a su centinela de “Cubilé, cubilé, cubilin nganga, cubilé”, más que a montar guardias y a pelear; y llegaron a convertirse en una plaga tan funesta y peligrosa que necesario fue tiempo adelante averiguar quiénes eran sus cabecillas, dando lugar a un proceso sumarísimo, a consecuencia del cual fue pasado por las armas, no obstante sus aparatosos exorcismos e invocaciones a sus estrafalarios ídolos, el entonces nombrado Tata Ezequiel, que fue entre ellos gran profeta, poderoso sultán y sacerdote, con su sacramental serrallo, construido de guano y cujea, a caballete de yaguas, el cual, gracias a su arquitectura, estaba bien resguardado de profanaciones visuales, mientras que el sistema bien aplicado de vara en tierra ponía a raya a roedores y mosquitos”.
He aquí ahora un episodio de la estrategia de los matiabos: “Con mil una precauciones, fruto sazonado de cultivada desconfianza, partimos del vivaque del amable brigadier Acosta, con la que llamaremos escolta de seis de los matiabos, uno de ellos como práctico, quien lo mismo que sus compañeros, obtuvo licencia para descansar de la belicosa faena de la víspera.
Próxima estaba ya la línea férrea, y llegando, practicamos un escrupuloso reconocimiento, mientras los matiabos, haciéndose a un lado, se constituyeron formalmente en cúmbila para consultar al bilongo, si nos esperaba algún desaguisado; más presto, ellos mismos, a su conjuro contestaron que no había novedad, augurio seguido de su sacramental cantinela del cubila nganga cubilé, precursora de un oportuno sahumerio de humedecida y amasada pólvora.
Un triunfo magistral de los matiabos fue rebasar tranquilamente aquel obstáculo, ya que, a su alrededor, según una genuina frase rústica: “hasta la sabana misma se encontró el resuello” a juzgar por el silencio de los parlantes caos y cateyes respetaron en aquellos supremos momentos; por lo cual, una vez que del otro lado vímonos ilesos, si no besamos la tierra, ni de hinojos nos pusimos en acción gracias al Altísimo, fue porque no estábamos para perder el tiempo en ceremonias”.
Añade luego Ramón Roa: “La asociación atávica de los matiabos quedó disuelta de una vez, mediante la extrema justicia mandada a ejecutar por los consejos de guerra, o por la rápida acción de los encargados de perseguir a aquellos sectarios”.
Tenemos otro documento de aquella época. La Ilustración Española y Americana, de Madrid publicó en su primera plana el 25 de agosto de 1875 el grabado titulado: “Ídolo matiabo, cogido a una partida de rebeldes en el Zuramaquacán y destinado a guardar cenizas de los españoles quemados por los insurrectos”.
Por matiabos se conocía también cierto ídolo que usaban los congos en las reconditeces de sus palenques, a modo de selváticas aldehuelas africanas donde ellos vivían con sus costumbres y religiones.
En Cuba se aplicó así mismo la voz matiabo a ciertos brujos o “brujeros” congos, que hoy más propiamente decimos tata ngangas con vocablos congos, o canganguleros con la raíz bantú nganga (“brujos o bujería) castellanizada por una desinencia profesional a los que se dedican a la nganga o hechicería.
La palabra matiabo es también mulata, formada por el prefijo bantú del género personal singular ma y la voz tiabo, que no es sino la voz castellana diablo, o su equivalente portugués, deformada por el cambio de la de por la te. Esa palabra mixta es frecuente en las regiones del Congo de donde venían los esclavos y éstos trataban de expresar con ella el diablo, como le decían a los misioneros portugueses a los brujos que tenían pactos con el demonio o trabajaban a favor de este.
Según Heli Chatelain, en su libro Folk-tales of Angola, la voz madiabu, es en Angola y el Congo corrupción de la portuguesa diabo, o sea “diablo, y se aplican a cosas de magia, superstición y blasfemos insultos. En Luanda dicen también mariabu a las “estrellas fugaces” que estimas son espíritus inflamados.
De ahí salió el vocablo criollo Matiabera, que según Manuel I. Mesa Rodríguez, es nombre que le dan en sentido despectivo a una persona vieja que se dedica a prácticas espiriteras.
La grotesca figura como otra también muy rústica, son típicamente de origen bantú. No son propiamente ídolos ni objetos de adoración o latría: no son sino personificaciones antropomorfas de los espíritus que en esas imágenes son retenidos por los tata nganga; como hacían los necromantes de la Edad Media cuando encerraban un diablillo familiar en una redoma para servirse de él en sus nigromancias. Algo parecido a ciertas imágenes católicas esculpidas que contienen en el interior de su pecho alguna santa reliquia de la cual esperan favores sobrenaturales.
Los congos les llaman ndoki o nkisi y todavía se emplean en Cuba.
El título que lleva el grabado de la citada revista madrileña es sin duda tendencioso, propio para excitar los ánimos en guerra; pero pudo partir de la errónea interpretación de un hecho cierto. Ni los brujeros ni los matíabos encerraban “cenizas” propiamente dichas en el vientre de sus idolejos, pues jamás quemaban los muertos; pero si en el sentido figurado de “reliquias de un cadáver”.
Todos estos antecedentes demuestran acabadamente que los matiabos eran unos brujos o secta de brujos bantús, congos o acaso más precisamente de Angola. Esta tendencia de los esclavos de Angola a la rebeldía en América la confirma el folklorista Edison Carneiro en Brasil, señalando que el negro de “Angola, principalmente, era el revoltado o malandro, el hacedor de desórdenes. A estos negros debemos el palenque de Palmares, los varios quilombos que existieron en el país y los motines y levantamientos de esclavos”.
Por esas manifestaciones de magia, indisciplina y maliciosa conducta, los matiabos fueron considerados como una secta conga. De “secta endiablada y misteriosa” la calificó Roa.
Seguramente lo fue, como una fraternidad o sociedad secreta de sujetos juramentados para fines defensivos y agresivos y efectuar sus ritos y embrujos. Las sectas congas en Cuba han sido y son múltiples y los matiaberos debieron de organizarse como solían hacer los tata nganga en sus tierras de origen y todavía en la misma Habana y sus comarcas margínales.
Y allá en los montes y palenques, alejados de los centros urbanos, aun desajustados con la popular cultura ambiental de Cuba y en una época de dura esclavitud, dura guerra y dura vida, cayeron fácilmente en la rebeldía que, aun en sus discordancias, para ellos era humanamente heroica y para los demás fue salvajemente criminosa. El cao no es excepcional en la historia.
Toda guerra o revolución se acompaña de atropellos y delitos graves y a veces de atrocidades bestiales; como se ha visto siempre, hasta en las recientes contiendas de este siglo entre las naciones más civilizadas, que Toynbee ha calificado de excristianas. No, no podemos abominar ni compadecernos los blancos de hoy día de aquellos esclavos bozales sin también tener bochorno y piedad de nosotros mismos.
Añadamos que no fue la de aquellos incultos bozales la única sociedad secreta surgida en aquella guerra por la libertad con propósitos disociadores. Ramón Roa se refiere a que también entre los mambises, “en la fuerza de Las Villas se había fundado una sociedad secreta intitulada La Bella Unión, la cual tenía por objeto, según lo expresaba una especie de manifiesto manuscrito, defender los derechos de los soldados, protestando de todo abuso y declarándose aquella sociedad algo así como una pandilla defensora de la democracia dentro del poder
constituido”.
Esta otra secta no pudo prosperar porque el jefe de la fuerza libertadora “llamó a los autores de aquella locura y con su habitual energía, deducida de lógicos razonamientos, logró, por entonces al menos, que se disolviera la tal asociación”. Todos los pueblos, y épocas, en guerras y revoluciones, han tenido sus matiabos. Y ésta es una lección que no se debiera olvidar.
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